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Hacía tiempo que Brian había perdido el sentido de la orientación. Él y su captor llevaban más de tres horas caminando por toda una maraña de galerías horadadas bajo tierra. Túneles generalmente angostos que exhibían su tosca construcción a través de las ocasionales raíces de árboles que aparecían por tus techos.

Brian tiritaba. Pese a ser agosto y a que en la superficie el calor era abrasador, bajo tierra hacía frío. Al igual que las cuevas, aquellos pasadizos mantenían todo el año una temperatura constante, de entre once y doce grados. Y en no pocos tramos la humedad del ambiente penetraba en el cuerpo hasta calarle a uno los huesos.

Habían atravesado más de veinte cruces. Se trataban de intersecciones toscas, que ocasionalmente Abdul le ordenaba tomar siguiendo un misterioso criterio. Al parecer, el muyahidín conocía perfectamente el intrincado laberinto de túneles que poblaban el subsuelo.

Brian había decidido llegar hasta el final. Su pasión era Susan. Y su obsesión, rescatarla. Y algo le decía que la perdería para siempre si se enfrentaba a su captor y trataba de obtener información de su paradero por la fuerza. Aquel hombre no hablaría. Y él no conseguiría encontrarla por sí solo. De modo que respiró hondo, metió sus heladas manos en los bolsillos y caminó pacientemente, con la esperanza de solucionar la situación cuando tuviera a Susan a su lado.

Llevaban ya casi tres horas y media caminando cuando el túnel comenzó a subir. Era una leve cuesta que se prolongó más de quinientos metros, al final de la cual apareció una oxidada y primitiva puerta de hierro forjado.

—Hemos llegado —le anunció Abdul—. Llama a la puerta.

Brian obedeció y comenzó a aporrear la puerta con insistencia. Era una puerta sólida y bien construida; sus golpes apenas producían un sonido sordo y metálico, amortiguado por el estrecho túnel de tierra en el que se encontraban.

Tras unos segundos, Brian escuchó el mecanismo de un cerrojo y vio abrirse la puerta. Al otro lado, un robusto muyahidín le daba la bienvenida apuntándole con su Kalashnikov.

Al entrar, Brian comprobó asombrado la enorme estancia que se abría ante sus ojos. Se trataba de una especie de sótano oscuro, similar a una cueva, de enorme amplitud y que albergaba en su interior muebles y sillas y mesas, como si se tratara de un enorme loft subterráneo dominado por las sombras.

Sobre el suelo de tierra prensada abundaban las alfombras persas, y del techo colgaban toscas lámparas eléctricas que apenas alumbraban tenuemente la cámara. Pese a la escasa iluminación, Brian pudo distinguir varias zonas bien delimitadas. En la parte más cercana a él, varias butacas rodeaban a una mesa de té, en lo que parecía una sala de estar más propia de una casa que de aquella cueva siniestra. A lo lejos, en la penumbra, Brian pudo ver amontonadas docenas de sillas. Estaban dispuestas en hileras, a modo de teatro, frente a una gastada pizarra de tiza. Y en la otra equina, a unos veinte metros, una robusta mesa de despacho, de madera oscura y refinadas hechuras, aparecía abarrotada de papeles y documentos, alumbrada tan solo por la luz desvaída de una diminuta lámpara de mesa.

Sus dos captores lo condujeron al centro de la estancia y le indicaron que esperara ahí, de pie. Impasibles, se situaron frente a él, apuntándole con sus armas automáticas. Brian repasó rápidamente su situación. No había localizado aún a Susan. No había salido a la superficie ni parecía que lo fuera a hacer. No sabía como salir de ahí, y estaba siendo apuntado con un Kalashnikov y una pistola por dos muyahidín de aspecto enfadado. La verdad es que la situación era muy comprometida. Sus captores parecían estar aguardando a alguien, probablemente a Mukhtar. Quizás con él pudiera negociar una salida. Lo primero era que le mostraran a Susan. Luego ya vería como negociaría.

Un súbito ruido metálico lo apartó de sus pensamientos. En uno de los extremos de la cámara parecía abrirse una puerta. La oscuridad y la distancia impidieron a Brian verla con claridad, pero aparentemente era un portón similar al que había cruzado hacía apenas cinco minutos. La puerta se cerró con estrépito y Brian contempló por primera vez a Mukhtar al Din. Se acercaba hacia él con paso firme, seguro de sí mismo, confiado y sonriendo. Su figura imponía un respeto instantáneo; no solo por su corpulencia y por su atuendo, de negro riguroso desde los zapatos hasta el turbante, sino por el gélido aspecto de su sonrisa impostada. Una mueca postiza que trataba de humanizar un rostro duro compuesto por unos labios finos y torcidos, una nariz aguileña y un único ojo desmesuradamente abierto.

Tras él venía Susan Sullivan, escoltada por un tercer muyahidín. Brian respiró aliviado al verla. No parecía herida ni haber sido torturada. Lucía el tradicional velo islámico, bajo el cual asomaba tímidamente una cara pálida y asustada. La joven miraba al suelo con temor y estaba como en estado de shock, posiblemente sedada. El muyahidín la colocó junto a Brian, y la mujer levantó apocada la cabeza.

—¡Brian! —exclamó sorprendida. La tensión del cautiverio y la esperanza súbita de recobrar la libertad hicieron que Susan rompiera a llorar y se abrazara a su novio con una fuerza inusitada. Brian le susurró palabras tranquilizadoras y se separó suavemente de ella. No quería mostrar un excesivo afecto por Susan frente a aquellos hombres, pues sabía que no estaba bien visto y que podía perjudicarlos.

—Tranquila, mi amor —le susurró al oído—. Pronto te sacaré de aquí. Aguanta un poco más.

Mukhtar se acercó pausadamente hasta situarse frente a ellos. La sonrisa desapareció súbitamente de su rostro y con una voz áspera le preguntó por su nombre.

—¿Eres tú Brian Wilson?

—Así es —respondió Brian con entereza. Era el momento de la verdad. Debía acertar con el tono y el trato de sus palabras y de su discurso. En el último momento decidió por la opción apaciguadora—. Ulema Mukhtar, si lo que quería era encontrarme, aquí me tiene. He venido por su llamada y estoy a su entera disposición. Le sugiero modestamente que deje libre a la señorita Sullivan; ella no tiene nada que ver con esto, sea lo que sea. Ignoro qué es lo que puede tener en mi contra, pero le aseguro que estoy dispuesto a encontrar una solución pacífica que lo satisfaga. Si me permite que…

—¡Basta! —estalló Mukhtar. Cualquier resto de sonrisa o de complacencia se había evaporado de su rostro—. ¡Parloteas como una cotorra! ¡No te creas que te va a servir de nada, porque tu destino lo sellaste cuando te manchaste las manos con la sangre de mi familia!

Brian, estupefacto, palideció ante aquellas palabras. Le acababa de acusar directamente del peor de los cargos posibles. Una imputación que siempre se pagaba con la muerte. Desesperado, intentó asimilar aquella información y encontrarle algún sentido. ¿Sería por algo sucedido durante la guerra? Brian había matado a mucha gente, pero si fuera por algo relativo a su etapa de soldado, ya habrían acabado con él en la reunión que tuvo con Tawfik Rateb en el Cenobio de San Jorge, en el desierto, y en aquella ocasión no le dijeron nada.

—Ulema Mukhtar… le aseguro que no sé de qué me está hablando. Ni siquiera conozco a nadie de su familia.

Mukhtar no contestó. En lugar de eso, sacó con parsimonia un documento de su bolsillo. Se trataba de una fotografía reciente, que colocó con su mano frente a la cara de Brian.

La imagen de un hombre muerto.

Un disparo en el pecho que Brian reconoció al instante. Mukhtar se la arrojó con desprecio a la cara, mirándole directamente a los ojos con expresión asesina.

—Tú mataste a mi hermano pequeño —le dijo con voz inexpresiva y ojo entrecerrado.

Brian, sobrecogido, por fin lo comprendió. Su situación era mucho peor de lo había imaginado. El hombre que había matado en Jerusalén era el hermano de Mukhtar. Y el todopoderoso líder de Al-Isra lo había convocado para vengarse. Susan y él estaban bien jodidos. Si no hacía algo rápido les quedaban unos minutos de vida. Quizás unos pocos segundos. Brian notó como toda la sangre de su organismo comenzó a hervir. Una sensación de urgencia y de amenaza que calentó todo su cuerpo como si se hubiera metido un chute de adrenalina. Tenía que alterar aquella situación como fuera. Y tenía que hacerlo ya. Mukhtar se giró un instante e hizo una pequeña seña a uno de los muyahidín que lo acompañaban. Era el momento. Y sin pensarlo ni siquiera un instante, Brian actuó.

Movido por la desesperación y por la urgencia, apartó de un golpe a Mukhtar y le arrebató el cuchillo ornamental que colgaba de su cinto. Con un gesto rápido, trazó un abanico con el cuchillo, que rasgó las vestiduras del clérigo, haciéndolo caer a un lado, trastabillado por la sorpresa de aquel ataque suicida.

Seguidamente, Brian lanzó con todas sus fuerzas el cuchillo al muyahidín del Kalashnikov y se giró son Susan sin esperar a ver el acierto de su lanzamiento. Agarró a su novia con fuerza y corrió hacia una de las puertas que había en el lado opuesto de la cueva. No tenía un plan concreto. Solo salir de ahí. Probar suerte y forzar los acontecimientos. La alternativa era morir sin remedio.

Sus captores, que no se esperaban aquel arranque de desesperación, dudaron entre atender a Mukhtar y repeler el ataque. Unos segundos críticos que permitieron a Brian y a Susan alejarse de un disparo a bocajarro. Sin embargo, tras ese instante de duda y de sorpresa, las armas comenzaron a funcionar.

Brian oyó los disparos y notó cómo las balas silbaban a su alrededor. Arrastraba a Susan a trompicones, corriendo en zigzag en un intento desesperado por salir de aquella ratonera. Consiguió alcanzar la pared más lejana, pero apenas llegó a la puerta, se percató de su error.

Lo que desde la lejanía le había parecido una puerta se trataba en realidad de una puerta cegada. Una antigua abertura tapiada por ladrillos amontonados en su arco.

Furioso, aporreó la pared con saña, desesperado por su mala suerte. Pero casi inmediatamente se giró, buscando una alternativa. Estaban desguarnecidos y las balas les pasaban rozando. Solo la relativa oscuridad los protegía de morir acribillados allí mismo. Brian guió a Susan hasta una mesa cercana y la volcó, parapetándose tras ella. Al menos aquella mesa los protegería de las balas. Y podría pensar. A juzgar por el estruendo de los disparos y por el caos de destrucción que observaba, los Muyahidín no tenían mucha puntería. Estaban destrozando el lugar.

Sentado en el suelo y parapetado detrás de la mesa, Brian intentaba localizar alguna puerta que les permitiera escapar de allí. A su lado, Susan temblaba de miedo y de tensión. Su rostro estaba desencajado y su respiración era entrecortada, pero a pesar de aquello, y empujada por el instinto de supervivencia, la joven periodista miraba con cautela en todas direcciones intentado localizar una salida.

A lo lejos, la voz de Mukhtar se impuso sobre el estruendo de las balas. Un grito frenético que resonó varias veces por toda la sala.

—¡He dicho que alto el fuego!

Mukhtar, congestionado por la sorpresa y por la humillación, se levantó con torpeza y comprobó sus ropajes. Un tajo largo le había destrozado su casulla. Se sacudió la tierra de la ropa y miró con exasperación hacia el escondite de sus presas. Notó cómo un sentimiento de ira incontrolable tomaba posesión de su voluntad.

En una de sus ojeadas, Brian se percató de que junto a la pared más cercana había un pequeño amontonamiento de trastos viejos. Un material destartalado que parecía basura. Sabía que no tenía mucho tiempo antes de que Mukhtar lanzara a sus muyahidín sobre ellos, por lo que se acercó con sigilo a comprobar aquello. Quizás pudiera encontrar algo que le sirviera como arma.

Su corazón dio un vuelco al descubrir de qué se trataba.

Semi enterrado entre trastos viejos, destrozado y con la pantalla desmembrada, allí estaba su ordenador portátil; un Sony Vaio de última generación, todavía con la pegatina del USA Today y su nombre en la carcasa. Brian ignoraba de qué forma había podido llegar su ordenador hasta allí, pero dio gracias a los cielos por el descubrimiento. Junto al portátil descubrió su maquinilla eléctrica y otros efectos personales. Al parecer, alguien se había hecho con su equipaje de Roma. Con manos temblorosas, se puso a rebuscar en el amontonamiento con una idea en su cabeza. Una esperanza. Buscaba algo muy concreto; algo que les podía ayudar a salir de allí con vida. Tenía que estar junto a todo lo demás. Era la pieza natural que faltaba en aquel pequeño depósito. Rebuscó con ahínco, hasta que por fin lo encontró:

Su teléfono móvil.

Una preciosa Blackberry de sexta generación. La pantalla táctil estaba astillada y le faltaban varios trozos, pero aún así, Brian lo recibió como si fuera un tesoro que le brindaban los dioses. ¡Solo tenía que llamar! Apretó con nerviosismo el botón de encendido, y casi tuvo que ahogar un grito de entusiasmo cuando la pantalla mostró parcialmente el logo azul de la compañía. El terminal apenas tenía batería, pero parecía sobrado de cobertura. Brian marcó rápidamente, deslizando sus dedos sobre la pantalla.

—¡Eso que has hecho ha sido una estupidez, Brian Wilson! ¡No puedes escapar de mí!

La potente voz de Mukhtar se elevó por toda la caverna, resonando con estrépito entre las paredes de piedra hasta llegar a cada rincón. Congestionado, el líder de Al-Isra meditó un instante su siguiente paso. La ira y la vergüenza lo carcomían por dentro. Aquel periodista burlón se la había escapado en sus narices y había conseguido provocar el caos en su santuario.

El teléfono no respondía.

Desesperado, Brian insistió, impotente, tratando de acceder a la agenda, la única zona de la pantalla que aún parecía estar en buen estado.

Sin resultado. Tenía la salvación en sus manos, pero el aparato se negaba a funcionar. Brian lo intentó de mil maneras, pero la pantalla táctil, astillada por varios sitios, estaba inoperativa. Frustrado, ahogó un desesperado grito de impotencia.

—¿Este modelo no tiene control por voz?

La pregunta de Susan lo devolvió a la vida y reflotó sus esperanzas. ¡Cómo no se le había ocurrido! El control de voz venía incorporado de serie en esta gama, y era independiente de la pantalla.

Con una señal, Mukhtar ordenó a sus hombres que les trajeran a los dos infieles.

—Los quiero vivos —les susurró—, así que nada de disparar a lo loco. Quiero verlos sufrir.

Los tres muyahidín comenzaron a avanzar con cautela hacia la esquina en la que se habían parapetado sus prisioneros. Esta vez no querían sorpresas. A gritos, les sugerían que se entregaran y que no opusieran resistencia.

Tratando de serenarse y de abstraerse de los gritos, Brian habló directamente al teléfono.

—Agenda. Llamar trabajo.

Y esperó. Durante unos instantes eternos, el teléfono pareció estar meditando si acceder o no a la petición.

—¡Escúchame bien, Brian Wilson! ¡Nada te va a librar de cumplir con tu castigo! —Exclamó Mukhtar desde la distancia—. Pero reconozco el valor de quien lucha por su vida y por su pareja. Si os entregáis ahora, te prometo que dejaré libre a la mujer.

Brian, desesperado, maldecía la terca obstinación de su teléfono, que permanecía impertérrito ante su urgente necesidad de efectuar una llamada. Una y otra vez, le repetía distintos comandos de voz, intentando hallar la frase mágica que hiciera reaccionar al aparato. Pero el terminal no respondía. Estaba muerto. Antes de que pudiera realizar un cuarto intento, el teléfono agotó su batería y se apagó, incapaz de realizar aquella llamada salvadora. En ese mismo momento, la cruda realidad de su situación desesperada se le presentó a Brian con una fuerza demoledora.

Estaban perdidos.

Consiente de su responsabilidad y de su destino, se acercó a Susan y la besó dulcemente, acariciándole la cara y sonriendo tontamente mientras la miraba a los ojos.

—Es una buena oferta —le dijo en un susurro—. La de respetar tu vida.

—Creo que ambos sabemos que no va a cumplirla —respondió Susan, sonriendo.

Brian asintió, impotente.

—Lamento que tenga que acabar así —balbució Brian—. No he sido capaz de rescatarte.

—Bueno, estás aquí, conmigo —Susan le dio a Brian un largo y apasionado beso—. Estamos juntos. Eso nos hace afortunados.

Brian sonrió levemente, asintiendo con melancolía. Tomó a Susan de la mano y la ayudó a levantarse. Y con las manos en alto, se entregaron a Mukhtar al Din y a sus verdugos.

Escoltados por los tres muyahidín, que parecían ansiosos por abrir fuego y acabar cuanto antes con todo aquello, Brian y Susan caminaron con entereza hacia su patíbulo. A medio camino, la mano elevada de Susan estrechó la de Brian, buscando consuelo y compañía frente a la desesperación y la muerte que la aguardaban.

—¡De rodillas! —les espetó Mukhtar.

Susan y Brian obedecieron, arrodillándose frente al poderoso líder de los muyahidín, que observaba con una sonrisa triunfal cómo sus hombres ataban de pies y manos a los infieles. Brian intentó una última súplica.

—Ulema Mukhtar, sé que eres un hombre de palabra y que dejarás libre a la mujer. No tiene nada que ver contigo ni te ha ofendido en lo más mínimo. Déjala marchar y haz conmigo lo que desees.

—Las promesas realizadas a un infiel no tienen valor —fue la gélida respuesta de Mukhtar—. Ella también pagará por tu crimen. Y cuando la veas desangrarse ante tus ojos, recuerda que muere por tu culpa. Moriréis como mueren los cerdos y los perros.

Mukhtar no cogió ninguna pistola. El líder supremo de Al-Isra no hacía esa clase de trabajos. Su lugar lo ocupó uno de los muyahidín, que con una sádica sonrisa se plantó frente a Susan. Pero no la apuntó con ningún arma. En lugar de eso, se deshizo de su Kalashnikov, que apoyó en el suelo con cuidado y sacó de su cinturón un afilado puñal.

Iba a cortarle el cuello.

Susan estaba como en trance. Incapaz de articular una palabra ni de moverse, buscó con sus ojos el rostro de Brian. Y con sus miradas establecieron una conexión que los alejó a miles de kilómetros de allí, donde no había cuevas oscuras, ni cuchillos, ni sufrimiento. Por un instante se sintieron libres, como si no hubiera nadie a su alrededor y solo ellos dos formaran parte del Universo. Una ensoñación liberadora que se evaporó de la mente de Brian cuando el matarife agarró a Susan por el pelo y le acercó el cuchillo al cuello.

Era el final.

Fue entonces cuando una enorme explosión sacudió toda la cueva. Un estallido atronador que removió el suelo como si fuera un terremoto. La onda expansiva de la deflagración los derribó a todos, y el humo, la confusión y el caos se apoderaron del lugar. Brian pudo ver cómo una de las puertas metálicas de acceso salía volando por encima de sus cabezas, acompañada de cascotes y de tierra quemada. Por el enorme agujero que había dejado entró en tromba un comando de asalto vomitando fuego por sus armas.

Y al frente de todos ellos, un rostro conocido. Una melena pelirroja y una expresión de determinación inquebrantable.

La teniente Ellen Katherine MacKree.