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El Mercedes Benz negro circulaba a gran velocidad. Daba la impresión de que sus anfitriones tenían prisa por llevarle junto a Mukhtar. El conductor del vehículo le echaba a Brian continuas miradas a través del espejo retrovisor. Parecía que temiera que su pasajero se evaporara de un momento a otro, y quisiera asegurarse a cada momento de que aún seguía ahí. Su rostro poblado por cicatrices y su enorme bigote le daban una apariencia feroz. El tipo de persona de quien no puedes esperar clemencia. Claro que su descomunal acompañante no se quedaba atrás.

Brian pensó que no eran una compañía con la que pasar una agradable velada. Uno parecía un orco y el otro un gorila. De los que disparan primero y preguntan después. Se animó al ver que se dirigían hacia el norte. Habían tomado la autopista 404 que conectaba Jerusalén con Ramallah. No sería nada raro que Mukhtar se encontrara en Al-Bireh, el barrio norte de aquella ciudad. Un verdadero bastión de las organizaciones palestinas.

Ramallah había sido la joya de la corona y el orgullo de los palestinos. La París de Oriente, la ciudad más próspera de toda Cisjordania. Sin embargo, el ejército Israelí la había castigado fuertemente durante la guerra, ensañándose con sus amplias avenidas y con sus edificios. De hecho, aún se podían ver los restos destruidos de la Mukhata, la antigua sede de la Autoridad Nacional Palestina. Ahora la ciudad era caldo de cultivo para el odio y la indignación de miles de palestinos pobres.

Si, Brian decidió que con toda seguridad la reunión se celebraría en alguna casa de Al-Bireth. Y tan pronto como se convenció de su destino, el vehículo tomó por sorpresa una salida de la autopista y se alejó de la vía, adentrándose por carreteras secundarias en una zona poco poblada. Toda su brillante especulación se había ido al traste. Resignado, pensó que no había como teorizar sobre algo para que la dura realidad te ponga en tu sitio.

El recorrido por la autopista apenas los había alejado unos pocos kilómetros de Jerusalén, pero al tomar la salida parecía que estuvieran en otro mundo: Una carretera polvorienta que zigzagueaba entre lomas los alejaba de toda civilización y los guiaba hacia una zona aparentemente desierta. Al cabo de unos minutos llegaron a una pequeña concentración de edificios, que tenían el aspecto de haber formado parte de un polígono industrial en tiempos mejores. La mayoría estaban medio derruidos y comidos por los hierbajos. Una fina arena del desierto se arremolinaba por las calles, reclamando de nuevo la soberanía del lugar. El mercedes se detuvo junto a una nave abandonada de aspecto ruinoso.

Sus acompañantes se bajaron del coche con parsimonia. Parecían más relajados. El copiloto abrió la puerta de Brian y le indicó que saliera. El calor del lugar golpeó lo golpeó nada más bajar, y con gesto extrañado observó aquellas ruinas industriales, completamente desiertas y con aspecto de haber sido abandonadas hace años. Aquel lugar no parecía un buen sitio para reunirse con nadie. No se veía ni un alma en ninguna dirección y en el ambiente reinaba una sensación de desolación y decadencia.

Con un gesto brusco, el copiloto empujó a Brian y lo tendió sobre el coche para cachearlo. Era evidente que aquel gorila no iba a pararse en cortesías ni en explicaciones. Y durante más de cinco minutos, se dedicó a cachearlo exhaustivamente. Cada uno de los bolsillos de Brian fue concienzudamente examinado y vaciado. Hasta tiró al suelo una pequeña grabadora de bolsillo, típica de un periodista, que Brian llevaba bien a la vista en el bolsillo de su camisa.

—¡Eh! —protestó Brian—. ¡Que es mi herramienta de trabajo!

El copiloto giró a Brian sin esfuerzo, y sin mediar palabra, le propinó un formidable e inesperado puñetazo que lo tiró al suelo. Aturdido, Brian se levantó con dificultad; justo a tiempo para ver cómo sacaba de su chaqueta una pistola negra y lo encañonaba con una media sonrisa de satisfacción.

—Basta de cháchara. A partir de ahora harás lo que te digamos.

Brian comprendió: Ya no había testigos. Ni turistas ni curiosos. Sus captores ya no tenían la necesidad de mantener las apariencias.

La pantomima se había acabado. Estaba en sus manos.

Aun así, Brian decidió apurar un poco más la baza del periodista y la entrevista. Quizás el puñetazo de aquel simio había sido una licencia que se había tomado al margen de sus instrucciones. Un poco de indignación podría aplacarle los ánimos.

—¿Es que se ha vuelto loco? —exclamó Brian, con toda la dignidad de la que pudo hacer acopio—. Trabajo en el USA Today y vengo a entrevistar a Mukhtar al Din. ¿Cómo se atreve a golpearme?

El hombre armado levanto de nuevo su pistola, apuntándole directamente a la cabeza.

—Una palabra más y te mando derecho al infierno. Ahora camina. ¡Vamos!

Abdul sabía que no debía matar al extranjero. Mukhtar lo quería vivo. Pero también sabía que una amenaza directa siempre es efectiva, sobre todo si va acompañada de una pistola en la cabeza. Confiaba en que aquello fuera suficiente para aplacar al extranjero.

Brian plegó velas y decidió rumiar una fingida indignación. Aquel bestia no era un mandado cualquiera al que se pudiera presionar. Al menos ahora lo sabía.

Brian comenzó a caminar por la calle central del polígono, flanqueado por sus captores, que no le quitaban ojo de encima. No parecían seguir ningún rumbo definido. Tan solo dejaban atrás edificios destartalados y adoquines colonizados por la arena y el olvido. La brisa de la mañana transportaba el leve murmullo de la autopista. Un sonido lejano que se escuchaba sordo, como atenuado.

Al cabo de unos doscientos metros le ordenaron entrar en uno de los edificios. Se trataba de una especie de taller de maquinaria, ruinoso y destartalado, cuyo piso superior estaba parcialmente derruido. En la planta baja se agolpaban varias decenas de máquinas industriales, vetustas y oxidadas, que en otra época quizás sirvieron como taladradoras, rectificadoras o fresadoras.

Caminaron con cuidado por la nave, esquivando escombros y hierros retorcidos. Brian se preguntó qué demonios estaban haciendo en ese lugar. ¿Serían aquellas ruinas el lugar de la entrevista? No se imaginaba a Mukhtar apareciendo por una esquina, entre escombros e inmundicias. Ahí no había nada.

Abdul le indicó que se detuviera. Estaban en mitad del taller. Brian escudriñó el lugar para ver si había alguien, pero aquello estaba desierto. Un súbito sentimiento de peligro le asaltó como un rayo. ¿Acaso lo habían llevado ahí para liquidarle? Era el sitio perfecto: un lugar discreto y apartado. Aunque la verdad es que podían haberle disparado fuera y nadie se habría enterado.

Mientras Brian elucubraba sobre su situación y su destino, Abdul le dijo algo al chofer, que se adelantó unos metros y rodeó una pesada máquina de taladrado. Brian lo oyó resoplar al otro lado. Estaba manipulando algo. Se oyó un sonido chirriante, como de una tuerca oxidada girando, y de repente el chasquido dio paso a un sonido grave y penetrante. El sonido de un mecanismo bien engrasado.

Frente a sus ojos, la mole entera de la máquina de taladrado, una estructura que pesaría más de dos toneladas, se estaba moviendo lentamente. Avanzaba milímetro a milímetro por unas guías oxidadas, revelando a cámara lenta el secreto que ocultaba bajo su estructura.

Un enorme agujero, negro y terroso, apareció en el lugar en el que estaba la máquina. Se trataba de una cavidad de casi tres metros de diámetro que se hundía en la tierra varias decenas de metros. Bajo la enorme mole de la fresadora, aquella entrada estaba bien oculta. Nadie se imaginaría nunca que ahí había un túnel. Fijadas a la pared del agujero había unas pequeñas escalerillas metálicas que se adentraban en lo profundo. Brian se asomó al borde con cautela y pudo ver en el fondo una pequeña abertura que se abría paso bajo la tierra: El inicio de un pasadizo. Brian maldijo su mala suerte.

Un túnel estrecho que implicaba el descalabro de sus planes.

—Entra ahí —le ordenó Abdul—. Y no intentes nada, que te estoy apuntando.

Brian, atenazado por la angustia y la sorpresa, no sabía qué hacer. Entrar en aquel túnel subterráneo significaría perder el contacto con Orión. Su localizador enmudecería y nadie acudiría a su rescate. Y estaría solo.

Sin embargo, la verdad es que tenía pocas opciones. Si decidía no entrar tendría que encararse con sus captores. Y enfrentarse a dos hombres armados era un suicidio. Una vez descubierto el pozo, los terroristas se habían asegurado de mantenerse a una prudente distancia. Brian pensó a toda velocidad. Probablemente, al túnel solo lo acompañaría uno de ellos. El otro se quedaría para cerrar el agujero y llevarse el coche de vuelta. Si al final decidía enfrentarse, quizás en el pasadizo tuviera mejores opciones. Oscuridad, estrechez… el túnel ofrecía un terreno más favorable.

Por otra parte, seguía sin cumplir su misión. Él había acudido a rescatar a Susan, y lo cierto es que ni siquiera la había visto. Podría estar en cualquier lugar. Brian no sabía a dónde conducía el túnel, ni si habría un laberinto de madrigueras bajo tierra, pero lo cierto es que probablemente condujera a la guarida de Mukhtar. Y a Susan. Incluso cabía la posibilidad de que al final del pasadizo volvieran a salir a la superficie, quizás a una casa.

Finalmente, se decidió. Entraría en aquel lugar y ya vería como se las arreglaría. Y si aquello le suponía la muerte, al menos la habría conquistado junto a Susan.

En el despacho de Campbell, un ojeroso Pyrik daba cuenta de los resultados obtenidos. La cosa pintaba mal. No habían conseguido obtener más información del confidente. Lo habían intentado todo, pero el mismo Moshé Lieberman se había dado por vencido. Les aseguró que aquel hombre no conocía la identidad del topo ni la localización de los explosivos. Tan solo había podido darles los nombres de otros dos muyahidines de bajo nivel. Ni siquiera sabía dónde se encontraba Mukhtar.

—Al parecer, nuestro confidente forma parte de una célula aislada de Al-Isra. Nos asegura que oyó una conversación de los planes del atentado a un compañero suyo, Mohamed Fartuk. Lo estamos buscando, pero… nos puede llevar algún tiempo.

—Eso es precisamente lo que no tenemos —gruñó Campbell, pensativo.

Hacía apenas tres horas que habían perdido la señal de Brian Wilson en una zona industrial abandonada cerca de Jerusalén. Tan pronto como perdieron el contacto, el equipo de MacKree se desplazó inmediatamente al lugar. Solo tardaron siete minutos en llegar, pero la teniente informó de que el lugar estaba desierto. El punto exacto de la última señal emitida por el localizador era un edificio ruinoso lleno de maquinaria oxidada. Se pasaron más de dos horas intentando localizar algún túnel, sin resultados. Quizás los terroristas habían conseguido inhibir la señal de alguna otra manera. O lo habían matado; el localizador solo funcionaba con personas vivas. Al cabo de dos horas MacKree se convenció de que allí no había ningún túnel y ordenó regresar a Jerusalén.

—¿Cómo van las investigaciones en el complejo Weizman? —preguntó Pyrik.

Campbell se repuso de su ensimismamiento.

—El equipo del capitán Davis está haciendo un buen trabajo, pero aún así…

—¿Han identificado al terrorista?

—En realidad no. Tienen que ir con mucho cuidado y no levantar sospechas. Se han reunido con el director del experimento y le han explicado la situación. Juntos han revisado las fichas de los trabajadores más recientes. Al parecer la última tanda de contrataciones se realizó sin apenas verificaciones de antecedentes. Tenían mucha falta de mano de obra y se saltaron los protocolos de seguridad. Dicen que nadie pensaba que fueran un objetivo terrorista. Incluso ahora no se lo creen: piensan que se trata de un malentendido. O una falsa alarma. ¡Científicos! —bramó Campbell—. Parece que estén en la luna.

—¿Y? ¿Han conseguido algo?

—Han hablado con la mayoría de los nuevos contratados. Han intentado evaluar su comportamiento y les han preguntado por movimientos sospechosos. Ten en cuenta que nuestros chicos no son investigadores; son soldados. Están haciendo lo que pueden. Davis me ha comentado han conseguido reducir la lista de sospechosos a cuatro. Los han llamado por megafonía para una reunión sobre salarios, pero por el momento solo ha acudido uno de ellos. Que evidentemente, no tiene nada que ver con el atentado. Estamos a la espera de que se presenten los otros tres; los han convocado hace apenas diez minutos.

—¿Cómo se llaman?

—Habib Alí, Hassan Almaseran y Jubal Huseini. Pero además tenemos otro problema.

—¿Cuál?

—El consejo rector del complejo se niega a cancelar el experimento y a evacuar las instalaciones. No creen que haya un peligro real. Dicen que son unas instalaciones civiles de carácter científico y que nunca han recibido ninguna amenaza.

Habib estaba asustado. Por primera vez, veía la posibilidad de que la acción pudiera fracasar. Era la segunda vez que lo llamaban por megafonía. Para hablar de salarios. ¿Un domingo? Allí había algo extraño. Aunque la verdad es que hacía tiempo que le habían prometido una revisión de su contrato. Además, el jefe de personal estaba hasta arriba de trabajo, de modo que no sería raro que trabajara los domingos… quizás la convocatoria era sincera, después de todo.

Habib no sabía qué hacer.

Por un lado, lo más seguro era no asistir, pero lo habían llamado ya dos veces y corría el riesgo de que cualquier compañero o conocido le preguntara por qué no respondía a la llamada. Alguno de ellos ya lo miraba de reojo, o eso le parecía a Habib, que empezaba a ver rostros acusadores por todas partes.

Aún faltaban tres horas para el experimento. El plan de Habib era realizar su trabajo con normalidad hasta que diera comienzo el experimento. Entonces se acercaría al lugar donde había colocado la bomba y la detonaría en el momento de máxima potencia del acelerador. Pero su plan se estaba viendo comprometido con esa inoportuna llamada.

Aunque se sentía tentado de acudir, finalmente tomó la decisión de ignorar la convocatoria. Era lo más seguro. Y para evitar suspicacias, decidió quitarse de la circulación y acudir desde ya al lugar donde tenía colocada la bomba. Se escondería allí, agazapado entre las cajas de repuestos. Oculto de miradas indiscretas y de llamadas. Satisfecho con su decisión, tomó un vehículo eléctrico de mantenimiento y se dirigió al piso inferior, desde donde se donde se accedía al anillo del acelerador. No iba a permitir que nada ni nadie se interpusiera en su camino. Su destino era terminar el trabajo de su padre y hacer volar por los aires aquellas instalaciones del diablo.