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Ya más calmado, Brian repasaba con emoción los recuerdos que tenía de Susan, recorriéndola con la memoria y disfrutando a cada momento con su presencia rescatada. Y con los nuevos momentos que habrían de venir.

Se encontraba en Jerusalén. Un vuelo infernal en un avión militar lo había llevado a la ciudad de la paz en menos de siete horas. Pero esta vez no hubo zarandeo ni turbulencia que lo descentrase de su objetivo y de su plan. En el vuelo lo acompañaban MacKree, Davis y quince efectivos de operaciones especiales que se sumarían a los diez ya desplegados en Jerusalén.

Campbell se sintió impresionado por la determinación de Brian de continuar con la misión.

—Muchacho, tu novia puede sentirse orgullosa de ti —le dijo, mirándole a los ojos con gran solemnidad. El general le tendió la mano, estrechándosela con firmeza—. Y también tu país, que no olvidará tu ayuda en estos tiempos difíciles… Y no te preocupes, que no vas a estar solo: nuestro equipo intervendrá en cuanto fijes el objetivo.

El plan de Orión era sencillo. El localizador de Brian les daba su posición. La hipótesis de inteligencia era que la reunión se celebraría en el cuartel general de Al-Isra, probablemente en Cisjordania. Tan pronto como estuviera con Mukhtar, los muchachos de operaciones intervendrían sin esperar a que se marchara. Brian tan solo tenía que entretener al clérigo y mantenerse con vida hasta que acudiera la caballería. Y una vez que Orión entrara en escena, sus órdenes eran encontrar un buen agujero, ocultarse lo más dentro posible y mantenerse al margen. Pero Brian tenía sus propios planes. Y estos pasaban necesariamente por tener localizada a Susan antes de que se produjera el combate. Porque habría un enfrentamiento; de eso estaba seguro. Las cosas podían ponerse feas, y si la operación se torcía quería tener a Susan a su lado.

De todas formas no era un mal plan. Al fin y al cabo, Susan y él solo tendrían que aguantar frente a Mukhtar unos pocos minutos, y el equipo de Orión era formidable. Brian confiaba en que no lo llevaran bajo tierra y que su localizador pudiera funcionar sin contratiempos.

Y si no era así, asumió con resignación que tendría que buscarse la vida. Como siempre.

Como en los viejos tiempos.

Al-Isra lo había citado en el mismo lugar que la vez anterior: La Puerta Nueva, junto al barrio musulmán de la Ciudad Vieja. Habían quedado a las doce del mediodía, y aunque aún quedaba más de una hora para la cita, esta vez decidió que llegaría con la suficiente antelación.

Caminando por el barrio armenio, y ajeno a las celebraciones del domingo, Brian pensaba en lo que le aguardaba. Tenía muy claro que si algo fallaba estaría solo. Confiaba en que al menos le mostraran a Susan rápidamente, ya que tener que localizarla dificultaría mucho el rescate. Nuevamente se la imaginó sola, vejada e indefensa y un escalofrío le recorrió toda la espalda. Sintió un inesperado deseo de llorar, que fue rápidamente barrido por una férrea voluntad de hacer lo que fuera necesario por rescatarla. Tal y como había aprendido en la guerra, Brian se concentró completamente en el plan y en lo que tenía que hacer. Y en unos pocos minutos, su respiración se normalizó, todos sus sentidos se acentuaron y su mente dejó de elucubrar con posibilidades y situaciones. Ya nada lo distraería de su misión. Ni el ambiente festivo del barrio cristiano, que celebraba la festividad de San Agustín, ni el bullicio comercial del zoco musulmán le afectaban.

Se había convertido de nuevo en un soldado en misión de combate.

Tal y como había previsto, llegó con quince minutos de antelación al lugar de encuentro. Era finales de Agosto y Jerusalén era un hervidero de actividad. La entrada Norte de la Ciudad Vieja estaba repleta de gente, fundamentalmente turistas, rebosantes de botellines de agua y de bolsas con compras. Se les podía distinguir por su vestimenta: Shorts y camiseta de tirantes, sandalias, gafas de sol y visera. El kit del veraneante. Un sol de justicia caía a plomo sobre la ciudad, y los turistas procuraban escapar de él hacinándose a la sombra. Brian echó una ojeada por los alrededores de la Puerta Nueva, y pese a las aglomeraciones pronto divisó un rostro conocido: Un enorme guardaespaldas, vestido con pantalón negro y camisa blanca lo aguardaba impertérrito bajo el sol abrasador del mediodía. Se trataba de la misma persona que lo recogió hacía casi un mes en aquel mismo lugar. Un muyahidín.

—Esta vez parece que todos hemos llegado pronto —le dijo Brian con una sonrisa. Confiaba en sonar desenfadado.

Su interlocutor no le contestó.

Parecía molesto. Quizás había esperado que Brian se retrasara de nuevo. O no encontró una réplica lo suficientemente mordaz con la que contestarle. Al fin y al cabo, no parecía tener muchas luces. Eso sí, su tamaño era impresionante.

Le condujo por entre la multitud hasta un vehículo aparcado junto a la muralla y le indicó por señas que entrara. Era el momento de la verdad. Una vez entrara no habría marcha atrás. Pero Brian estaba decidido; respiró hondo y se metió en el coche. Los aguardaba un conductor de aspecto siniestro: tenía la cara surcada por profundos tajos y cicatrices, algunas de ellas mal curadas. Un rostro difícil de interpretar. Tan pronto como cerraron las puertas el chofer arrancó el vehículo, enfilando la carretera con rumbo desconocido.

—¿Cómo has dicho?

El general Campbell, pálido como un fantasma, tensó el rostro en un feo gesto de incredulidad y sorpresa. Se hallaba conversando por videoconferencia con la teniente MacKree. Ella y el capitán Davis habían acudido a Jerusalén junto con Brian para coordinar la operación Al-Isra.

—Me lo acaba de confirmar nuestro equipo —aclaró MacKree, ligeramente nerviosa. Eran muy malas noticias—. Al parecer, han obtenido la información esta misma mañana de una fuente completamente fiable: Hoy mismo Al-Isra tiene planeado realizar un atentado contra el instituto Weizmann. Han conseguido introducir un artefacto explosivo y cuentan con una persona infiltrada en el complejo que la hará detonar durante el experimento de esta noche.

Campbell cerró bruscamente los ojos y bajó la cabeza. Y tras un instante, golpeó la mesa con impotencia. Comenzaba a estar harto de que todo saliera mal. Permaneció así un rato, maldiciendo por lo bajo mientras trataba de serenarse.

—¿Sabemos quién es esa persona? —preguntó al fin.

MacKree suspiró, preocupada.

—Por desgracia, no. El informador afirma que no conoce su identidad. Nuestros chicos lo han apretado todo lo que han podido, pero solo han conseguido lo que le acabo de comentar.

—¡Joder! —respondió Campbell. Se dejó caer pesadamente sobre el sofá de su despacho, quedando parcialmente fuera de foco—. Estamos de mierda hasta el cuello —murmuró, pensativo—. El experimento es esta noche.

—Podemos intentar localizar al terrorista infiltrado en el complejo. Llamar a las autoridades hebreas y sitiar el lugar. Seguro que acabaríamos encontrándolo. A él… o a el explosivo.

—Es demasiado tarde para hacerlo de ese modo —respondió Campbell, negando con la cabeza—. El atentado es inminente. Por lo que me cuenta, tan solo están esperando a que se realice el experimento para multiplicar los efectos de la explosión. De modo que tendrán la bomba ya dispuesta y activada. Si llenamos el lugar de controles y policía sospecharán que conocemos sus intenciones y detonarán el explosivo sin esperar al experimento. Y se cargarán el acelerador. Por no hablar de las víctimas mortales.

—Entonces desalojemos el complejo. Cancelamos el experimento, y si han de detonar el artefacto, por lo menos que no cause víctimas.

—Seguiríamos perdiendo el acelerador. Que ahora mismo es el único en el mundo con la potencia suficiente para realizar ese experimento. ¡El único capaz de refutar la teoría de que el Universo es increado; de que Dios no existe! No puedo ponerlo en riesgo.

—Pensaba que los científicos le habían dicho que la refutación de la teoría era una posibilidad muy remota. Que en realidad esperaban poder confirmar el acontecimiento.

Campbell, molesto, se revolvió en su asiento. Aquella mujer a veces conseguía exasperarlo. Era como un grano en el culo, el tipo de ayudante que siempre duda de tus análisis. No debía olvidar ascenderla a capitán cuando todo terminara. Adjuntos así no se encuentran todos los días.

—Efectivamente, eso es lo que nos han dicho… oficialmente. Pero la realidad es que nos están vendiendo más certezas de las que poseen. Créame, teniente, los científicos no las tienen todas consigo. Ayer nos insinuaron que podría haber un fallo en la teoría, y que este experimento trata de buscarlo. El lenguaje que emplean y su propia prudencia no les permiten ser más explícitos. Hay que saber escucharlos. En el fondo los científicos hablan como los políticos: No se quieren mojar en sus declaraciones para no quedar con el culo al aire. Por eso hablan tanto y dicen tan poco.

—General, ¿está seguro de que eso es así, o es lo que le gustaría que fuera?

—Créame, es así —le aseguró Campbell con tono firme—. No le digo que sea algo seguro, por supuesto; tan solo que es una posibilidad clara que existe. Y no pienso dejar que se malogre por una banda de terroristas fundamentalistas.

MacKree entendió que la discusión había terminado. Y aunque personalmente le costaba creer que el experimento fuera algo más que una comprobación rutinaria, el general parecía convencido. Y eso le bastaba.

—Bueno, sea como fuere, no tenemos muchas opciones. ¿Qué quiere que hagamos?

El general permaneció pensativo unos instantes, calculando las posibilidades y sopesando las opciones de que disponía. Que efectivamente no eran muchas. Finalmente tomó una decisión.

—Quiero que desplace a un equipo de intervención al acelerador. Que investiguen la posible identidad del terrorista pero que lo hagan con discreción. Que busquen entre el personal incorporado recientemente, que pregunten por comportamientos extraños o sospechosos… no sé, que improvisen. Pero con cautela; sin llamar la atención.

—General, el complejo es enorme. Y trabajan miles de personas.

—Limítense al personal que trabaja directamente con el proyecto de esta noche. Además, hoy es domingo, habrá menos personal.

—Lo intentaremos, general, pero… no sé, no creo que eso nos lleve a localizar al infiltrado.

—Puede que sí o puede que no. Ya veremos. Pero llegado el momento, tendremos colocado al equipo de intervención listo para actuar.

—¿Llegado el momento?

Campbell se puso a garabatear unas líneas en una hoja de papel.

—Así es. Quiero que cojan al informador que les ha revelado lo del atentado y que lo expriman como a un limón. No me importa lo que le hagan. No me importa cómo lo traten: utilicen los métodos que consideren oportunos. Quiero además que contacten con Moshé Lieberman. Es un agente del Mosad especialista en interrogatorios. Nunca falla. El les ayudará a obtener esa información. Si su informador conoce al topo se lo dirá, se lo aseguro.

La mirada del general se había vuelto dura e implacable. Campbell introdujo el papel el la máquina de fax, y al cabo de unos segundos el documento apareció al otro lado de la línea. Al leerlo, la teniente no pudo reprimir un suspiro de inquietud: se trataba de la dirección del tal Lieberman, sin duda alguna un torturador profesional. MacKree entendió que aquello era algo que debía hacerse, pero secretamente confió en no tener que supervisar ella misma aquel trabajo.

—Una última cosa —le dijo Campbell, mientras escudriñaba un monitor situado a su derecha—. Esta misión tiene prioridad absoluta. Según parece, la gente de Al-Isra está llevando al señor Wilson hacia el norte. Eso encaja con los informes de inteligencia. Y nos deja libres a la mayoría de nuestros equipos de intervención —Campbell se inclinó hacia delante, apoyando los brazos sobre la mesa y señalando hacia la pequeña cámara de videoconferencia de su despacho—. Que el retén que cubría la zona norte de Jerusalén continúe con los planes de apoyar a Wilson. El resto, en cuerpo y alma a localizar al terrorista infiltrado.

MacKree tardó unos segundos en responder. Sabía lo que esa orden significaba.

—Bueno… yo misma estoy asignada al cuadrante norte, pero… eso significa asumir muchos más riesgos con Brian. No… no sabemos con certeza que el encuentro se vaya a producir al norte de Jerusalén. Están en la ronda norte de la autopista, pero podrían dirigirse a cualquier parte. Y si no van al norte, nuestro tiempo de reacción aumentará enormemente. Es… es un gran riego, señor. No sé… da la sensación de que sacrifica a Brian Wilson.

—Si tiene alguna otra sugerencia, este es el momento de soltarla, teniente.

MacKree bajó la mirada.

—No la tengo, señor.

—El sillón de mando implica muchas veces elegir entre malas opciones —le contestó Campbell, que había adoptado un tono profesoral—. Y aunque tengamos una mala mano, en este momento lo más importante es el acelerador y el experimento. De todas formas, no es verdad que abandone al señor Wilson. Le recuerdo que si localizamos a Mukhtar habremos encontrado al organizador del atentado. Hasta es posible que sea él quien dé la orden final. De modo que espero que podamos intervenir en la reunión que ese hijo de puta va a tener con Brian Wilson. Intervenir y hacer que nos revele los detalles del atentado. Y son usted y su equipo norte quienes están a cargo de ello. Confío en su capacidad —Campbell hizo una pequeña pausa—. Pero eso no quiere decir que lo apueste todo a esa carta. En este momento resulta fundamental diversificar las opciones. Y debo fiarme de los informes de inteligencia, que sitúan el punto de reunión más probable en Cisjordania.

—Señor… no tiene por qué darme explicaciones. Lamento si ha dado la impresión de que discutía los planes.

El general sonrió, divertido.

—No sea idiota… está aquí para eso. El Presidente la ha nombrado mi ayudante personal, ¿no lo recuerda? Pues haga su trabajo y réteme con sus opiniones. Ya le diré yo cuando se pasa de la raya, no se preocupe.

MacKree sonrió.

—Si, señor.