Aquella mañana de sábado, el general Campbell se encontraba en su despacho, en la planta sub siete de Orión. Se encontraba bastante bien, dadas las circunstancias. Había pasado buena noche, aunque notaba que las náuseas lo acechaban, y sabía que en cualquier momento comenzaría a tener ganas de vomitar.
Tocaba despachar con su jefe, por lo que el general estaba a la espera de que la centralita de la Casa Blanca estableciera la conexión telefónica con el despacho oval. Mientras esperaba, Campbell observó las fotos de su familia. Una punzada de remordimiento le atacó el estómago, ya de por sí debilitado por la medicación.
Al otro lado del teléfono, el Presidente Perrie estableció contacto con Campbell. Parecía preocupado.
—Hola, John. ¿Cómo te encuentras esta mañana?
Campbell se encogió de hombros.
—Voy tirando… Cuando no tengo sesión de quimio me encuentro mucho mejor.
—El lunes vuelves al hospital, ¿no? —se interesó el Presidente.
—Si; tengo que continuar con el tratamiento. Además, gracias a tus gestiones, el complejo Weizmann dio ayer luz verde al nuevo experimento. Hoy están calibrando la instalación y es de esperar que mañana por la noche sometan al acelerador a la carga máxima. Será entonces cuando tengamos más información.
—Mañana… —susurró el presidente, pensativo—. El día del señor. Te aseguro que todas las noches sueño con que esta pesadilla se termina. Y todas las mañanas me levando con un nuevo incidente. Ayer tuvimos que intervenir a Citibank —el presidente suspiró—. John… la histeria se está extendiendo entre la gente. Como esto siga así…
—¿Declararás el Estado de excepción?
—Es una opción que barajamos… solo si los disturbios aumentan. De momento se limitan a zonas rurales y al sur del país. Pero tal y como están los ánimos…
—Y tal y como va la economía. Hoy Wall Street ha vuelto a cerrar, ¿no?
—Así es —confirmó el presidente—. El pánico se extiende como una balsa de aceite. Por eso manejamos la posibilidad del Estado de excepción como una posibilidad. En algunos países de Europa ya lo han hecho.
—Bueno, allí el suicidio del Papa católico ha causado mayor impacto. Y su economía se ha visto más afectada.
—No sé, no creo que esa ola tarde mucho en llegarnos. Mira América Latina.
—Bueno, allí son más… coléricos.
—Amigo, creo que no conoces bien a muchos de nuestros compatriotas. Esto va a ir a peor. Y no solo por la economía. En las redes sociales de Internet están proliferando grupos que promueven la anarquía. El grupo “No hay dios. No hay ley” tiene doce millones de seguidores. Se han inventado una ética propia, como si fueran un grupo gigante de pandilleros. Y es lo único que acatan. Por el momento solo es un grupo de Internet, pero sus ideas proliferan como setas. La gente está asustada y sin dirección, John. Y si no controlamos la situación, en pocos meses perderán sus trabajos y marcharán hacia el Capitolio —el presidente sonrió, irónico—. La rebelión de las masas.
—Joder, Don, te veo fatal.
—Toda esta mierda me está desquiciando. Esto no es solo una crisis mundial… ni financiera. Esto para mí es también una crisis personal. La mayor de mi vida. Todas mis creencias, mis convicciones… al garete. Uno se queda sin saber qué demonios hacer, ni en qué pensar, ni cómo comportarse. Sin dirección ni objetivos. —Donald Perrie realizó una larga inspiración, abatido—. Pero en fin, ¡qué te voy a contar que tú no sepas!
—Ya. Bueno, poco podemos hacer, ¿no? —replicó Campbell con un deje de sorna—. Otra vez Jomati.
El presidente sonrió.
—Hacía muchos años que no oía esa expresión. Pero si, estamos Jomati. Lo bueno de eso es que entonces ya sabemos lo que tenemos que hacer, ¿no?
—Tú me lo enseñaste, Don.
El general imitó la grave voz del Presidente: “Solo hay un camino en el frente. Cuando estás Jodido, Machacado y Tirado, hay que apretar los dientes, cumplir con tu deber y confiar en que tus compañeros de unidad harán lo mismo. El resto está en manos del todopoderoso.”
—Ya. ¿Y en manos de quién estamos ahora, John? —preguntó el presidente con voz resignada.
—Mucho me temo que en este momento solo podremos contar con nuestras propias fuerzas —respondió Campbell, muy serio.
—Así es. Y en ello estamos. En fin, te tengo que dejar; avísame cuando comience el nuevo experimento.
El general Campbell cortó la conexión con la Casa Blanca. Había encontrado al Presidente especialmente preocupado y pesimista, pero la verdad es que el mundo entero estaba en un estado de shock.
Apenas unos segundos después de cortar la conexión, la teniente MacKree entró como una exhalación en el despacho del general. Sin llamar ni apenas saludar, le tendió un papel en su escritorio.
—¿Qué demonios es esto? —gruñó Campbell, sorprendido por aquella entrada.
—Nos acabamos de enterar de que Al-Isra ha secuestrado a la novia de Brian Wilson —le soltó MacKree de golpe.
El general abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Cómo has dicho?
—Trabajaba con él en el USA Today. Hacía una semana que no acudía al periódico. Una compañera de trabajo ha entrado en su casa y se ha encontrado con esta nota —MacKree cogió la nota que había dejado en el escritorio de Campbell. Aún se leía la frase Brian Wilson. Al-Isra—. Como te imaginarás, la policía está buscando a Brian.
—¡Maldita sea! —exclamó Campbell. Su plan de enviarlo a entrevistar a Mukhtar se veía ahora comprometido—. ¿A qué viene ahora esto?
—Bueno, señor… —replicó MacKree, pensativa— es evidente que el objetivo era él… pero está con nosotros, de modo que no lo han podido localizar. Y han ido a por su novia. La nota que han dejado le nombra a él directamente.
Campbell miró fijamente a la teniente.
—¿Un cebo? —preguntó—. ¿Por qué motivo pueden estar tan interesados en contactar con él?
—Es posible que lo necesiten para algo. Quizás para otra entrevista. El secuestro ha sido anterior al nuestro contacto con ellos.
—Secuestrar a la novia de un periodista no me parece un buen sistema para pedirle una entrevista… —señaló Campbell—. No, algo ha debido de pasar entre Al-Isra y Brian Wilson. Algo malo. Y sea lo que sea, dificulta gravemente la misión —el general se quedó pensativo un buen rato—. Por lo que me cuenta, no creo que Al Isra lo reciba con los brazos abiertos. Ni que lo suelte sin más. Me temo que el señor Wilson va a tener que correr un riesgo mayor del previsto inicialmente. Y nosotros tendremos que estar muy atentos. E intervenir en cuanto se produzca la reunión, sin esperar a que Brian se marche.
—¿Cómo dice? ¿Pretende seguir con la misión? —la teniente MacKree se sentó en la butaca que estaba frente a Campbell—. Es evidente que Brian ya no es bienvenido, ¡lo matarán en cuanto aparezca!
—Es una posibilidad. Pero no olvide que tiene un transmisor. Nuestros muchachos intervendrán y neutralizarán a los terroristas.
—Eso si la reunión no se produce bajo tierra.
—Bueno, es poco probable que eso suceda. Tienen cientos de casas y pisos francos en las aldeas de Cisjordania. Nuestros informes apuntan en esa dirección.
—Señor, no creo que Brian acepte cooperar bajo esas condiciones.
—No se preocupe, teniente —respondió Campbell, mirándola directamente—. No se lo vamos a decir. Tenemos una oportunidad única de desarticular una organización terrorista sanguinaria, a costa de un riesgo moderado, que en mi opinión es asumible. Además, nos acabamos de enterar de que las distintas…
—Discúlpeme, general —le interrumpió MacKree, azorada—. Yo… lo lamento, pero en este momento Brian Wilson está siendo informado del secuestro de su novia. Siendo un tema personal y afectándole a él directamente, entendí que debía informarle sin demoras. Lo siento de veras, no pensé…
El general Campbell se quedó quieto un momento, con expresión de fastidio. Acto seguido bajó la cabeza y se palpó las sienes con la mano. Pensativo.
—Lo lamento —repitió MacKree—. No debí hacerlo.
—La próxima vez deje esas decisiones en mis manos, ¿de acuerdo?
—Por supuesto, general.
—No me quedan opciones —señaló, finalmente—, así que tráigame al señor Wilson. A ver qué opina él. Hay algo que juega en su favor: hemos sabido que en las últimas horas, las distintas facciones palestinas han decidido declarar una tregua. Ya estamos a sábado, de modo que creo que tarden en hacerla pública. Por lo que me cuentas, probablemente Mukhtar no está muy de acuerdo con esa tregua, pero aún así se lo pensará muy mucho antes de romperla, y menos con un periodista occidental.
MacKree no pudo reprimir un gesto de incredulidad.
—Señor… ¿está seguro de esa información? Nuestro equipo sobre el terreno continúa enviando informes que apuntan a que Al-Isra está preparando un atentado de gran envergadura.
—La tregua se ha decidido hace poco. De modo que es normal que continúen preparando atentados. Ya sabe, por si hay que romperla. En cualquier es poco probable que se trate de nada relacionado con el señor Wilson, ¿no cree?
—Así lo espero, señor… así lo espero.
Cuatro plantas más arriba, Andy Davis terminó de describir la situación a Brian. Le relató las circunstancias del secuestro de Susan, y en un gesto de afecto poco habitual en él, colocó su mano en el hombro de Brian, mirándole directamente a los ojos. Brian los tenía desmesuradamente abiertos y parecía paralizado.
—Lo siento mucho, Brian. Es una putada. Haremos todo lo que esté en nuestra mano para localizarla. El equipo que tenemos desplegado en Jerusalén se pondrá inmediatamente con las investigaciones. Presionaremos a nuestros informadores a ver si saben algo. Generalmente, en estas situaciones suelen pedir un rescate, pero en este caso…
Pero Brian ya no oía las palabras del capitán. Su sonido resonaba a lo lejos como un murmullo espectral apenas audible. En la mente de Brian solo había espacio para una imagen: La de Susan Sullivan secuestrada y encerrada en algún minúsculo agujero. La podía ver con nitidez: los ojos llorosos, el vestido roto y un rostro descompuesto por el pánico, la incertidumbre y la humillación. Y a merced de unos terroristas sin escrúpulos.
Esa visión le hizo sentir náuseas.
Todo su cuerpo se había paralizado, incapaz de pensar ni de reaccionar, abrumado por la imagen fantasmal de una Susan indefensa.
Se sentía como si le hubieran robado una parte de sí mismo. Y súbitamente lo comprendió: Susan representaba para él mucho más que una medio novia con la que no acababa de comprometerse.
En aquel instante algo cambió en la mente de Brian. Un interruptor se activó en su cerebro y su percepción cambió completamente. Se dio cuenta de lo estúpido que había sido todo este tiempo. La había tenido ahí, frente a él, durante casi dos años y no había sabido reconocer en ella lo que ahora veía con nitidez: Susan Sullivan era la mujer de su vida, con quien deseaba pasar el resto de sus días y a quien realmente amaba. Ahora Brian lo veía claro, como si un velo de niebla y confusión se hubiera disipado de su mente. Había tenido que pasar una desgracia como esta para que por fin se diera cuenta: Amaba a Susan. Deseaba estar con ella, abrazarse a ella y no separarse nunca de ella. ¡Qué idiota había sido! En lugar de eso solo había sabido ser desconsiderado y condescendiente.
Brian sintió ganas de llorar.
Se daría mil golpes de cabeza contra la mesa por haber dejado pasar la oportunidad de amarla. Las ocasiones que habían pasado juntos le asaltaban en la memoria como si fueran puñales: En el periódico, en una cena, charlando de sus perros… Y una tras otra, le recordaban lo que pudo ser y no fue. Lo que debió ser y no supo aprovechar.
Las ocasiones que había desperdiciado.
El cambio que había experimentado con respecto a Susan era de tal magnitud que no se reconocía en su anterior vida. En su anterior comportamiento. El antiguo Brian le resultaba extrañamente frío y perdido. Porque en este momento, la sola idea de perder a Susan le hacía enloquecer de ansiedad. Si hubiera podido, en ese mismo instante se habría cambiado por ella. O mejor aún, habría ido a rescatarla. Sentía un irrefrenable impulso de salir corriendo en ese mismo momento; correr y correr hasta llegar al mismo Jerusalén y hacer algo.
Entonces se acordó. ¡Tenía concertada una entrevista con Mukhtar! Brian se emocionó de tal forma que comenzó a híper ventilar. Repentinamente, en su cabeza comenzaron a hervir cientos de pensamientos, planes y posibilidades de rescate, hasta casi bloquearlo de pura tensión. ¡Tenía la posibilidad de rescatarla! El torbellino de emociones y su excitación por aquella posibilidad le impidió oír al capitán Davis.
El capitán, asustado porque Brian no respondía a sus gritos, lo agarró por los hombros hasta casi zarandearle.
—¡Por el amor de Dios, Brian! ¿Qué demonios te pasa? ¡Te estaba hablando!
Brian regresó de su mundo interior, aterrizando nuevamente en aquella sala. Tenía los puños cerrados, apretados en tensión hasta casi clavarse las uñas. Lentamente destensó las manos, recobrando la compostura. Y súbitamente le asaltaron las urgencias. Una necesidad explosiva de actuar. Y de actuar ya. Debía reunirse con Mukhtar y salvar la situación. Ya pensaría como.
—Necesito hablar con el general Campbell ahora mismo —le urgió a Davis—. Quiero continuar con la misión.