Una fría ráfaga de inquietud recorrió toda la sala. Los clérigos, inquietos, se miraban unos a otros, murmurando sus experiencias y asimilando lentamente el alcance de la propuesta. Algunos de ellos, los más veteranos, asentían en silencio, mostrando su respaldo al plan. Otros dudaban.
Y uno de ellos se revolvía en su asiento, presa de la indignación.
Se encontraban en Jericó, a veinte kilómetros de Jerusalén, en la casa de Sharif Assam, líder de la Jihad Yessenir y uno de los más respetados combatientes palestinos. Aunque era ya noche cerrada, aún hacía calor. En verano, las temperaturas nocturnas apenas daban un ligero respiro. Los asistentes se habían reunido en una sala de la planta baja, y habían dejado abiertos unos grandes ventanales que daban a un huerto de naranjos.
Sharif había convocado a los líderes de las siete facciones palestinas más importantes, con el objetivo de acordar una línea de acción ante los devastadores acontecimientos que se habían producido en las últimas semanas.
La noticia del acontecimiento los había dejado descolocados. Y ver al Sumo Pontífice de Roma morir de aquella manera les había afectado más de lo que jamás admitirían.
—En definitiva, no podemos permanecer ajenos a la situación actual —dijo Sharif, observando a sus compañeros—. El mundo ha cambiado radicalmente, y nosotros debemos cambiar con él. Por eso creo que debemos declarar una tregua unilateral e incondicional.
Al oír aquello de nuevo, Mukhtar estalló.
—¡No me puedo creer lo que estoy oyendo, y menos proviniendo de tus labios! ¿Desde cuándo el venerable Sharif Assam ha cambiado la razón por la locura? —le espetó Mukhtar con desprecio—. ¿Acaso ya no crees en el poder de Alá?
—Ten cuidado con lo que dices, Mukhtar —le dijo un anciano situado en una esquina. Había sido uno de los que más de acuerdo se había mostrado con la idea de una tregua—. Y no olvides con quién estas hablando. El hermano Sharif no es un cualquiera. Y desde luego no es uno de tus muyahidín.
—No te preocupes, Saúl —le apaciguó Sharif, con un tono calmado—. Estoy seguro de que Mukhtar no ha pretendido ofenderme. He de reconocerle además una fe inquebrantable y a toda prueba. Ciertamente, hoy en día no está al alcance de todos ignorar los hechos y escapar hacia delante.
—¡¿Ignorar los hechos?! —respondió Mukhtar—. ¿Qué hechos? ¡El enemigo ha inventado todas esas mentiras para destruirnos! ¡Para minar nuestra fe!
—¿Ah, si? —estalló el anciano de la esquina— ¿Acaso el Papa de Roma se ha suicidado por eso? ¿Acaso las revueltas en todo el mundo, la quema de iglesias, de mezquitas, las manifestaciones y los tumultos son un plan mundial para destruirnos? ¡Abre los ojos, Mukhtar!
—Hermano Mukhtar —intercedió Sharif—, esta no es una discusión teológica, sino operativa. Te confundes si piensas que propongo una tregua porque haya perdido la fe en Alá.
—¿Acaso no es evidente? —le contestó Mukhtar con un tono duro.
—Mi fe en el todopoderoso continúa viva, aunque he de admitir que he decidido someter a meditación mis convicciones. Al fin y al cabo, de la reflexión serena y del recogimiento surge siempre la luz. Pero no es por eso por lo que creo que debemos declarar una tregua. El hecho es que, para bien o para mal, la noticia de la muerte de Alá ha calado en el corazón y en el alma de nuestros seguidores. Nuestro pueblo ha acusado el impacto del acontecimiento y ya no está en disposición de seguirnos como lo ha hecho hasta ahora. El desafecto y las revueltas populares han cundido en todo el mundo, incluyendo en el mundo musulmán. La bandera de Alá ya no concita al pueblo tras de sí. Si la enarbolamos de nuevo contra el enemigo, el pueblo no nos seguirá. Y es posible que hasta se nos ponga enfrente. La tregua que propongo es táctica. Debemos parar y esperar acontecimientos.
—¡Y reflexionar! —Bramó el anciano de la esquina.
En un arrebato de ira, Mukhtar se levantó de su silla, que tiró con gran estrépito.
—¡Este consejo se ha vendido al enemigo! —gritó, encolerizado—. ¡La tregua que proponéis es la rendición y la humillación del pueblo palestino y de Alá! ¡Y no pienso formar parte de esa traición!
Mukhtar, que hablaba a voz en grito, se había acercado a Sharif. Le miró a los ojos durante varios segundos, encarándose con gesto desafiante.
Acto seguido, se dio la vuelta y se marchó con paso airado. Dos miembros de la guardia de Sharif, armados con sendos Kalashnikov, hicieron el ademán de seguirlo.
—Dejadlo marchar —ordenó Sharif—. Ya conocemos a Mukhtar y sus arrebatos.
—¡Esta vez se ha excedido! —protestó un clérigo—. ¡Nos ha acusado de traición! ¡A nosotros! ¡Y digas lo que digas, te ha faltado al respeto! Hace tiempo que debíamos de haberle parado los pies.
—Es un buen combatiente —respondió Sharif—. Y para ser sincero, en el fondo desearía que fuera él quien tuviera razón y nosotros los equivocados.
Acompañado de sus dos guardaespaldas, Mukhtar salió de la casa de Sharif y montó en el coche que lo llevaría de vuelta a Jerusalén. Aquella reunión había sido una estupidez. Las demás facciones palestinas estaban lideradas por débiles y ancianos. Había sido buena idea cortar con ellos. Ahora sería él quien liderara la respuesta musulmana a la herejía occidental. Debía regresar con rapidez a su refugio en Jerusalén y poner en marcha el plan.
Pese a realizarse en plena noche, era un viaje peligroso. Tan solo debían llegar al túnel de Al-Azariyah, pero incluso así, el regreso no estaba exento de riesgos.
—Ha llegado la hora de que activemos el plan que llevamos tanto tiempo preparando —le ordenó a Abdul—. ¿Está Habib listo?
—Lleva ya varios días trabajando en el complejo Weizman, Ulema Mukhtar. Ha conseguido un puesto en el almacén de reaprovisionamiento. Es un chico muy inteligente. Apenas tuvimos que instruirle para las pruebas…
—Bien, bien —le cortó Mukhtar—. Así tendremos más fácil introducir los explosivos —Mukhtar se mesó la barba con las manos, pensativo—. Igual podemos hacerlo este mismo fin de semana.
—Ulema, estamos a viernes —señaló Abdul, escéptico.
—El fin de semana habrá menos vigilancia. Será más fácil. Y debemos actuar rápido. Antes de el grupo de perros y traidores consume su claudicación. El enemigo ha adormecido a nuestro pueblo con sus mentiras. ¡Pero yo salvaré al Islam de su letargo! Y del mejor modo posible: Una acción espectacular en el mismo corazón de la herejía —repitió Mukhtar, sonriente—. ¡Y cuando todo el complejo salte por los aires, el mundo entero comprenderá que no se puede desafiar a Alá ni a su profeta!
Abdul, que conocía bien la personalidad mesiánica de Mukhtar, cambió malévolamente de tema.
—¿Qué hacemos con la joven americana? La novia del periodista.
Mukhtar, un poco fastidiado por aquel requiebro, se quedó pensativo unos instantes. Al final, la idea del secuestro de Susan Sullivan había sido un acierto. De hecho, casi inmediatamente, el director del USA Today se había puesto en contacto con ellos solicitando una reunión entre Brian y Mukhtar. Una petición a la que habían accedido con entusiasmo.
—No la mates todavía. Quiero que el perro que asesinó a mi hermano la vea desangrarse antes de reunirse con ella en el infierno.