En las siguientes semanas la mayor parte del planeta pareció sumirse en un aciago sueño. Miles de millones de personas se despertaron una mañana con la oscura noticia de que la ciencia había demostrado que Dios no existía, junto con el brutal impacto del suicidio del Papa.
En las calles, un sentimiento extraño se adueñó de la gente. Los primeros días nadie reaccionaba. Sencillamente, era una noticia demasiado abrumadora como para saber qué hacer con ella y cómo manejarla. La idea de que no hay vida tras la muerte heló el corazón de millones de personas y mató sus esperanzas. Por supuesto, la revelación afectó más a aquellos que se definían como creyentes: En total, casi siete mil millones de personas. La gente se levantó una mañana sintiéndose más sola, más triste y desconcertada. El mundo parecía haber perdido intensidad de color, volviéndose gris y poco acogedor. Y aunque en menor medida, también las personas que se definían como ateas o agnósticas acusaron la noticia. La incertidumbre, el miedo a la reacción de la gente y la sensación de cambio de escenario fueron comunes a creyentes y a ateos.
Las televisiones y los periódicos repitieron una y otra vez el suicidio del Papa y se lanzaron, desaforados, a explotar el lado más efectista y dramático del descubrimiento, con titulares alarmistas del tipo de “El día en que todos morimos” o “Se acabó la esperanza”. Lo cual, evidentemente, no ayudó en nada a mantener la calma. Antes al contrario. El circo mediático aumentó enormemente el shock de la noticia y contribuyó a crear una ola de pánico que se extendió por los mercados financieros de todo el planeta. La histeria irracional de la sociedad y el miedo hundieron las bolsas. Los mercados, tradicionalmente asustadizos y desconfiados, sobre reaccionaron en masa. Se trataba de un temor al propio descontrol de la gente. Miedo al miedo. La incipiente aparición de revueltas y de tensiones geopolíticas fue la gota que colmó el vaso, provocando en las bolsas un escenario más propio de una gran depresión.
Nueva York, Fráncfort y Londres cerraron sus mercados de valores cuando, el una semana después de la noticia, las pérdidas llegaron al 15%. La conmoción económica, sin embargo, fue inevitable. Tras la última crisis financiera, la recuperación económica mundial estaba poco consolidada. Desorientados y con el susto en el cuerpo, los mercados financieros, ya de por sí miedosos, cayeron en una histeria en cascada y se pasaron tres semanas abriendo y cerrando. Y en ese tiempo, las caídas bursátiles llegaron al 45%.
No faltaron voces en la Iglesia que trataron de negar la noticia. Algunos grupos religiosos insistieron en una defensa ciega de sus convicciones. Sin embargo, su credibilidad estaba muy dañada. Enfrentados al peso de las pruebas, sus argumentos sonaban vacíos e interesados. Lo que sea por mantener el poder y la influencia. Lo cual caldeó aún más algunos ánimos. Frente a ello, los científicos ofrecían continuamente nuevas verificaciones y demostraciones, con experimentos asombrosos en los que creaban proto universos en miniatura.
Pero lo que convenció a gran parte del mundo no fueron solo las evidencias científicas, sino el rostro descompuesto de los grandes líderes mundiales —comenzando por el Presidente de los Estados Unidos—, y el brutal suicidio del Papa de Roma.
Un mes después de la noticia, sus efectos habían llegado hasta el último rincón de la Tierra. Los programas de televisión entrevistaron a psicólogos clínicos, que sugirieron que el mundo estaba transitando por las mismas cinco fases por las que se pasa para aceptar un hecho trágico, como el anuncio de una enfermedad terminal o de la propia muerte: Lo primero es negarlo. No creer en la noticia. Simular que aquello no va con uno. Mucha gente coqueteó varios días con esa idea. Sin embargo, es una fase que no suele durar mucho tiempo. Al final, las evidencias acaban por imponerse. Es entonces cuando el shock golpea en toda su crudeza, y el sujeto entra en la fase de ira. Ahí surgen los reproches y las quejas. La búsqueda de culpables, de un chivo expiatorio que pague por la catástrofe. Muchos lo encontraron en las religiones organizadas, aunque las revueltas y la quema de templos no fueron masivas.
Los especialistas explicaron que a ese periodo convulso lo siguen las fases de negociación, primero, y de depresión, después. Una depresión que puede ser larga y de la que algunos sujetos no salen nunca. Aunque, si hay suerte, el paciente termina por superarla y encara la última fase: La aceptación de los hechos.
En aquel momento, el mundo se debatía entre las fases de negación y de ira.
Como espoleados por la ocasión, los movimientos antiglobalización encontraron un nuevo blanco para su irritación: La Iglesia opresora. En menos de dos semanas, pasaron de ser unos grupos minoritarios de fanáticos a contar con el apoyo de miles de ciudadanos indignados. Mucha gente, sintiéndose engañada, y espoleada por un ambiente enrarecido, se lanzó a las calles para hacer oír su voz. Los desórdenes y las revueltas comenzaron a aparecer por todo el planeta, y en ocasiones fueron aprovechados por grupos de radicales y extremistas con intenciones antisistema. Unos disturbios que provocaron la muerte de cientos de personas, así como una poco selectiva destrucción de propiedades de la Iglesia. Un orondo anciano, en un estado visiblemente alterado, llegó a dañar irreversiblemente el cuadro de La virgen de las rocas, de Leonardo da Vinci, al entrar con un bote de laca en el museo Louvre y usarlo como lanzallamas. Alarmados, cientos de museos que mostraban arte religioso cerraron sus puertas.
El efecto dominó ya estaba lanzado. Y como una bola de nieve que cada vez se hace más grande, amenazaba con causar estragos.
Agobiados por las circunstancias, y por una escalada de tensión, la mayoría de los países occidentales decretaron el estado de alerta, con la esperanza de cortar las protestas y el vandalismo y ganar tiempo hasta que los ánimos de los más violentos se serenaran. Sin embargo, lo que no pudieron evitar fue que surgieran miles de predicadores y visionarios. Verdaderos profesionales de la agitación y del engaño, que anunciaban insistentemente el fin de los tiempos… a la par que ofrecían una vía para la salvación a cambio de un pequeño donativo. La Iglesia de la Cienciología anunció que todas sus previsiones se estaban cumpliendo, y que el mundo se debía preparar para la venida de Xenu. En algunas comunidades ultraconservadoras de Estados Unidos se produjeron suicidios, aunque no fue un hecho generalizado.
En el mundo islámico, la religión aún jugaba un papel determinante en la sociedad. Algunos países siguieron la estela occidental y se produjeron revueltas. Los regímenes árabes hacía tiempo que habían sustituido sus dictaduras laicas por democracias aparentes. Pero dominados por partidos islamistas, las jerarquías gobernantes tildaron la noticia de blasfemia y cortaron de raíz los tímidos disturbios. Irán, que hasta hacía pocos años había sido gobernado con mano de hierro por el régimen de los Ayatolás, y Turquía, un país de mayoría musulmana aunque con una constitución laica, sobrellevaron mejor la crisis. Pero en su conjunto, el mundo islámico acusó gravemente el tremendo impacto de la noticia. En países como Pakistán o Arabia Saudí fue donde se produjo una mayor resistencia a aceptar la verdad de los hechos. Una verdadera lucha entre fe y razón que en no pocos casos fue ganada por los clérigos a punta de pistola.
La habitación del hospital militar de Bethesda era espaciosa. Blanca, impoluta y con la última tecnología. No en vano aquel hospital era la joya de la corona del ejército.
El general John Campbell, recostado en una incómoda butaca de diseño que pretendía ser ergonómica, recibía una nueva sesión de quimioterapia. Tras varias semanas de tratamiento, los médicos le habían dicho que había un cuarenta por ciento de posibilidades de ralentizar la progresión de la enfermedad. Pero se habían mostrado evasivos a la hora de darle plazos o expectativas de vida, por lo que Campbell asumió que la probabilidad de detener la enfermedad era muy remota. Ni siquiera era seguro que el tratamiento sirviera de algo. El general había aceptado someterse a la quimioterapia por la presión de su familia; de haber dependido de él, ni siquiera se habría movido de Orión. Pero la teniente MacKree le convenció de que desvelara su situación y acudiera al hospital. Campbell acudió al más cercano.
Por si acaso.
Junto a él, su hijo Andrew le hacía compañía. Había relevado a su madre hacía apenas veinte minutos. Jane Campbell se había retirado a descansar al hotel, agotada después de varios días sin moverse del hospital. Sentado junto a su padre, el joven hojeaba aburrido una revista sobre armas.
—Estas revistas son una chapa —sentenció, tirándola sobre la cama—. No sé cómo no te aburres aquí sin nada que hacer.
—Hay una librería en el vestíbulo; ve y cómprame algunas otras.
—¿Cuáles quieres?
—Sorpréndeme. ¡Pero nada de revistas de videojuegos! Busca mi cartera; creo que está por ahí.
Mientras Andrew buscaba la cartera del general, una enfermera entró en la habitación. Manipuló con cuidado el gotero que surtía al general y le retiró la vía.
—Esta es la última de esta semana. ¿Cómo se encuentra?
—Como si me hubiera pasado un tren de mercancías por encima —gruñó Campbell.
—Es normal. Mañana y pasado toca descanso y se encontrará mejor. Volveremos el Lunes con la última tanda —la enfermera hablaba con esa mezcla de cercanía e indiferencia tan característica del personal sanitario—. Por cierto, ha venido gente a verlo. Los haré pasar.
La enfermera salió de la habitación y en su lugar aparecieron el coronel Pyrik y Bernardo di Lucca.
—Hola, John, ¿cómo te encuentras? —le saludó Pyrik.
—He estado mejor. Aunque no me curen, salir de este agujero será una bendición.
—Es la estrategia que seguimos los médicos —respondió Bernardo, sonriente—. Os incordiamos para que al daros el alta mejoréis con la tranquilidad…
—Ay, se me había olvidado que tú también eras un matasanos. Deberíais probar vuestra propia medicina.
El general se levantó con esfuerzo y se dirigió a la cama.
—Espera papá, yo te ayudo —intervino Andrew.
—Os presento a mi hijo Andrew, un prodigio en la pesca con mosca, y en unas semanas, estudiante de Derecho en la Universidad de Montana.
Entre los tres ayudaron a Campbell a llegar hasta su cama.
—Andy, ¿has localizado la cartera? Mira a ver si me consigues alguna revista que merezca la pena. Y tráeme también esas chocolatinas rojas; es lo único que me apetece comer.
Con un gesto cortés, Andrew Campbell se despidió de las visitas y salió de la habitación. Apenas traspasó la puerta se colocó unos auriculares, que conectados a un Ipod comenzaron a atronar con lo último de Mika.
—Me ha alegrado mucho conocer a tu hijo, John —señaló Bernardo, con una amplia sonrisa—. Parece un buen chaval. Creo que puedes estar orgulloso.
—Lo estoy —asintió Campbell, mirando pensativo la puerta por la que había salido Andrew.
—Pues ya está. No le des más vueltas —zanjó Bernardo—. He venido también para anunciarte que si no tienes inconveniente, me voy del país.
—Si, algo me ha comentado el coronel; te vas a Roma, ¿no es así?
—Así es; los Jesuitas celebran un sínodo extraordinario. Me han pedido que participe en él.
—Creía que ya no eras sacerdote —respondió Campbell.
—En realidad ya nadie lo es, ¿no? —intervino Pyrik—. Si no hay Dios no hay intermediarios.
—Hay una gran confusión al respecto —concedió Bernardo—. Pero eso es lo de menos. La Iglesia está destrozada y sin dirección. La Compañía ha convocado una asamblea para repensar nuestro papel. Ha invitado a laicos y a antiguos miembros. No sé lo que podremos hacer, ni las conclusiones a las que llegaremos. Pero creo que mi lugar está allí.
Campbell asintió.
—No olvido la promesa que te hice, Bernardo. Puedes marchar libremente.
—Gracias. Y puedes estar tranquilo; yo tampoco olvido las mías.
—Por cierto —terció Pyrik—, nuestro otro ilustre invitado ya está en disposición de solicitar una entrevista con Al-Isra. Con un poco de suerte conseguiremos localizar a Mukhtar.
—Creí que aquello ya no tenía interés —comentó Bernardo, dirigiéndose a Campbell—. ¿Aún queréis localizar la sede de Al-Isra?
—Lamentablemente, al desvelarse la noticia del acontecimiento ha dejado de ser una prioridad… pero aún estamos interesados en neutralizar a Al-Isra. No deja de ser un grupo terrorista violento que amenaza con romper la precaria estabilidad de la región. Y Brian se ha mostrado dispuesto a ayudarnos.
—¿Has oído lo de la India? —le preguntó Pyrik.
—Si, si… es terrible. Me imagino que el gobierno se habrá puesto nervioso. Porque eso tampoco es normal esa matanza. No sé cuanto tiempo más durará toda esta locura, pero como no lo controlemos pronto, el mundo se nos va al garete.
El coronel Pyrik, pensativo, sonrió con malicia.
—No todo son malas noticias —aseguró—. Tal y como van las cosas, pronto no tendremos que preocuparnos de cumplir los acuerdos de la cumbre del clima.
—Si, porque no habrá fábricas que contaminen.
El teléfono móvil del coronel Pyrik comenzó a sonar. La Cabalgata de las Valkirias.
Una llamada de Orión.
—Coronel —una voz tensa hablaba desde el otro lado—, por fin lo localizo. Creo que está con el general, ¿no?
—Así es, ¿qué sucede?
—Hemos recibido una llamada del equipo de científicos que repetía el acontecimiento. El tercer equipo, el de Jerusalén. Han solicitado una reunión por videoconferencia lo antes posible.
—¿El equipo de Jerusalén? Los otros dos equipos ya nos confirmaron la validez del acontecimiento. Además, ¿a quién le importa eso a estas alturas?
Campbell, al oír aquello, se incorporó sobre la cama. ¿Una llamada del tercer equipo? No llegaron a presentar ninguna conclusión ni refutación a tiempo y todo se olvidó al desvelarse el acontecimiento. Que llamaran ahora solo podía querer decir una cosa: habían encontrado algo. Campbell le hizo una seña a Pyrik.
—¿Han conseguido encontrar un fallo? —le susurró.
Pyrik, ajeno a la pregunta, continuó hablando con Orión. Al otro lado del teléfono, el oficial de Orión no parecía tener muy claro las razones por las que solicitaban mantener esa reunión.
—No lo sé, señor. Pero se han mostrado muy insistentes. Desean hablar con usted o con Campbell.
—¿Han conseguido encontrar un fallo en la teoría? —preguntó Pyrik, esperanzado. Le parecía increíble que algo así pudiera suceder.
—No, señor —el hombre de Orión se mostró dubitativo—. Bueno… no exactamente.
Tras la explicación de Pyrik, el general Campbell por poco abandona el hospital medio desnudo, emocionado como estaba con aquella posibilidad. Se aferraba a aquel no exactamente como si aquellas dos simples palabras escondieran la llave para la salvación del planeta.
Para su propia salvación.
Bernardo y Pyrik tuvieron que emplearse a fondo para convencerle de que no podía abandonar el hospital de aquella manera, y menos vestido solo con una minúscula bata de enfermo que apenas lo tapaba.
—Hace calor; ¡al diablo con la ropa!
—Por el amor de Dios, John. No te puedes irte así. Piensa en tu familia.
Fue lo único que funcionó. Campbell accedió a esperar a Andrew y a contarle que se ausentaría por unos días.
—Ha surgido una emergencia —le aseguró, ya vestido—. Te prometo que volveré lo antes posible.
—Papá, estás a tratamiento, no… no te puedes ir así como así. ¿Qué le digo a mamá?
—Este fin de semana no hay quimioterapia. Además, no me voy lejos. Y probablemente solo sea por unos días —Campbell puso su mano sobre el hombro de su hijo—. Andrew, necesito ir.
El general le tendió a su hijo un extraño teléfono.
—Me podéis localizar con este teléfono. Dile a tu madre que la quiero. Y a ti también, hijo mío. Nos vemos el lunes.
Y Campbell marchó, ilusionado con la posibilidad de encontrar una nueva esperanza para el mundo.
Y para sí mismo.