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—En definitiva, le recomiendo que no publique esa noticia. Ya sé que han surgido rumores, pero le aseguro que no se corresponden con la realidad. Es cierto que se ha producido un experimento de física de partículas en un nuevo acelerador ubicado en Jerusalén, pero las informaciones de que se ha demostrado una absurda teoría de que Dios no existe son malas interpretaciones del experimento.

—Cardenal, la información que hemos recibido proviene de varias fuentes distintas. Una de ellas del CERN. No creo que el Centro Europeo de Investigación Nuclear cometa un error científico de ese calibre.

—Marco… —el cardenal se incorporó sobre su butaca, acercándose a su interlocutor—. ¿Hace cuánto que nos conocemos? ¿Quince años? ¿Veinte años?

—Algo así —reconoció Marco con fastidio.

—En estos veinte años nunca te he fallado. Cuando me anuncian que el director de Il Corriere quiere verme, siempre encuentro un hueco para atenderte. Han sido muchos años, Marco. Muchas veces habéis publicado los primeros porque yo te adelantaba alguna noticia. Pues ahora te digo que si publicáis esta información vais a hacer el ridículo. Por no hablar del daño irreparable que infringiréis a la Iglesia. Ya sé lo que ha dicho el CERN. Pero este es un experimento pionero. Realizado en unas instalaciones nunca vistas. La complejidad de los resultados nos ha llevado meses de análisis. Y te digo que las informaciones que están apareciendo son… incompletas.

—¿Cómo incompletas? ¿No me habías dicho que…?

—Son falsas, Marco. Falsas. Cuando se habla de algo tan complejo, un mínimo error u olvido te lleva a conclusiones erróneas. Y eso es lo que está sucediendo, créeme.

—No sé… no sé. La noticia está apareciendo cada vez en más medios. Y no queremos quedarnos al margen. Intentaremos presentarla del modo más cauto posible, pero no puedo asegurarte que la neguemos.

—En unos minutos el Santo Padre va a realizar una declaración a los fieles. Él lo aclarará todo.

—Bueno —concedió Marco—, si Su Santidad pone luz en todo este embrollo… Il Corriere no dará credibilidad a los rumores y publicará la información oficial.

—Gracias, Marco.

Por el despacho del secretario de Estado vaticano, cardenal Antonelli, llevaban todo el día pasando periodistas. Faltaban apenas diez minutos para la esperadísima aparición del Papa Pío XIII y la práctica totalidad de medios de comunicación del mundo habían recogido ya las informaciones sobre el acontecimiento y sus implicaciones.

Y había cundido el desconcierto.

Las televisiones repetían una y otra vez las imágenes del Presidente de los Estados Unidos balbuciendo incoherencias hacía apenas siete horas, y tras el anuncio de una comparecencia del Papa, el mundo entero había dirigido su vista hacia Roma.

El cardenal Antonelli despidió al director de Il Corriere Della Sera con una beatífica sonrisa. Era mejor que piense que todo está bajo control. Y una sonrisa tranquilizadora siempre ayuda. Pero lo cierto es que el Papa seguía encerrado en la capilla Redemptoris Mater. Tan pronto como se enteró de que la noticia se había hecho pública, expresó a sus colaboradores su deseo de convocar una Bendición Urbi et Orbe en la plaza de San Pedro y se retiró a rezar. Y a falta de diez minutos, nadie sabía qué demonios iba a decir el anciano pontífice en esa declaración.

El cardenal Antonelli sudaba sangre por sus poros ante la incertidumbre. No era admisible que el Santo Padre se aislara de aquel modo en el momento más delicado de toda la historia de la Iglesia. Cualquier movimiento o anuncio debía tomarse por consenso. Tenía a toda la curia, al colegio cardenalicio y al consejo apostólico en estado de shock, llamando a su puerta pidiendo aclaraciones y directrices. Tras el pequeño cónclave en la capilla sixtina, aún no habían llegado a ningún acuerdo acerca de la posición que debía de tomar la Iglesia. La verdad es que los acontecimientos se habían precipitado, y el hecho de que la noticia se hubiera desvelado tan pronto los había cogido por sorpresa. Nadie sabía cómo reaccionar ante aquello. La mayor parte de los cardenales se habían convencido ya de que el descubrimiento era inapelable. Y muchos de ellos habían sucumbido a la apatía y la inacción, desmadejados en sus puestos sin ganas de pensar, intentando tan solo recuperarse del impacto. Un pequeño sector, liderado por cardenales conservadores y algunos grupos carismáticos, se había mostrado refractario a cualquier argumentación y reclamaba un desmentido categórico. Para ellos, no importaban las pruebas ni la ciencia, sino la fe, y no querían poner en riesgo las creencias básicas de la gente sencilla. Para mucha gente, la confirmación de la noticia supondría un verdadero descalabro espiritual. Por eso, Antonelli era consciente de que lo que dijeran ahora iba a marcar el destino de la Iglesia.

En realidad todo el mundo estaba asustado. Hasta los más conservadores y los negacionistas irreductibles presentaban en sus rostros los signos inequívocos de la tensión y de la falta de sueño. ¿Y qué tenía él? Un breve anuncio convocando al mundo para las diez de la noche y un papel en blanco con las palabras del Papa. En más de cinco ocasiones intentó hablar con el Santo Padre, pero éste se había refugiado en sus dependencias privadas y había dado instrucciones muy claras a la guardia suiza para que no dejara pasar a nadie, sin excepciones.

Los tiempos del renacimiento habían pasado ya, pero el Papa estaba actuando como un desequilibrado. El cardenal Antonelli jugueteó durante varias horas con la idea de inhabilitar al Santo Padre, alegando un empeoramiento de su estado de salud y desequilibrio emocional, pero los pocos miembros de la curia a quienes confió sus planes no le prestaron su apoyo. Uno de los más críticos fue el cardenal Giulo Bassini, prefecto para la Congregación de la Doctrina de la fe.

—No, no creo que estemos en ese escenario —comentó Bassini, escandalizado.

—Algunos miembros del Colegio se muestran dubitativos —repuso Antonelli—. Podrían apoyar la inhabilitación.

—¡Y otros no la aceptarían! Tienes que entender, Antonio, que aunque la figura de la inhabilitación está recogida en el derecho canónico, jamás en toda la historia se ha utilizado. Está prevista para una situación excepcional, como…

—¿Más excepcional que esta? ¡El Santo Padre está ido! ¡Se ha encerrado en su capilla privada y no atiende a nada ni a nadie! Y no estamos en un momento cualquiera, Giulo. ¡El mundo asiste a la desaparición de Dios! Y Su Santidad, por más que les pese a algunos, no está en condiciones de ejercer la autoridad de vicario de Cristo en la tierra. Yo he estado con él estos días, Giulo. No está bien. Tiene pensamientos oscuros. Es un hombre mayor y está muy enfermo. La presión lo está venciendo.

—Nada de lo que me dices se demuestra con los hechos. Yo no le veo comportamientos extraños… El Santo Padre ha convocado a los fieles; se ha retirado a rezar, y…

—¿A rezar? ¿A quién? —Bramó Antonelli desesperado.

—A meditar. Soporta el peso de una institución milenaria y es lógico que en estas horas oscuras busque la soledad. Y como te estaba diciendo, la inhabilitación está pensada para situaciones excepcionales, como una enfermedad incapacitante, un derrame cerebral… un coma o algo así. Nadie en la curia apoyará lo que has propuesto. Pío XIII es el legítimo vicario de Cristo en la Tierra, y lo que haya de pasar, sucederá de acuerdo con sus instrucciones.

Antonelli comprendió que las viejas estructuras de la Iglesia, por pura inercia, seguirían comportándose como siempre lo habían hecho, por más que la situación fuera en estos momentos verdaderamente dramática. El Papa, como cabeza de la Iglesia, suscitaba adhesiones inquebrantables. Y sin un respaldo claro, el cardenal Antonelli no se atrevió a lanzar un proceso de inhabilitación, que podría ser percibido como un golpe de Estado.

Ahora se arrepentía; faltaban apenas diez minutos para la comparecencia y la suerte de la Iglesia dependía completamente de un pontífice anciano y poco equilibrado. Él, por su parte, intentaba vender la idea de que los medios de comunicación habían malinterpretado el experimento y estaban transmitiendo una noticia errónea. Así ganarían tiempo para poner orden dentro de la Iglesia y consensuar una respuesta definitiva. La insistencia de algunos conservadores en desacreditar el descubrimiento era la más tentadora, pero se enfrentaban al abrumador peso en contra de unas pruebas demoledoras. Sería una solución de corto recorrido, puesto que la comunidad científica de todo el planeta no tardaría en dejarlos en evidencia. En cualquier caso, era su mejor opción. Al menos ganarían tiempo.

Pero aquella idea no resistiría ni un solo día sin el apoyo del Papa. Necesitaba que Pío XIII saliera al mundo con un mensaje de tranquilidad y de esperanza. De confianza en Dios. Que al menos manifestara su fe en la providencia. Algo a lo que agarrarse para mantener la farsa de la información errónea.

En una respuesta a la desesperada, los gobiernos occidentales le habían adelantado que respaldarían esa línea de defensa, y entre todos confiaban en poder sembrar la suficiente incertidumbre sobre la noticia como para evitar a la sociedad el tremendo shock por el que estaban pasando ellos mismos. O al menos hacerlo más digerible. La noticia supondría un inquietante factor de desestabilización del planeta, ya de por sí cargado de problemas. Por eso había que parar el primer golpe, el más brutal. Luego ya se vería. Con tiempo, podrían preparar al mundo para el nuevo escenario. Seguramente tendrían que acabar admitiéndolo. Quizás poco a poco. Porque era evidente ya que todo el mundo científico y académico, las universidades, centros tecnológicos e instituciones de todo el planeta habían iniciado la carrera para analizar y verificar la veracidad de la información. No tardarían en confirmarlo.

Y cuando lo hicieran, el mundo se enfrentaría a la mayor crisis de su historia.

La plaza de San Pedro estaba abarrotada de fieles angustiados. Habían acudido de toda Roma, alertados por la televisión, que había recogido tímidamente la noticia y la vomitaba en todos sus informativos. La expectación era enorme. Los edificios de los alrededores del Vaticano estaban literalmente tomados por cientos de cámaras de televisión, apostadas en las azoteas y en los balcones y apuntando directamente al balcón por el que el Papa tenía previsto aparecer.

Una enorme legión de periodistas abarrotaba la sala de prensa y las inmediaciones de la plaza de San Pedro. Improvisaban sus crónicas sobre la marcha, poniendo especial cuidado en sonar lo suficientemente ambiguos y eclécticos como para que un eventual desmentido de la noticia no los dejara en mal lugar. La enorme presión ejercida por los Gobiernos y el Vaticano, azuzada por Orión y por Campbell, estaba dando sus frutos. Los medios de comunicación seguían recogiendo la información, pero tratándola con sumo cuidado.

La airada respuesta de varios países islámicos, que amenazaban con represalias a quien osara publicar aquella blasfemia, había servido también para que nadie aventurara nada definitivo sin tener bien atada la noticia.

Pero pese a todo ello, la incertidumbre y el desconcierto comenzaban a cundir entre la población. Prueba de ello era la masiva afluencia de fieles a la convocatoria del Papa. Se los veía con el rostro tenso, compungido, como si estuvieran enfermos de desconsuelo.

Muchos rezaban.

A las diez menos cinco de la noche, su santidad Pío XIII salió de su capilla privada, y escoltado por una cohorte de misioneras de la caridad enfiló la ruta que llevaba al balcón de la Basílica de San Pedro. Vestía las ropas de los grandes momentos: Por encima de su hábito blanco lucía una casulla roja y en su regazo llevaba el báculo de San Juan Pablo II magno, el último papa canonizado.

La pequeña silla de ruedas llegó por fin al balcón de la basílica, y tan pronto como el Papa apareció ante la multitud, sobre la plaza de San Pedro se cernió un repentino y sepulcral silencio. Miles de personas observaron cómo colocaban, con gran dificultad, la silla de ruedas del Santo Padre para que pudiera hablar al público. Y desde sus casas, una audiencia estimada de ochocientos millones de personas escrutaba en silencio al anciano Pontífice.

Con un gesto cansado, Pío XIII elevó las manos, en un infructuoso intento de saludar a sus fieles. El viejo Papa observó a la muchedumbre que se había acercado a escuchar sus palabras. Vio en sus rostros la angustia de la incertidumbre, del miedo, del desconcierto.

Y sintió pena por ellos. Se trataba de una desesperación sin fondo, que alimentó con gasolina el lacerante dolor en el pecho que arrastraba desde hace ya semanas. Un trauma espiritual que le había empujado a un extraño misticismo de tipo apocalíptico.

El Santo Padre tenía visiones.

La plaza entera esperaba expectante, casi con la respiración contenida, las palabras del Papa. Pero las palabras no llegaban. Una reportera de televisión recogía la incertidumbre general que reinaba.

—Desde aquí podemos ver perfectamente a su santidad Pío XIII, que acaba de acceder al balcón principal de la Basílica, pero… tras una especie de saludo, se ha quedado parado. Esperamos que en unos segundos pueda comenzar su discurso. Resulta extraño ver que el Papa ha salido en solitario, sin el acompañamiento de ningún miembro de la curia ni del Colegio Cardenalicio…

—¡Está llorando! —el cámara de la CNN no pudo reprimir una exclamación.

La joven periodista observó el monitor de referencia que recogía la imagen del Papa tomada con un potente zoom. Y efectivamente, Pío XIII lloraba desconsoladamente frente al mundo. La muchedumbre que asistía al acto no tardó en darse cuenta, y una ola de murmullos recorrió la plaza como un espasmo eléctrico.

Fue entonces cuando sucedió.

Una joven de las primeras filas fue la primera que lo vio. Incapaz de contener su entusiasmo, gritó a la multitud.

—¡Es un milagro! ¡Un milagro!

El mundo entero asistía atónito a una escena impresionante: Pío XIII, impedido desde hacía ocho meses por una enfermedad degenerativa que lo había condenado a una silla de ruedas, se estaba levantando.

El Santo Padre se apoyó en el báculo de San Juan Pablo y con gran esfuerzo, consiguió levantarse por completo, asomándose al balcón de la plaza ante el estupor y los aplausos de una masa enfervorecida.

Las televisiones recogían desde todos los ángulos la escena del Papa levantado. Una imagen magnética, deslumbrante. Los periodistas, entusiasmados, comenzaron a hablar de un milagro. Un Papa lisiado que, erguido de nuevo sobre su pies, encaraba con entereza el dramático momento histórico que se avecinaba.

Fue entonces cuando Pío XIII, entre lágrimas y en una especie de trance, sucumbió definitivamente. Con una extraña energía y un renovado brillo en los ojos, gritó al viento una única frase. Una frase dramática que sellaría el destino de la Iglesia.

—Elí, Elí, ¿lama sabactaní?[1]

Y saltó.

Saltó al vacío, sin aparente esfuerzo, entre los gritos de pánico de la multitud, que asistía horrorizada al suicidio en directo del último papa de la Iglesia.

En los breves segundos que duró su corto trayecto, Pío XIII recordó los años de su niñez, en la pequeña aldea de su Kenia natal. Recordó a su madre, siempre trabajando y siempre atenta. Recordó a sus hermanos y hermanas, fallecidos a causa de la miseria y del hambre.

Fue un efímero momento de lucidez. Un espejismo que su mente enferma y envenenada, abandonada completamente a la locura, se permitió tener antes del final.

Y tras esos fugaces recuerdos, Mamadou Rinkusi estrelló su oscura piel y su blanco traje sobre la dura loseta de una inhóspita plaza europea. El sonido seco de sus huesos al romperse marcaría para siempre un punto de inflexión en la historia.

Un sonido siniestro que el mundo jamás olvidaría.