Los siguientes días trajeron mucho trabajo y no pocos sobresaltos a Orión. Brian comenzó a ser instruido en su misión y fue “adoptado” por un equipo de intervención. Le explicaron con detalle las características y estructura de Al-Isra, así como un perfil básico de Mukhtar al Din. El hecho de ser un exmarine ayudó mucho en su integración con los chicos de operaciones. Y aunque Brian iría desarmado, practicaron algunos ejercicios y habilidades de lucha, poniéndolo al día en las últimas técnicas de combate cuerpo a cuerpo.
Brian tenía que esforzarse para recordar que estaba allí en contra de su voluntad. Porque todo en Orión le fascinaba. Como exsoldado, la idea de una agencia como aquella le emocionaba y le motivaba. Por otro lado, su yo periodista procuraba no perder detalle de nada, imaginando titulares a cuatro columnas sobre la agencia, con una foto en portada del enorme atrio acristalado. Un artículo firmado “Por Brian Wilson, que estuvo más de diez días retenido en la agencia”.
Por su parte, Bernardo comenzó a reunirse con Campbell todas las noches. Cuando el atrio se oscurecía y el trabajo daba un margen de respiro, el anciano exsacerdote visitaba al general en su despacho. Y hablaban.
Hablaban de todo: De religión, de política y del acontecimiento, por supuesto. Para sorpresa de Bernardo, Campbell resultó ser un fino conversador sobre asuntos religiosos. Tenía una concepción muy americana de la historia del cristianismo, pero sin duda era un hombre culto y de diálogo interesante. Su dramática situación personal lo empujaba, además, a mostrarse franco y sincero, con muchas ganas de aprender de la experiencia religiosa de Bernardo. De hecho, el general le confesó que jamás pensó que un cura —Campbell se resistía a recordar que Bernardo ya no era sacerdote— pudiera estar tan pegado a los problemas cotidianos de las personas, ni que tuviera una visión tan progresista del mundo. Pero sobre todo hablaban de ellos mismos: de su vida, de sus trabajos y de sus experiencias vitales. Unas conversaciones desenfadadas con las que ambos disfrutaban.
Ranjit movía la pierna de un modo inconsciente. Golpeaba una y otra vez con ella en el suelo, en un gesto automático que denotaba el gran estrés que soportaba. A veces llegaba a golpear el piso con ambos pies, generalmente al final de una jornada de trabajo especialmente complicada. Un tic inconsciente que solía poner nerviosos a sus colaboradores.
Se encontraba en “La Garrapata”, el nombre por el que era conocida la sala de interceptación de las comunicaciones. Era, con mucho, la sala más grande de todo Orión. Ocupaba en realidad toda la segunda planta, y estaba conectada con unos enormes cables de fibra óptica con los doce supernodos, dispersos por todo el planeta, que regulaban el tráfico de Internet. Había infiltrado toda la red con sus arañas de reconocimiento: verdaderos parásitos que desde la segunda planta controlaban y vigilaban toda la información.
Su unidad era la encargada de monitorizar Internet, a la caza y captura de filtraciones, de rumores, de susurros clandestinos entre miles de millones de correos, blogs y páginas web.
Sentados en filas frente a sus monitores de control se alineaban decenas de técnicos, que velaban por el correcto funcionamiento del sistema. Pero La Garrapata funcionaba casi en su totalidad de forma automática. Los resultados de sus acciones se mostraban en tiempo real en el enorme monitor que cubría toda la pared de la sala. Empleaba algoritmos semánticos de inteligencia difusa para detectar filtraciones. Aparecían como un punto rojo en el mapa de Internet; una versión del mapa del mundo con las conexiones a la red. La mayoría de la actividad se concentraba en Norteamérica, Europa y China. África era un páramo negro de conexiones ausentes. Y el resto del mundo apenas brillaba con la luz de un candil de feria.
Y ese día había sido horrible. Tres filtraciones en la mañana. Otros tantos puntos rojos en lo que llevaba de tarde. Y solo eran las cinco. Su experiencia le decía que todo aquello pronto acabaría saltando por los aires. Y el acontecimiento se revelaría a los cuatro vientos.
La situación amenazaba con desbordarse. Llevaban toda la semana apagando pequeños fuegos; rumores incipientes que aventuraban, más que afirmaban, ideas locas que sus propios autores apenas se creían. Siempre citaban terceras fuentes; algo que le había contado alguien y que a su vez lo había oído de una tercera persona. Los titulares solían ser vagos y efectistas: “La comunidad científica está cada vez más cerca de prescindir de Dios”. “La ciencia pone al Papa contra las cuerdas”. Incluso un joven inglés, estudiante de física, colgó un artículo bastante preciso en el que anunciaba el descubrimiento de que Dios no existía. Y aunque al final aclaraba que aquello tan solo era una hipótesis, fue eliminado sin piedad por la araña de Orión, el pequeño programa informático que navegaba por la telaraña de Internet, recorriendo miles de millones de páginas web a la caza de información peligrosa. El MI5 se encargó de convencer al joven físico de que si apreciaba su carrera no le convenía especular con esos asuntos.
Salvo aquella, lo normal era que las filtraciones no tuvieran información muy precisa. Estudiantes o iluminados elucubrando sobre rumores y ocurrencias. Pero esa tarde la tensión de la sala aumentó varios grados cuando descubrieron que dos de las publicaciones que había bloqueado La Garrapata tenían su origen en el CERN, el Centro Europeo de Investigación Nuclear. Se trataba de un E-mail y de un post en la página web interna del Centro. Tras ver el origen, los técnicos que gestionaban el sistema de interceptación se miraron con caras de circunstancias, como si estuvieran asistiendo al previo de un funeral.
Siguiendo el protocolo, Ranjit clasificó la filtración como de nivel dos y llamó al coronel Pyrik, que se pasó más de media hora analizando los datos de la filtración. Y súbitamente, un nuevo punto rojo apareció en el enorme monitor de la Sala de Interceptación. Un punto enorme. Su tamaño en pantalla solía depender de la gravedad del caso. Y este punto era tan grande que ocupaba media Europa. Ranjit y Pyrik, sobresaltados, miraron las características del mensaje. Un E-Mail.
Origen: Instituto Max Planck de Física Fundamental.
Destino: Agencia de noticias Reuters.
Asunto: Proyecto Iova.
El pequeño murmullo que llevaba toda la mañana sobrevolando en la sala se convirtió en un lamento colectivo al descubrir el origen y el destino del mensaje.
—¿Lo han bloqueado? —preguntó Pyrik, mientras señalaba, alarmado, la enorme pantalla con el dedo.
—Se bloquea por defecto. Ese E-mail no ha llegado a su destino. Pero al paso que vamos, es solo cuestión de tiempo que alguien consiga burlar el bloqueo. Si hay gente no autorizada que tiene conocimiento de la noticia… mal asunto.
Ranjit, visiblemente nervioso, revisaba visualmente cinco monitores a la vez. Comenzaba a pensar que por primera vez se le iba a escapar el control de las manos. Quizás ya solo era cuestión de horas.
—Llame a Campbell. Dígale que suba a La Garrapata —le ordenó Pyrik, alterado.
El general apenas tardó cinco minutos en aparecer. Y para entonces dos nuevos puntos rojos habían aparecido. Uno de ellos era un correo del diario “Le Monde” solicitando confirmación de la noticia a un destinatario desconocido. El hecho de que no supieran a donde apuntaba el mensaje solo quería decir una cosa.
El mail iba dirigido al servicio secreto Francés.
La sala de control se había convertido en un caos de técnicos que correteaban como gallinas sin cabeza, intentando hacer algo pero sin saber muy bien qué. Por su parte, el director de La Garrapata se había desmadejado en su butaca mientras meditaba febrilmente opciones y posibilidades.
Campbell, aparentemente el más tranquilo de todos, revisó con calma los datos de las pantallas y se dirigió al director indio con un tono tranquilo que chocaba bastante con la aceleración desenfrenada que se vivía en la segunda planta.
—¿Cree que aún tenemos alguna posibilidad de contener la divulgación del acontecimiento?
Ranjit, dubitativo, negó con la cabeza.
—Yo sólo controlo la aparición de mensajes relacionados en Internet, pero no las causas subyacentes. Si en el mundo real se están produciendo filtraciones, solo es cuestión de tiempo que acaben inundando la red. Este sistema se diseñó para atajar filtraciones puntuales; mensajes aislados de fuentes muy concretas. Nos permitía cortar la comunicación e identificar a la fuente. Pero lo que está viendo aquí… es como un virus propagándose. Llegará un momento en que sea incontrolable. Quizás ya hemos traspasado ese punto.
—¿Y cortar Internet completamente?
Ranjit abrió desmesuradamente los ojos al oír aquella propuesta. Era algo impensable.
—¿Lo dice en serio?
—¿Atajaríamos el problema?
—En primer lugar, sería enormemente complicado de realizar. Implicaría la destrucción de los Supernodos. Colapsaríamos todo Internet. Y sí, cortaríamos la divulgación del acontecimiento, pero a costa de colapsar el planeta. Los bancos, las redes de tráfico, la prensa, el control de tráfico aéreo, la televisión… todo está imbricado en la red. Y de todas formas, si hay un número suficiente de personas que conocen el acontecimiento, acabarán divulgándolo, aunque sea con señales de humo.
Campbell se revolvía en su silla.
—De acuerdo, solo era una idea. ¿Hay algo más que podamos hacer y que no estemos haciendo?
—Por lo que respecta a Internet, nada. Si fuera posible, lo mejor sería localizar el origen de las filtraciones… varias de ellas provienen de ámbitos científicos.
—En ello estamos —respondió Campbell, fastidiado—. De acuerdo, continúe con la contención tradicional. Y avíseme si hay novedades.
El general y Pyrik salieron de La Garrapata y se dirigieron al ascensor. Llevaban ya varios días vigilando más estrechamente a gran parte del personal científico que había estado trabajando en el acontecimiento y en sus réplicas.
—Se nos va de las manos, John.
—Demasiada gente ha tenido acceso —replicó Campbell, abatido—. Cuatro equipos científicos… cientos de personas… Y ahora veo que intentar refutar el acontecimiento ha sido un error. Hemos abierto la información a demasiada gente.
—Tres equipos nuevos. Tampoco es tanto. Y son científicos de confianza.
—Es una noticia demasiado impactante. Habrá habido gente que no ha resistido la presión. Además, me equivoqué al pensar que podríamos refutar el experimento. Ya has visto el informe de los dos primeros equipos. Y el tercero ni siquiera se ha pronunciado aún. Estarán chivándoselo a sus esposas —gruñó Campbell, enfadado—. Tendría que haberlos matado a todos.
—Ni siquiera sabemos si las filtraciones son nuestras. Acuérdate de lo de Rusia. Varios servicios secretos conocen el acontecimiento.
—Ya… demasiada gente. Y una noticia demasiado importante.
—Deberíamos acelerar los preparativos para encajar el golpe —sugirió Pyrik—. Si la noticia se va a divulgar, van a venir años difíciles.
—Aún no hemos perdido, vamos a…
Súbitamente, una alarma comenzó a sonar en todas partes. El enorme atrio de Orión, que aquella mañana irradiaba una luz blanquecina, se tornó de un color rojo brillante. Distribuidas a lo largo del atrio por todas las plantas, docenas de leds rojos parpadeaban insistentemente, al ritmo de una alarma seca, grave y penetrante.
Campbell cerró los ojos. Casi había olvidado la última vez que Orión entró en Estado de Crisis. Fue hace varios años, con motivo del descubrimiento de vida extraterrestre: Un programador de la universidad de Stanford, que era miembro del equipo de diseño de la aplicación Seti@home había programado un acceso privado al sistema. Cuando Orión bloqueó el descubrimiento de vida extraterrestre, esa pequeña puerta trasera permitió al joven informático tener acceso a la noticia. Por aquel entonces no existía La Garrapata. Lo detuvieron en el mismo hall del hotel en el que tenía convocada una multitudinaria conferencia de prensa.
Su nombre era Ranjit Martins, un estadounidense de origen indio con una especial superdotación para la informática y las matemáticas. Tras su detención in extremis, desapareció de la circulación. Actualmente luchaba desde la segunda planta por contener las filtraciones del acontecimiento.
La alarma repetía insistentemente, con una voz sintética, el mismo mensaje. «Atención, emergencia. Esto no es un simulacro. Nos encontramos en Estado de Crisis. Se ha lanzado el protocolo de seguridad». Se trataba de una voz femenina, con un tono estudiado para resultar tranquilizador, pero que en realidad ponía los pelos de punta. Afortunadamente, tan solo duraba unos minutos, en los inicios de las crisis.
El ascensor los trasladó automáticamente hasta La Cripta. Estaba programado para desembocar en la sala de crisis. Campbell y Pyrik entraron por la puerta preguntando por el origen de aquella alarma.
—General, he sido yo quien ha disparado la alarma —le respondió el oficial de guardia—. Me ha parecido lo más prudente.
—¿Cuál ha sido el motivo?
—Mire el monitor.
En una de las pantallas, una mujer aparecía presentando un programa informativo de la televisión pública francesa. Bajo ella, un titular sobreimpreso:
Dèrnieres nouvelles
Dieu n’existe-t-Il pas?
—Suba el volumen.
—… que proviene, como les hemos dicho, de fuentes gubernamentales de toda solvencia. Al parecer, el experimento se ha realizado en el Centro Weizzman de Física Fundamental de Jerusalén, y ha permanecido en secreto hasta ahora. Estamos a la espera de poder conectar en directo con Jean-Luc Batallerie, que se encuentra en la sala de prensa del Elíseo, donde el presidente de la República tenía programada una rueda de prensa con motivo de la presidencia francesa de la Unión Europea. Como les decimos, estamos ante la que podría ser la noticia más importante de la historia de la humanidad. El fenómeno religioso ha acompañado desde siempre al ser humano, y…
—Apáguela —ordenó Campbell—. O mejor dicho, corte el volumen.
El general, que estaba pálido, sintió que la energía se le escapaba de su cuerpo y notó flaquear sus piernas. Abrumado, se sentó en una silla y se quedó pensativo. Su mente evaluaba a la desesperada efectos y contramedidas. La sala de crisis se había quedado en silencio, como muerta. Y de un modo instintivo, sus integrantes se giraron hacia el general, bloqueados.
Y expectantes.
Campbell enseguida comprendió que la divulgación del acontecimiento era ya inevitable, y que solo era una cuestión de tiempo que llegara hasta la última aldea del planeta. Tiempo que necesitaba ahora desesperadamente. Tiempo para prepararse y preparar al país.
—Lo siento, John —murmuró Pyrik.
Súbitamente, el general se levantó de la silla. El silencio era sepulcral.
—Caballeros, la situación es extremadamente grave. Hemos perdido el control de la información, y ya solo es cuestión de tiempo que el acontecimiento se revele. Hemos perdido una batalla importante, pero la guerra continúa —el general comenzó a encontrar el tono y las fuerzas necesarias para levantar el decaído ánimo de su equipo—. El golpe ha sido duro, pero tenemos la obligación de reponernos y actuar en beneficio del país. En veinte minutos quiero un informe con una estimación del tiempo que tenemos antes de que la noticia se confirme por medios oficiales. Traigan a Brian Wilson y que les eche una mano. Y pónganme con el Presidente por una línea segura. Desde este momento, todos los equipos de análisis ayudarán en la finalización del plan de contingencia. Avisen a Hendriks y que nos traigan sus recomendaciones.
—No… lo tienen terminado.
—Que nos traigan lo que tengan. Ayer me dijeron que ya disponían de algunas sugerencias para tratar la eventualidad de que la noticia se desvele. Avisen también a todos nuestros agentes en el extranjero y pónganles en estado de alerta. Quiero tenerlos preparados por si tienen que actuar en alguna urgencia.
—Señor, no podemos contactar con el Presidente.
El general torció el gesto, fastidiado.
—¿Cómo es eso posible? ¿No tiene que estar siempre localizable? ¡Despiértenlo, o sáquenlo de donde se encuentre!
—No… no es eso. Hoy tenía programado asistir a la toma de posesión del nuevo fiscal general de Dallas. Y en este momento están dando una rueda de prensa conjunta.
—¡Joder! —maldijo Campbell—. Que la cancelen. Contacten con el servicio secreto. Que lo saquen de ahí. ¡Pero que lo saquen ya!
—Lo estamos intentando, señor. Es cuestión de minutos. Por cierto, creo que podemos acceder a la televisión de Dallas —el soldado se dirigió a un compañero—. Sí, pásenlo al monitor principal.
La figura sonriente del Presidente apareció en una sala de prensa, acompañado por un no menos sonriente fiscal general, esponjado de satisfacción como un pavo bien cebado. El presidente Perrie tenía la palabra, y hablaba sobre la iniciativa republicana en el congreso para dotar de mayores medios a la Justicia. Campbell confió en que dieran por finalizada la rueda de prensa discretamente antes de que algún periodista aplicado se enterara de la noticia y le preguntara por ello. Pero tan pronto como el presidente terminó de hablar, una reportera de la CNN levantó rápidamente la mano. Y sin esperar a que le concedieran la palabra, comenzó a preguntar a bocajarro.
—Señor Presidente, medios franceses acaban de desvelar, apenas hace treinta minutos, la noticia de un experimento realizado en Jerusalén, por medio del cual un equipo de científicos, financiados por el departamento de Energía, habrían descubierto nuevas partículas que al parecer contradicen, y hasta niegan, la posibilidad de la existencia de Dios. ¿Sería tan amable de confirmar o desmentir esa información?
Al oír la pregunta, el presidente, cogido por sorpresa y abiertamente descolocado, se quedó mudo unos instantes. Incapaz de articular una respuesta, pero sabiendo que debía decir algo, comenzó a balbucir frases entrecortadas que no conseguía terminar. Los periodistas, sorprendidos por aquella reacción, comenzaron a murmurar. Sin poder completar una respuesta coherente y con el Presidente bloqueado, un miembro del servicio secreto irrumpió bruscamente en el atril.
—No hay más preguntas.
Y casi como si hubiera una amenaza terrorista, el servicio secreto se llevó al Presidente en volandas, ante la sorpresa general y algunos gritos de alarma. Presos de la confusión, muchos asistentes se habían levantado al irrumpir los agentes, y la pequeña sala de prensa del Ayuntamiento de Dallas estalló en un galimatías de conversaciones cruzadas entre periodistas excitados.
Campbell, atónito, no daba crédito a lo que acababa de presencia.
—¡No me lo puedo creer! —estalló—. ¡La acabamos de cagar!
—¿Por qué? No ha confirmado nada.
—Ha hecho algo mucho peor. ¡Se ha bloqueado! ¡Y lo han sacado de ahí como si la pregunta de la periodista fuera un arma arrojadiza! —el general comenzó a gritar—. ¡Joder! ¿A quién se le ocurre sacarlo así de una rueda de prensa, y con una pregunta a medio contestar? ¿Pero quién demonios dirige el servicio secreto?
—Es posible que nosotros hayamos tenido algo de culpa, señor. Quizás… nuestra llamada al servicio secreto ha sonado demasiado urgente.
—¿Por qué? ¿Qué les han dicho?
—Me temo que ha sido a voz en grito. Que le saquen de ahí inmediatamente y sin dilación.
El general, acosado por las circunstancias, dio un puñetazo de impotencia en la mesa. Todo estaba saliendo mal. Si ya estaban con el agua al cuello, la torpeza cometida con el Presidente podría precipitar aún más los acontecimientos. Aquella espantada en plena rueda de prensa era la peor publicidad que podían imaginar, casi peor que confirmar serenamente el acontecimiento. Era demostrar que las circunstancias lo habían superado. Una escena de pánico en directo. Necesitaba algo con lo que ganar tiempo. Súbitamente, un ayudante le tendió a Campbell un auricular.
—Señor, Ranjit al teléfono.
—Póngalo en manos libres. ¿Si?
—General, hemos perdido el control de Internet. Se está produciendo un estallido de referencias a la noticia. Hemos pasado de 54 a 1.900 en menos de diez minutos. Y la progresión es imparable.
Campbell, que estaba de pie, con los brazos apoyados en una mesa, bajó la cabeza. Más malas noticias. Aunque esta era previsible. Pero era evidente que necesitaba colocar en los medios un mensaje que contradijera toda aquella locura. O al menos, que sembrara la duda. Súbitamente, se le ocurrió una idea.
—Quiero que traigan…
La teniente MacKree lo interrumpió, tendiéndole un teléfono.
—General, general…
—¿Qué? ¿Qué? ¡Un momento!
—Es el Presidente. Parece enfadado.
Campbell inspiró profundamente.
—Gracias, pásemelo a mi despacho. Lo cogeré desde ahí —antes de llegar a su despacho, el general se dirigió a MacKree—. Teniente, tráigame a Bernardo di Luca a la sala de crisis. A ver si podemos hacer algo con el Vaticano.
Bernardo apareció en La Cripta apenas pasados cinco minutos. La sala de crisis hacía honor a su nombre, puesto que en ella reinaba un aparente caos y todo el mundo elevaba el tono de voz. El sonido de las voces entrecruzadas y la visión de tanta gente agobiada corriendo de un lado para otro impresionaron a Bernardo, que estaba más acostumbrado a las reflexivas y serenas conversaciones con Campbell.
MacKree ya le había puesto en antecedentes, por lo que nada más aparecer por la puerta, Campbell se dirigió a él con gesto tenso.
—Bernardo, necesitamos tu ayuda. La noticia va demasiado rápido y las cosas empiezan a desmadrarse.
—¿Y en qué puedo ayudar yo?
—Quiero que intentes contactar con el Vaticano para que emitan un comunicado tranquilizador. Si puedes hacer que salga el Papa calmando los ánimos, o incluso sembrando dudas sobre la noticia, sería perfecto.
—John, me parece que sobrestimas mis habilidades. Yo no tengo esa capacidad de influencia. Además, ¿no sería mejor que lo llamara vuestro Presidente?
—Ya lo está haciendo. Pero toda ayuda es poca. Quizás tú no tengas influencia sobre el Papa o la curia, pero sí la tienes con el general de tu orden.
—Si… bueno, eso igual si —reflexionó Bernardo—. Puedo intentarlo. ¿Pero qué es lo que pretendes conseguir?
—En pocos minutos todos los medios de comunicación del planeta repetirán la misma noticia. Una única versión de los hechos: Dios no existe. Los medios amarillos se lanzarán sobre la noticia como aves de rapiña, buscando la carnaza y el efectismo. Y eso va a causar confusión, alarma y caos en todo el planeta. Quiero que antes de todo eso salga una voz, lo más autorizada posible, desmintiendo, o matizando la noticia. Si puede ser el Papa, mejor. Necesito que convenzas al general de los Jesuitas para que presione en el Vaticano. Además, si finalmente el Vaticano no reacciona, la voz de un miembro relevante de la Iglesia podría valer. El mismo superior de tu orden, por ejemplo. También estamos contactando con varios de nuestros científicos para que devalúen o contradigan la noticia, pero la imagen del Papa negando la información tendría mucho valor… En la CNN comienzan a hablar abiertamente de crisis mundial, pero aún estamos en sus inicios; de momento nuestros mensajes siguen teniendo fuerza y capacidad de influencia; podemos amortiguar el impacto.
—Está bien. Por intentarlo que no quede. Pero dudo mucho que pueda influir en la curia.
—Inténtalo.
Bernardo tomó el teléfono que le tendió Campbell. Para su sorpresa, por el auricular escuchó la voz de una telefonista diciéndole que estaba a su disposición para conectar con el número que él le dijera.
Campbell decidió no escuchar la conversación por el supletorio. En su lugar, se sentó frente a Bernardo, que comenzó a hablar en italiano. Su tono era claramente tenso, y a ratos creyó detectar cierta urgencia y sorpresa en sus palabras. Tras unos minutos de conversación, Bernardo colgó el auricular.
—¿Qué te han dicho?
—Solo he conseguido hablar con el Prepósito General de la Compañía. Al parecer, el Santo Padre está consternado. Se ha encerrado en su capilla privada y no atiende a nada ni a nadie. Pero ha convocado a los fieles en la plaza de San Pedro para una bendición extraordinaria Urbi et Orbe.
—¿Para cuándo?
—Para esta misma noche. Se espera que diga algo.
—¿Cómo algo? ¿No se sabe qué?
—Según parece, nadie lo sabe. El Santo Padre no desea ver a nadie.
Campbell, pensativo, frunció el ceño.
—No me gusta. ¿Por qué se ha aislado en una capilla? ¿Y qué demonios va a decir?
—Su Santidad es un hombre muy enfermo. Y un gran místico. Me imagino que en este momento difícil deseará estar solo y reunir fuerzas.