Al día siguiente, Bernardo acudía de nuevo al despacho de Campbell. Le había llamado el general, anunciándole que necesitaba de sus servicios como consejero. Un soldado, apenas un poco mayor que sus alumnos del instituto, lo acompañó hasta el despacho de Campbell. Agradeció el acompañamiento, pues aquel agujero era un laberinto. Sin embargo, algo le decía que no lo acompañaban como cortesía.
El soldado le dejó en el despacho y se marchó sin hacer ningún comentario. Bernardo se encontró a Campbell sentado en uno de los sofás de cuero negro de la sala.
—Por favor, tome asiento.
Bernardo, intrigado, se sentó en la butaca más cercana a Campbell. El general parecía intranquilo.
—Confío en que hayan podido descansar. Y que hayan sido bien atendidos.
—Desde luego. Comparado con su trato previo, nos agasajan como a príncipes —fue la ácida respuesta de Bernardo.
Campbell carraspeó.
—Ya. Me imagino que su viaje desde Roma no ha sido muy placentero.
—En realidad este está siendo el más tranquilo de mis secuestros.
—Bueno, yo no lo llamaría un secuestro —respondió Campbell, incómodo—. Me imagino que no lo irá a comparar con lo que le pasó en Nassala.
—Supongo que no. Allí te pegan un tiro si preguntas. Aquí, por lo menos ya me han dado algunas respuestas. Me suele gustar saber las razones de mis cautiverios.
—Tan solo están… retenidos provisionalmente hasta que se solucione esta crisis.
—Verá, general. Hace tiempo que aprendí que en estas situaciones no merece la pena discutir con tus captores. Mi destino depende de múltiples factores que no están en mi mano. Ni en la suya, de hecho, ya que me imagino que actúa movido por las circunstancias. Pero supongo que no me ha traído para hablar de mi situación, ¿no?
Campbell se sintió un poco descolocado ante aquel hombre. Generalmente, en aquellas circunstancias, un civil se mostraría abrumado, retraído y cooperante. En lugar de eso, el Padre Di Lucca estaba sereno y entero. A Campbell le agradó que además no se mostrara excesivamente hostil o provocador.
No, la estoica actitud del anciano sacerdote gustó al general. Campbell tenía una extraordinaria habilidad para calar a las personas. Y todas las señales apuntaban a que el impasible personaje que tenía frente a él, que casi parecía un eremita salido del desierto, era una persona de confianza. El general lamentó haberlo conocido en aquella situación. Estaba convencido de que si hubieran coincidido en otras circunstancias habrían sido grandes amigos.
—Pues la verdad es que lleva usted razón. No le he mandado llamar para eso. Y aunque no me crea, le garantizo que esta situación de retención durará el menor tiempo posible.
—Se lo agradezco —respondió Bernardo, cortés—. ¿Y de qué desea hablar exactamente? Si lo que quiere es información acerca del Vaticano, le adelanto que llevo muchos años fuera del círculo de la Santa Sede.
—No es por eso. No necesito información del Vaticano —aclaró Campbell—. Tenemos buenos analistas trabajando sobre ello. Aunque… en fin, seguro que su opinión es interesante. ¿Conoce al actual Papa?
—Lo conocí muy brevemente cuando era cardenal, sí.
—¿Diría que podemos fiarnos de que mantiene la curia bajo control?
Bernardo inspiró largamente, pensativo.
—¿Se refiere a si creo que hay riesgo de que el famoso acontecimiento se filtre por esa vía?
—Si, algo así.
—Lo dudo mucho —contestó, tras una pausa—. Le diría que es imposible, pero… digamos que hace tiempo que me caí del caballo de los absolutismos.
—Yo también lo creo —concedió Campbell—. Estoy tranquilo en ese aspecto. Pero como le he dicho, no lo he llamado por eso.
—Pues usted dirá.
—Deseo confesarme.
Esta vez fue Bernardo el descolocado. De entre todas las peticiones que esperaba tener, aquella solicitud era la única que jamás habría sospechado. Se quedó como bloqueado, con una elocuente expresión de asombro dibujada en su rostro.
—¿Confesarse? Yo… ya no soy sacerdote. Y usted no es católico.
—Bueno, en realidad no es exactamente una confesión lo que busco —Campbell frunció el ceño, como si lo que estuviera haciendo le costara un gran esfuerzo—. Además, es cierto que no soy católico, sino baptista. Y hasta ahora, muy devoto y muy convencido. Reconozco que es una gran ironía que le pida ayuda precisamente a usted, pero… —el general dudó unos instantes—, la verdad es que la noticia del acontecimiento me ha afectado profundamente.
Bernardo, aún desconcertado, hizo ademán de contestarle.
—Bueno, ha sido un shock importante para todos, pero si…
Campbell levantó la mano, indicándole que le dejara continuar.
—Por favor; permítame. Como comprenderá… no puedo hablar de esto con nadie en Orión. Yo soy el Comandante en Jefe, y ellos mis subordinados. Esperan de mí fortaleza y decisión; no dudas y lamentos —Campbell hablaba despacio, como si le costara encontrar las palabras adecuadas—. Por eso necesitaba hablar con alguien de fuera. Además, usted ha sido sacerdote —el general, que tenía los ojos entrecerrados y la mirada perdida, levantó la vista hacia Bernardo—. Me estoy muriendo.
Bernardo, con gesto serio, acogió aquellas palabras con la templanza y el aplomo que dan años de servicio en una orden religiosa. Se incorporó ligeramente en su butaca, acercándose a Campbell.
—Vaya. Lo lamento de veras —le dijo, colocando su mano sobre el brazo de Campbell.
El general mantuvo su mirada fija en Bernardo, escrutándolo. Tras unos segundos, una leve sonrisa, voluntariosa, apareció fugazmente sobre sus labios.
—Gracias —Campbell suspiró, apartando la mirada y sumiéndose de nuevo en aguas turbulentas—. Nunca he temido a la muerte. Como imaginará, revolotea continuamente alrededor de un soldado, como un macabro juego de la ruleta rusa. En el combate, la gente muere a tu alrededor constantemente, y uno sencillamente continúa con vida, a la espera… —Campbell volvió a quedarse como hipnotizado, con la mente saltando entre recuerdos lejanos y situaciones olvidadas. Al de unos segundos pareció recomponerse. Volvió a mirar a Bernardo directamente a los ojos—. Uno se apoya en sus creencias religiosas —continuó—. Pero ahora todo es distinto. Todas mis esperanzas, mis convicciones… todo en lo que he creído y lo que me ha guiado… —el general parecía protestar por una injusticia— se desvanece como un mal truco de magia justo cuando más lo necesito. Voy a morir —susurró—, y la perspectiva de desaparecer en el vacío de la nada no es tentadora, se lo aseguro. Por eso quería preguntarle… en qué cree usted en estos momentos.
Bernardo se quedó un largo rato pensativo, meditando y analizando internamente qué respuestas podía ofrecer en un momento como aquel, en el que ni él mismo tenía ya certezas propias ni consuelos.
—Cuando me enteré del acontecimiento —comenzó a decir Bernardo—, o mejor dicho, cuando empecé a asimilar de verdad la situación, todo mi mundo se derrumbó, como se derrumban los castillos de arena que construyen los chiquillos en las playas. Mis creencias, mis motivaciones, mis esperanzas… todo. Un tsunami había arrasado mi vida. Coincidió con su “invitación a acompañarlos”, por lo que durante esta retención he tenido bastante tiempo para pensar —Bernardo se detuvo un instante, ordenando sus ideas—. Durante la ausencia de Dios, debemos creer en el ser humano —la voz del exjesuita adquirió un tono más vehemente, casi como de arenga—. Mientras Dios no exista, el hombre ha de ser la medida de todas las cosas. Le diría que se guíe por ese criterio. Que en el fondo no es tan distinto del que nos dictan las religiones en las que usted y yo creemos. Me imagino que sus circunstancias y sus decisiones han sido especialmente complicadas. Tan solo guíese por ese criterio.
—A… lo largo de mi vida he sufrido muchas pruebas —relató Campbell, con la voz quebrada—, algunas de ellas muy duras. He vivido los horrores de la guerra. He sufrido la pérdida de seres muy queridos —el general respiró hondo. Parecía abatido—. Pero lo que ahora más lamento es el daño que he provocado por mis convicciones. Todo ese sufrimiento inútil… —Campbell negaba con la cabeza—. Me siento abrumado por mis errores. Especialmente con mi familia.
—¿Con su familia?
—Mi hijo —a Campbell se le humedecieron los ojos—. Su tendencia… nunca la he aceptado del todo.
Bernardo entrecerró los ojos, escrutando al general mientras descifraba el origen de su sufrimiento.
—Me imagino que habla de su orientación sexual, ¿no es así?
—Si. Me ha supuesto una enorme fuente de conflictos. Sobre todo al principio, cuando me lo contó. La Biblia es clara al respecto. Le hice la vida muy difícil. Me ha costado varios años normalizar mi relación con él. Pero en mi interior siempre ha supuesto una pesada carga. Ahora lamento tanto sufrimiento inútil.
Bernardo meditó unos instantes. Comenzaba a sentir compasión por el general Campbell.
—Le diría que la Biblia no es nada clara al respecto, pero me imagino que en este momento lo que diga o deje de decir la Biblia no le interesa, ¿no?
—La verdad es que no.
—Me lo imaginaba. Le repito lo mismo que antes. Mire, hay una anécdota de San Juan, sobre el que cuentan que cuando ya era muy mayor vivía en la comunidad cristiana de Éfeso. Sus discípulos ansiaban escuchar sus enseñanzas, porque había convivido con Jesús y había sido discípulo suyo. En muchas ocasiones llevaban en volandas al anciano apóstol al lugar de reuniones, ya que de tan debilitado que estaba no podía moverse con autonomía. Y ya al final de su vida, como un viejito sonriente, tan solo les recomendaba que se amaran mucho. Cuando sus discípulos, decepcionados, le preguntaban por qué solo repetía aquello una y otra vez, en lugar de instruirlos con vivencias más variadas, el Santo les contestaba sonriendo que aquello era lo verdaderamente importante, y que con que aquello se cumpliera, bastaba. Yo creo que hoy en día podemos guiarnos por ese mismo consejo. Me ha dicho que aunque le costó, acabó aceptando a su hijo. Eso es lo importante. Si ahora tienen una buena relación, me imagino que será porque su hijo le ha perdonado sus errores y su sufrimiento. Con eso basta. No le dé más vueltas al tema, porque no le va a aportar nada, salvo desesperación y desconsuelo.
Campbell bajó la vista, entristecido.
—Me imagino que tiene razón. Pero ya es tarde para mí.
—Nunca es tarde.
—Ya… —respondió Campbell en un susurro, escéptico—. Por lo demás, supongo que tendré que resignarme. La fiesta toca a su fin. Se apaga la luz y uno desaparece —el general esbozó una torpe sonrisa—. Le aseguro que no me hago a la idea.
—Ya sé que ahora mismo es posible que no conceda mucho valor estas palabras, pero no me importa: No pierda la esperanza.
—¿De que lo blanco sea negro? ¿Es esperanza o locura lo que me ofrece?
Bernardo sonrió.
—Un poco de cada, amigo mío. Un poco de cada.