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Campbell, desesperado, caminaba en círculos por su despacho. Las cosas iban de mal en peor. El coronel Pyrik, con la mirada perdida en el suelo, estaba enfrascado en sus propios fantasmas y pensamientos. Los últimos días habían sido nefastos. In extremis, habían conseguido abortar una filtración de información crítica sobre el acontecimiento. La habían detectado en el FSB de la Federación Rusa. Al parecer, un analista de Kiev había pasado información sensible a su mujer. Se trataba de un funcionario de bajo nivel, por lo que aún no sabían cómo había podido tener acceso a la información. En un hombre no preparado, esa información era una bomba de relojería. Solo era cuestión de tiempo que no soportara la presión y le contara a alguien su descubrimiento. Afortunadamente, habían podido detectarlo a tiempo y ahora el analista y su mujer dormían juntos el sueño eterno en un tanatorio de Kiev. El informe del forense apuntaba a una posible intoxicación. Seguramente alguna comida en mal estado. Salmonella o algo así. La verdad es que el FSB no se andaba con tonterías. Tres horas después de que se descubriera la filtración, la pareja degustaba un sabroso sorbete de mandarina. Coronado con sublimación de helado de cianuro. La nueva cocina rusa, que a veces es un poco indigesta.

Campbell empezaba a estar asustado. La primera filtración seria. Su experiencia le decía que cuando se abre la veda, las cosas suelen ir a peor. Ya no estaba tan seguro de poder contener la difusión del acontecimiento.

Además, estaba lo de Al-Isra. El equipo del capitán Davis y MacKree no conseguía localizar su cuartel general. Ni el general ni ninguno. Y la necesidad se había vuelto imperiosa. Hacía apenas dos días, la organización terrorista había asesinado a otro científico del equipo de Dematisse. Un técnico de bajo nivel. Los científicos de mayor rango estaban mejor protegidos. Pero lo verdaderamente inquietante era la inscripción que habían dejado en el escenario del crimen. La policía de Jerusalén se encontró el cuerpo del técnico, degollado como un cerdo, junto a una cerca a las afueras de la ciudad. En la pared, escrito con su sangre, una leyenda rezaba: “Los enemigos de Alá morirán por sus ataques al Islam”. Todo apuntaba a que Al-Isra estaba al corriente del acontecimiento. Y aunque por el momento no parecía que quisieran divulgarlo, solo era cuestión de tiempo que secuestraran a algún científico y los chantajearan con la difusión de la noticia si no cumplían alguna absurda exigencia.

Verdaderamente, Campbell comenzó a pensar que aquello se le escapaba de las manos. Agobiado por los problemas, recorría nervioso su despacho, deambulando en círculos como una fiera enjaulada en un recinto demasiado pequeño.

—Sigo pensando que no es una buena idea —comentó Pyrik, con el gesto torcido—. Se enterarán de nuestra existencia.

Campbell, fastidiado, elevó el tono de voz. Le dolía la cabeza.

—¿Y eso qué mas da en este momento? La cosa está muy mal. Tú lo sabes mejor que nadie. Y la opción del señor Wilson es la mejor que tenemos en este momento. Además, no tienes por qué preocuparte. Le implantaremos el chip. Si conseguimos controlar esta crisis tú mismo podrás eliminarlos.

—No sé… Demasiado riesgo. Además, ¿por qué demonios tienes que despertar también al cura?

—También conoce el acontecimiento. Quizás nos pueda ayudar con el Vaticano. Además, quiero hablar con él. Me gustaría… conocer su opinión.

—Lo que faltaba. Una bonita conversación teológica.

—¡Vamos, Pyrik, no me jodas! Estamos bloqueados —explotó Campbell—. Necesito opciones. Ideas, posibilidades. Un punto de vista externo. No sabemos nada de lo que se cuece en el Vaticano. Ni de a qué atenernos con ellos. No sé si son de fiar, si podemos esperar filtraciones, si van a perder la puta cabeza o si se callarán como una tumba. Al principio hemos dado por supuesto que no debemos preocuparnos por ellos, pero desde que nos informaron de aquel sínodo secreto no tengo tan claro que ese flanco sea seguro. Por no hablar de los Jesuitas, ya has visto lo que ha pasado.

—No sé, no me gusta. Pero tú verás lo que haces.

Unos pocos minutos más tarde, Brian Wilson, ojeroso y aún vestido con pijama y camiseta de tirantes entraba en el despacho de Campbell. Tras él, Bernardo di Lucca, demacrado y con un aparatoso vendaje en la cabeza, enfilaba la puerta con paso inseguro. Parecían espectros ambulantes recién sacados de la Laguna Estigia. Antiguos cadáveres resucitados con poco garbo. Cerraba la comitiva la teniente MacKree, que con gesto grave le echó una mirada furtiva a Campbell. Parecía avergonzarse del estado en que estaban sus propios prisioneros.

Campbell no se anduvo con rodeos.

—Caballeros, soy el general Campbell, comandante en jefe de la agencia de seguridad “Orión”, del Gobierno de los Estados Unidos. Lamento su situación, y les aseguro que al término de esta reunión les proporcionaremos los medios necesarios para que se aseen, así como unas dependencias donde descansar —Campbell hizo una pequeña pausa, tragando saliva—. Me imagino que no se les escapará la causa de su detención. Es bien simple: Conocen el proyecto Iova y sus implicaciones. Y no podíamos consentir que anduviesen libres con esa información en su poder. Su divulgación supondría un gigantesco factor de desestabilización social y geopolítica, y resultaría catastrófica para la estabilidad mundial. Y ese es un riesgo que no podemos permitir.

Di Lucca y Brian, aún abrumados por la nueva situación a la que habían despertado, intentaban comprender todo lo que les estaba contado aquel hombre. Bernardo aún tenía la mente puesta en el hotel de Roma, y en cómo unos encapuchados lo asaltaron en mitad de la noche. Ahora luchaba por asimilar el torrente de estímulos y de nueva información que le estaba cayendo encima. Por su parte, Brian, con una formación militar y cuarenta años más joven, enseguida se sintió aliviado. Aliviado e indignado, porque si bien era cierto que prefería ser secuestrado por el gobierno a serlo por unos fanáticos terroristas, lo cierto es que lo habían secuestrado. Y eso no le gustaba. Lo de Orión y su misión ni siquiera lo había entendido. Lo importante era que tenía frente a él a un general de cinco estrellas con cara de malas pulgas. En su interior se libraba una lucha: mostrarse digno, altivo y desafiante, estilo periodista del USA Today y defensor de los derechos civiles, o tratar de colaborar con aquellos militares. Era evidente que necesitaban algo más de ellos; si no, no les habían despertado ni estarían hablando con el comandante de todo aquello. ¡Y menudo tinglado era aquel! Brian no había oído hablar de Orión en su vida, pero el ascensor panorámico por el que había bajado y las instalaciones que había visto le decían que aquello era algo más que una simple agencia más o menos secreta. Y debía decidir su actitud para con aquella gente. Era posible que su vida dependiera de ello. La suya y la de Bernardo, que estaba sentado a su lado intentando navegar en la tormenta. Brian lamentaba haber metido a su amigo en aquel embrollo. Observando a Di Lucca llegó a la conclusión de que debía guardarse su orgullo y su ira y apurar al máximo sus opciones. Aquella gente no se andaba con miramientos. Su secuestro en Roma y el modo en que aquel hombre se había dirigido a ellos le decían que no titubearía en eliminarlos si con ello conseguía sus objetivos. Y la verdad es que bien pensado, estaban en un verdadero embrollo. La información que conocían era demasiado importante. Probablemente, aquella agencia les consideraba una amenaza. Un estorbo y un riesgo. Y en aquella especie de silo, nadie en el mundo se enteraría si les hicieran exhalar su último aliento. Lo que no consiguieron los soldados enemigos en el campo de batalla quizás lo conseguiría su propio ejército. Abatido por fuego amigo. ¡Quién lo iba a decir! Un ataúd con una bandera americana y un funeral muy sentido. Aunque bien pensado —reflexionó Brian—, lo más probable es que abandonaran su cadáver en un vertedero, entre drogadictos y pordioseros.

—No lo íbamos a divulgar.

—¿Cómo dice?

—Que no lo íbamos a divulgar —repitió Brian—. Somos conscientes del impacto que causaría en el mundo. La verdad es que pensaba que estaba investigando un escándalo armamentístico.

—Un escándalo armamentístico —la voz de Campbell sonaba escéptica.

—Así es.

—Ya. Y llegaron hasta Iova —Campbell se dirigió a su mesa y consultó unos papeles—. A través de Daniel Colmes, general de la Compañía de Jesús. Muy hábiles.

Brian y Bernardo guardaron silencio. Por su parte, Campbell miró brevemente al coronel Pyrik, que le hizo un gesto del tipo de “haz lo que quieras”.

—Señor Wilson, usted es marine, ¿no es así?

—Lo fui, señor. Ahora soy periodista.

—Ya sé que dejó el cuerpo. Veo que ni siquiera lleva el anillo.

Brian intentaba pensar a toda velocidad antes de contestar. No tenía claro en qué consistía aquella conversación, de modo que prefirió ser prudente.

—Así es.

—Les pondré en antecedentes. En realidad es muy sencillo. Estamos intentando lograr que el acontecimiento, que la noticia del descubrimiento y sus implicaciones no salgan a la luz pública. Una segunda línea de acción trabaja en el intento de refutar el experimento, aunque la verdad es que en eso no estamos teniendo demasiado éxito por el momento…

Bernardo di Lucca, que aparentemente se había recuperado, intervino por sorpresa.

—¿Para qué nos cuenta eso?

—Porque tenemos la sospecha de que la organización terrorista Al-Isra tiene conocimiento de la noticia y de que planea un atentado de grandes dimensiones. Y… Padre Di Lucca, porque tenemos la esperanza de contar con los servicios de su amigo, el señor Wilson, para intentar acceder a Al-Isra y neutralizarlos.

Brian, atónito, no daba crédito a lo que acababa de oír. ¿Le estaban pidiendo su ayuda?

—No lo entiendo —respondió Bernardo—. ¿Cómo puede Brian ayudarles?

Esta vez fue Pyrik quien respondió.

—El señor Wilson mantiene un canal de comunicación con la rama política de Al-Isra. Si no me equivoco, realizó una entrevista a Tawfik Rateb hace algunas semanas. Tienen buenas relaciones. Pretendemos que solicite de nuevo una entrevista, pero esta vez con Mukhtar al Din, líder supremo de la organización.

—Y qué quieren, ¿que cuando lo tenga frente a mí le pegue un tiro? —explotó Brian. Le parecía increíble que le estuvieran pidiendo un favor (de esa naturaleza) después de haberlo secuestrado.

—Nos basta con que llegue a verlo. Llevaría consigo un dispositivo de localización, de modo que nosotros nos encargaríamos de todo lo demás. Realizaría la entrevista y se marcharía. Luego llegaría la caballería.

—Un momento, un momento —intervino Bernardo—. ¿Qué pretenden hacer con ese hombre una vez lo tengan localizado?

Pyrik y Campbell se miraron instintivamente, como evaluando qué responder.

—No se trata solo de ese hombre —respondió Campbell—. Se trata de toda la organización Al-Isra. Es un grupo terrorista sangriento. Sus actividades…

—No me coloque el discurso —le interrumpió Bernardo—. Conozco perfectamente a Al-Isra. Los hemos padecido durante muchos años.

—Discúlpeme, Padre Di Lucca. Olvidaba que fue director del campo de refugiados de Nassala. Nuestro objetivo es neutralizar a Al-Isra. Descabezar su dirección y evitar que pongan en riesgo la divulgación del acontecimiento. Nuestra intención es detener y entregar a Mukhtar a la justicia israelí. Me imagino que sabe que está buscado por delitos de terrorismo. Y lo mismo para diversos miembros de su organización. Tenemos una lista. Todos ellos serán detenidos y tendrán la oportunidad de un juicio justo. Sin embargo… —Campbell se sentó en una silla frente a ellos—, hay una elevada probabilidad de que se resistan al arresto. En tal caso, regirán las normas de enfrentamiento.

—¿Las normas? ¿Qué normas? ¿Qué quiere decir con eso?

—Que le pegarán un tiro si se resiste —respondió Brian.

—Le habremos dado la oportunidad de entregarse. A él y a todos los que busca la justicia. Si eligen el enfrentamiento, es evidente que nosotros también abriremos fuego.

—Conmigo en medio. Es una oferta muy atractiva.

—Después de que se haya marchado —le corrigió Campbell—. Escúchenme, lamento lo de su secuestro —el general se volvió a levantar, quedándose de pie, pensativo—. De acuerdo, la verdad es que no lo lamento. Hice lo que tenía que hacer para evitar males mayores.

—No íbamos a divulgar nada.

—Eso yo no lo sabía. Y aunque lo hubiera sabido, en este momento no me puedo permitir ningún riesgo. El caso es que están aquí. Siguen con vida, y no se ha producido ningún daño irreparable —Campbell miró de reojo al vendaje de Bernardo.

Brian conocía demasiado bien las tácticas de los servicios secretos. Primero disparar, luego preguntar. Las amenazas se eliminan rápidamente y con discreción. El hecho de que siguieran con vida era algo sorprendente. A su pesar, reconoció que a aquel general aún le quedaba algún tipo de principio.

—Nunca llegaré hasta Mukhtar con un dispositivo de transmisión. Tengo dudas hasta de poder lograrlo sin ningún dispositivo.

—Créame, no tiene que preocuparse por ello. Le implantaremos uno que no podrán detectar.

Brian, fastidiado, buscaba excusas para oponerse. En realidad podría negarse sin más razones, pero probablemente, en su situación actual, no sería lo más inteligente. Aún seguían con vida, pero no era cuestión de tentar a su suerte. Sin embargo, no quería volver a trabajar para el ejército. Hacía tiempo que había renunciado a misiones, guerras y comandos. Y por experiencia sabía que aquella misión no iba a ser tan de color de rosa como se la estaban pintando. Entrar y salir… ¡y un cuerno! Miró a Bernardo con la duda dibujada en su rostro.

—¿Qué opinas? —le preguntó.

—Que no tienes elección —fue la lacónica respuesta de su amigo.

Brian, fastidiado, tomó una decisión.

—Está bien —respondió—. Lo haré.

—¡Excelente! —Bramó Campbell, estrechándole la mano, como si fueran dos amigos que acabaran de cerrar un trato—. Ha tomado la decisión correcta —le susurró al oído—. Y ahora —continuó, dirigiéndose a MacKree, que no había participado en la conversación—, alójenlos en la planta de oficiales. Que se aseen y que descansen. Y póngalos al corriente de la operativa.