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Susan Sullivan terminó rápidamente de poner la mesa. Frances había llegado ya, y el resto de sus amigas estarían al caer. No era la primera vez que hacían “noche de chicas”, por supuesto, pero hacía bastante tiempo de la última vez que quedaron juntas. Las reglas siempre eran las mismas: nada de novios ni de maridos. Una cena ligera y salir de fiesta. Y en aquella ocasión le tocaba a Susan ser la anfitriona. Sus amigas ya sabían de sus escasas dotes —e interés— en asuntos de cocina, de modo que Susan decidió pasar de formalismos y encargó unas pizzas a la tienda de la esquina, que presumía de tener las mejores pizzas de toda la costa Este. Y la verdad es que no estaban malas, si no te importa el picante.

A Susan se le había ocurrido compensar su pobreza culinaria —que en realidad a nadie importaba, ya que de lo que se trataba era de estar juntas y ponerse al día— con una mesa espectacular. Se había comprado en un centro comercial diversos artilugios de decoración de mesas de comedor, como unos manteles individuales estampados, un juego de servilletas caras y platos especiales. Solo en las copas se había gastado más de 200 Dólares. Lo justificó pensando que ya era hora de tener un juego de mesa decente. Hasta entonces siempre se había conformado con unos sencillos vasos y platos que regalaban con los puntos del supermercado. Al fin y al cabo, la mayor parte del tiempo solo los veía ella. Con motivo de la visita de Brian a cenar, hacía ya más de un mes, había comprado unas velas románticas, pero ahora tenía una mesa sencillamente espectacular.

—Joder, comer una pizza en esa vajilla va a ser como follar con Donald Rumsfeld en la suite imperial del Hilton.

—Desde luego, que bestia eres a veces, Frances.

—¿Qué? Es la verdad. Me recuerda a aquella vez en la que mis padres se fueron de vacaciones cuando tenía catorce años y me dejaron la casa para mí todo el fin de semana. Justo un día después de cortar con Tom. Compuesta y sin novio. Al final tuve que recurrir a Daniel, más que nada para no desaprovechar la ocasión. Pero claro, no fue lo mismo.

—¿Te tiraste a Daniel? ¡Si era un coco!

—Chica, tenía catorce años. En aquel momento me habría tirado a cualquiera —respondió Frances muy digna.

—En aquel momento y en este —murmuró Susan.

—¡Qué dices! Ahora soy mucho más selectiva —Frances sonrió con picardía—. Por cierto, a ver si vamos al Latino, que el otro día conocí a un cubano muy guapo y creo que hoy estará de nuevo.

Susan terminó de poner la mesa, sonriendo a su pesar. Frances tenía un gran éxito entre los hombres, y no era para menos. Su belleza escultural de diosa etíope atraía a los chicos como la miel a las moscas, lo cual evidentemente la complacía sobremanera. Y estaba soltera. Ella y Susan eran las únicas que estaban solteras y sin compromiso. El resto de sus amigas estaban casadas o tenían novio desde hace tiempo.

La velada fue todo un éxito. Al igual que las pizzas, aunque en eso, Susan jugaba sobre seguro; la mayoría de sus amigas estaban a régimen perpetuo, y disfrutar por una vez de una sabrosa y grasienta pizza casi les había hecho saltar las lágrimas de placer. Al fin y al cabo, un día es un día. Tampoco es que estuvieran gordas, en absoluto; más bien estaban preocupadas con su figura. Como decía Inga, “más vale prevenir”.

Maddie, Alba e Inga comenzaron a hablar de trabajo. Se habían enfrascado en una monótona conversación acerca de sus bufetes y de sus juicios. Dos de ellas eran abogadas, mientras que Maddie era policía.

—Alto, alto, alto… nada de trabajo, ¿vale? —interrumpió Susan elevando la voz—. Esta noche es para divertirnos. No quiero oír hablar de citaciones —añadió, mirando directamente a Alba—, ni de cuánto ha crecido el crimen —esta vez miró a Maddie—, ni de jefes —sentenció, mirando a Frances.

—¿Ni siquiera si están buenos?

—Vamos, chicas, ¡ya apenas nos vemos! No quiero pasar la noche oyendo aburridas conversaciones de trabajo.

—Bueno, entonces ¿por qué no nos cuentas qué tal te fue la otra noche con Brian? —preguntó Maddie con malicia—. Qué, ¿hubo tema o no hubo tema?

—Con lo sosa que es Susan, seguro que se pasaron la noche hablando —apostilló Frances con un vago gesto de reproche.

—Pues si, hablamos mucho. ¿Qué pasa? Yo no soy una ninfómana como tú.

—Ay, cariño, eso es porque no lo has intentado. Siempre he pensado que detrás de esa pose de mosquita muerta hay una tigresa devora hombres. Estas tres ya tienen novio y están socialmente muertas, pero tú y yo…

—Oye, que yo estoy medio saliendo con Brian.

—¿Medio saliendo? Vamos, esa relación no hay quien la entienda. Ni siquiera tenéis sexo.

—Joder, que nos hemos acostado.

—Una vez no cuenta —intervino Alba—. La primera vez es como de prueba. Un polvo sin compromiso. El que cuenta es el segundo. El que se hace por algo más. Si se repite, es que hay algo.

—Bueno, no pienso discutir mi vida sexual con vosotras. Tú estuviste seis meses saliendo con Adam antes de acostarte con él —Susan señaló a Alba—, así que no me digas, ¿eh?

—Bueno, bueno, de lo que se entera una en estas cenas… —comentó Frances con ironía.

Alba cedió, suspirando.

—En fin, tú sabrás lo que haces, pero yo no dejaría pasar mucho más tiempo. Ni para adelante ni para atrás es mal rollo y te corta las alas.

Susan se enfurruñó un poco son la monserga de sus amigas. ¿Qué sabrían ellas? Aunque la verdad es que últimamente casi no veía a Brian. Desde que se había ido a Israel, dejándola casi con la palabra en la boca, apenas habían podido hablar un par de veces. Y la segunda fue por un tema de trabajo.

En realidad se aferraba a la primera llamada. Brian le volvió a pedir perdón por su repentina marcha y le aseguró que se lo compensaría. Eso mantenía sus esperanzas. Aunque bien pensado, la verdad es que no era gran cosa.

Las cinco amigas, por insistencia de Frances, acabaron en el Latino, y a todas luces puede decirse que fue una gran decisión, porque se lo pasaron realmente en grande.

El Latino era un bar-discoteca de moda, en el que todo el mundo parecía ser un maestro bailando salsa. Era un local muy popular, con lo que estaba poblado por todo tipo de gente; desde jóvenes universitarios hasta ejecutivos, aunque ciertamente predominaban las personas de origen hispano. Y el ambiente de alegría y desinhibición era realmente provocador. Gente animada, desde luego.

Fiesta en estado puro.

Susan no recordaba el día en que se hubiera reído más que aquella noche, viendo a sus amigas aferrándose a unos morenazos y tratando inútilmente de seguir el ritmo de la música. El cosquilleo del alcohol las empujaba a contonearse, con más voluntad que estilo, sin ninguna vergüenza ni pudor. La penumbra de la pista de baile y el ambiente de fiesta suplía sus carencias como bailarinas. El caso era pasárselo bien. Y a juzgar por sus múltiples parejas de baile, a nadie importaba su rocambolesco estilo.

Aunque por otros motivos, observar a Frances también era entretenido. Tan pronto como entró en la discoteca, atrajo sobre sí las miradas y los flirteos de toda la concurrencia. De muchísimos hombres y hasta de alguna mujer. Como además tenía mucha marcha, era inevitable que acabara despidiéndose prematuramente de sus amigas mientras arrastraba del cinturón a un joven cubano que sonreía con cara de felicidad.

—Buenas noches, señoritas, espero que tengan una velada agradable —se despidió el joven, cortésmente.

«La verdad es que los cubanos son muy educados —pensó Susan—. Caballerosos. Como a la antigua usanza. Ya podría aprender Brian de aquello, siempre tan reservado».

La noche se prolongó hasta bien entrada la madrugada, y cuando Susan llegó a su casa —un chico dominicano le pidió un taxi—, aún no se le había pasado la borrachera. No es que estuviera como una cuba, pero desde luego se notaba achispada, alegre.

Se tiró bruscamente sobre su cama y lo único que hizo fue quitarse los zapatos. Estaba agotada, y la habitación comenzaba a darle vueltas. Solo había tomado un par de copas, pero la verdad es que no estaba acostumbrada a beber. Pensó con un poco de pesar que podría haberse traído a su casa a cualquiera de los chicos con los que había bailado. Era evidente que la deseaban. Claro, ella era una gran bailarina. Y estaba estupenda. En realidad se sentía un poco estúpida por no haberlo hecho. Sus amigas igual tenían razón. Tanto empeñarse con Brian le estaba cerrando puertas.

Al calor de estos pensamientos, un poco nebulosos, le vino el repentino impulso de coger el teléfono de la mesilla y marcar el número del móvil de Brian. Da igual que fuera de madrugada, o que estuviera en a saber qué país. Que se despierte. Iba a aclarar todo el maldito asunto de una vez por todas. Y le iba a poner firme. ¡Tanto rollo de jugar al escondite!

Susan se dio cuenta de que igual estaba más borracha de lo que pensaba cuando se percató de que era el tercer intento que hacía de marcar el número en el teléfono. Pero le dio igual. Sentía una pequeña euforia por tomar por fin las riendas de la situación y hasta se imaginaba la conversación que tendría con su novio. En ella, le exigía un compromiso más claro y Brian caía derretido a sus pies.

Hola, has llamado a Brian Wilson, ahora mismo no puedo coger el teléfono porque estoy con Susan en su cama haciendo el amor toda la noche. Deja tu mensaje después de oír la señal.

El pitido del contestador sobresaltó a Susan. ¿Qué demonios había oído? Empezaba a costarle mantenerse despierta.

—Hola, Brian —balbució—; ya veo que pasas de cogerme. Mira, si no te importo ni te intereso lo mejor es que dejemos de vernos. Así que tú mismo… joder, que borracha estoy.

Acto seguido, colgó el teléfono. Al diablo con Brian. Si no la valoraba, es que no la merecía. Desde ese día, Susan Sullivan iba a ser una cazadora intrépida en territorio salvaje. Que tiemble Frances.

Y con una inocente sonrisa en los labios se durmió, agarrada cariñosamente a la almohada de su cama vacía.

Oculto tras un armario, Abdul esperó pacientemente hasta que la respiración de la joven extranjera se normalizara. No quería llamar la atención, por lo que una acción en plena noche, con la mujer dormida, era la mejor opción. El muyahidín se permitió relajarse un poco cuando se dio cuenta de que la joven ya apenas se movía. Unos minutos más tarde, su respiración profunda y regular le indicó que ya estaba profundamente dormida. Con sumo cuidado, impregnó el pañuelo con un chorro de cloroformo y se acercó lentamente a la enorme cama.

Cuando ya estaba a apenas veinte centímetros de su cama, se abalanzó sobre ella con un gesto rápido y le tapó el rostro con el pañuelo. La mujer, mucho menos corpulenta que Abdul, casi no opuso resistencia, y en apenas quince segundos el cloroformo hizo su trabajo.

Mucho más relajado, Abdul se encargó de dejar la nota que le había entregado Mukhtar. Un pergamino de cáñamo con una sola frase:

—Brian Wilson. Al-Isra.

El cebo perfecto. Antes o después encontrarían la nota y avisarían al periodista.

Satisfecho, el muyahidín observó a la extranjera. Iba vestida con poca ropa, y a juzgar por el olor y por el estado en el que había llegado, estaba borracha. Típico de una sociedad decadente. Verdaderamente, Occidente era una amenaza para las sanas costumbres del Islam. Lleno de mujeres licenciosas que no siguen leyes ni moral alguna.

Pues bien, cuando despertara, aquella joven sería gobernada por la Sharia.