Un penetrante olor a sándalo inundaba toda la estancia. En un extremo de ella, imponente, Mukhtar al Din concedía audiencia. No era raro que muchos de sus muyahidín le solicitaran consejo o asesoramiento sobre todo tipo de temas: desde asuntos religiosos hasta de costumbres, pasando por cuestiones familiares o de honor.
Mukhtar se sentía complacido cuando un hermano combatiente le pedía consejo. Y no eran pocos los que lo hacían. Familiares de sus hombres, y hasta simples simpatizantes acudían al amparo de su sabiduría. Mukhtar solía lucir orgulloso un turbante negro, que lo identificaba como descendiente de Mahoma, y con el que conseguía presentarse ante su audiencia como una autoridad superior poco menos que elegida por el profeta.
Aquella mañana Mukhtar estaba sentado en una sencilla silla de madera, y entre cita y cita releía pasajes del Corán. El aroma de sándalo le recordaba su estancia en las madrasas de Irán, y conseguía que el férreo combatiente y líder espiritual de Al-Isra se concentrara con mayor intensidad. El enorme sótano estaba, como casi siempre, envuelto en una suave penumbra que ayudaba a mantener una conversación relajada. Hacía poco que habían regado el polvoriento suelo de tierra prensada, por lo que la suave humedad del ambiente potenciaba enormemente el aroma de las esencias que se prendían en un pequeño brasero de bronce.
Un joven muyahidín entró en el sótano y se acercó a Mukhtar. Se trataba de un jovencísimo soldado, que pese a su edad ya se había encargado de diversas tareas de responsabilidad. El mismo Mukhtar había apadrinado su ingreso hacía casi dos años, y le tenía un afecto especial. Se trataba de un hombre valiente, temeroso de Dios y que lo idolatraba con una fe ciega.
—Ulema Mukhtar, que Alá lo guarde.
—Amigo Radí, fiel siervo de Alá, me alegro de verte. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Vengo a pedirle consejo, venerable Mukhtar. Se trata de mi mujer. Me da quebraderos de cabeza.
Mukhtar sonrió.
—Las mujeres suelen darlo. ¿Cuál puede ser el motivo, en tu caso?
—No acepta mi autoridad. Es rebelde, y pretende tener la razón en asuntos en los que ni siquiera debería opinar.
—¿Y cómo has actuado para corregir esa situación?
—Precisamente por eso venía, Ulema. No encuentro más forma de corregirla que con la fuerza, pero… no da demasiado resultado. Y a este paso me quedo sin mujer.
—Querido amigo, en estos casos el empleo de la fuerza solo es aceptable como último recurso. Nunca como el primero. Además, hay sistemas mucho más eficaces, y más nobles, para corregir a una mujer rebelde.
—Se lo ruego, Ulema Mukhtar, ilústreme con su sabiduría y dígame qué debo hacer.
—Te veo poco versado en la Sharia, amigo mío. Has de tratar a tu mujer como tu bien más preciado. Tus padres son pastores. ¿Acaso no tratan con consideración y afecto a una oveja tozuda? Pues ¡cuánto más vale una mujer que una oveja! La mujer es un regalo de Alá. La ha colocado a nuestro lado para que nos acompañe y nos sirva. Y para que sea la madre de nuestros hijos. Trátala con cariño, y si ves que yerra en alguna de sus actitudes, o que se desvía del camino que rige su destino, enciérrala en sus dependencias. Que se dé cuenta de que si no cumple con sus obligaciones, tampoco detentará ningún derecho. Durante ese periodo, no habrá de ver a nadie. Ha de tener tiempo para reflexionar. Ayúdala, leyendo desde la puerta pasajes del Corán. Y por supuesto, tú tampoco has de verla.
—¿Y cuánto tiempo he de mantenerla encerrada?
—Bueno, eso depende de la mujer. En realidad es ella misma la que se cierra las puertas. Ha de elegir entre abrirse al Corán o encerrarse en sí misma y en esa habitación. Tú sólo puedes intentar ayudarla, del modo en que te he dicho. Ilústrala con la palabra del profeta, que Alá lo guarde.
—¿Y si eso no funciona?
—Si un fiel no obedece las leyes del Islam, no merece vivir entre la gente civilizada. Así lo dicta Alá.
Mukhtar despidió a un agradecido Radí, que se fue recitando agradecimientos y alabanzas a la sabiduría de su interlocutor. El líder de Al-Isra lamentó secretamente la situación que le había referido su discípulo. Cada vez eran menos las mujeres virtuosas que se sometían completamente al Corán. Sin duda alguna, la decadencia occidental infestaba a todo el mundo con sus obscenas costumbres. Y la Ciudad Santa no se escapaba de ese maligno influjo. Era un cáncer que lo invadía todo.
La tarde trajo malas noticias. Abdul Rafshanjani, su mejor hombre y guardaespaldas personal, y a quien había enviado a prender al periodista occidental, había regresado de su búsqueda. Con él, Mukhtar siempre se ahorraba los preámbulos y los rodeos. Era un hombre directo y basto, al que le gustaba ir al grano.
—¿Y bien? —le preguntó Mukhtar, expectante—. ¿Has traído contigo al perro que asesinó a mi hermano pequeño?
—No lo he encontrado. He seguido su rastro por todo Jerusalén, desde antiguos hoteles hasta una residencia de cruzados en el monte Alhibi. Su pista me llevó hasta Roma, y creo sinceramente que estaba pisándole los talones, pero de la noche a la mañana desapareció del hotel en el que estaba alojado. Ha sido como si se lo hubiera tragado la tierra. Sin pagar y sin recoger su equipaje, se esfumó junto con un sacerdote cruzado con el que viajaba. Le he traído sus pertenencias y su ordenador portátil. Aquí los tiene.
—¡Qué me importan a mí sus pertenencias, ni las herramientas con las que nos engañan! —Mukhtar lanzó violentamente el Sony Vaio hacia la pared de roca del sótano. El pequeño portátil impactó contra una arista y se abrió, quedando en el suelo, desvencijado.
—Lamento haberle fallado, Ulema.
Mukhtar sintió cómo la ira, la indignación y la rabia se adueñaban de él. Su hermano había sido asesinado por un hombre al que no encontraba. Para él era importante restablecer el honor de su familia, cobrando una justa venganza por el delito cometido. Si no lo vengaba, su hermano nunca le perdonaría. Mukhtar trató de serenarse. Con Abdul, los gritos y las amenazas no surtirían ningún efecto. Además, tenía claro que debía mantener la mente fría y no descontrolarse. Su hermano le necesitaba. Algo se podría hacer.
—¿De modo que lo has perdido en Roma y te has venido aquí con la losa de tu fracaso? —le espetó Mukhtar con desdén.
—No osaría darme por vencido tan fácilmente. Cuando le perdí el rastro en Roma me dirigí a Washington, el corazón del enemigo y la ciudad en la que trabaja y vive.
—Así que es de Washington. No sé por qué no me extraña.
—Investigué en su trabajo, con sus amigos, con su novia. Nadie sabe nada de él. No lo han visto desde hace semanas —Abdul pareció vacilar un momento—. Tras unos días investigando, vi que aquello no conducía a ningún sitio y decidí regresar para informarle y… para recibir nuevas instrucciones.
Mukhtar, concentrado, repasaba mentalmente la secuencia de hechos que le había referido su discípulo. Con la mano en la boca, visualizaba los pasos que había dado Abdul, así como los detalles de cuanto le había contado. Cuando repasó la parte de Washington, levantó la vista, y mirando fijamente a Abdul le dijo en un susurro:
—¿Con quién has hablado en Washington?
—Con compañeros de trabajo, en los bares y cafeterías de su entorno, con sus amigos… hasta con su novia. Que tampoco sabe nada.
—Con su novia —una sonrisa triunfal se adueñó del rostro de Mukhtar. Había dado con la tecla, que pulsada correctamente, le traería a Brian Wilson—. Excelente. Hemos encontrado algo. Esa mujer… —Mukhtar, sonriente, hizo una pausa, como si estuviera decidiendo algo importante— quiero conocerla. Vete a Washington inmediatamente y tráela a mi presencia.
Abdul comprendió. Y una sonrisa de complicidad afloró, malévola. Si el profeta no iba a la montaña, sería la montaña la que se le acercara.
Con un buen cebo.
Como por arte de magia, Mukhtar recuperó el buen humor. El asunto del periodista pronto estaría resuelto. El occidental acudiría al rescate de su zorra. Y si no lo hacía, al menos alguien pagaría por el delito cometido. Recordó también que su plan de ataque pronto estaría listo. Habib se formaba sin novedad y pronto estaría listo para infiltrarse en el corazón del enemigo. Y con un Caballo de Troya, destruiría la amenaza desde dentro.