28

Andy Davis estaba inquieto. Había tenido que acompañar a MacKree de vuelta a Orión y dejar su misión y a sus hombres en Jerusalén. Y eso no le gustaba. Se encontraba más a gusto sobre el terreno, donde sentía que hacía algo más provechoso. Al menos, Ellen estaba con él. No era como estar con sus hombres, pero al menos era casi como estar con alguien de operaciones. Bueno, algo parecido. Además, se llevaban bien. Cuando estaba con él, la teniente mostraba su lado más relajado y cercano.

El capitán miró su reloj: Las doce y media del mediodía. Había quedado con MacKree para comer, pero la teniente se retrasaba, y el comedor de la planta sub tres empezaba a llenarse. Además, había una larga fila de personas que aguardaban su turno para pedir un sándwich para llevar. Se lo comerían en su puesto de trabajo, o en alguna reunión. Andy no quería acabar en esa fila, mordisqueando luego un bocadillo frío en cualquier esquina, como si fuera un homeless.

—Joder, creí que ya no venías. Me estoy muriendo de hambre.

La teniente fingió un gesto de reproche.

—Desde luego, con todo lo que tragas no me explico cómo consigues mantenerte en forma…

—Ya, bueno, las ventajas de estar todo el día en el gimnasio —le respondió Andy guiñándole un ojo—. Y pertenecer a operaciones especiales —añadió con sorna—. Venga, que todavía nos vamos a quedar sin sitio. ¿Por qué has tardado tanto?

—El equipo de Chicago nos ha presentado sus conclusiones.

—¡Ah! ¿Y qué han dicho? ¿Podremos reconvertir las iglesias en discotecas o tendremos que seguir aguantando sermones?

—Parece mentira que frivolices con eso.

Andy sonrió abiertamente, riendo maliciosamente.

—Me encanta chincharte. A veces eres tan… seria.

—Y tú tan bobo.

El enorme comedor de Orión estaba a rebosar. Davis y MacKree se dirigieron a una de las pocas mesas que había vacías. La estancia parecía más un gallinero que un comedor militar. Al fin y al cabo, aquel lugar era el sitio en el que los agobiados miembros de la agencia se relajaban un poco en mitad del día.

La teniente MacKree observó con asombro cómo el capitán Davis atacaba su hamburguesa. Tamaño súper gigante. Parecía mentira que pudiera llegar a morder una hamburguesa de ese tamaño. Ella no podría. Tendría que desencajar la mandíbula, como las serpientes, para llegar a comerla. Aún recordaba la primera vez que comieron juntos una hamburguesa. Fue en ese mismo comedor, y ella pidió cuchillo y tenedor. En aquel momento Davis no dijo nada, pero más adelante le cogió el gusto a recordárselo y a tomarle el pelo con ello. Ella se vengaba llamándole Ratatouille, un apelativo que le recordaba cómo se presentó el capitán el primer día de MacKree en Orión: Como el Ratón Mickey, el guía de Disneylandia.

—Pensaba que te gustaban más las hamburguesas de Mc Donald’s —comentó MacKree—. Son más manejables, y no saben a tofu como estas.

—¡Estas no saben a tofu! —Protestó Andy.

—¿Las prefieres a las ricas y jugosas hamburguesas de Mc Donald’s? ¿En serio?

Andy se quedó pensativo un momento, como recordando el sabor perdido de un Big-Mac. Hacía tiempo que no tomaba ninguno.

—Dime la verdad; ¿cuál es mejor? —insistió MacKree.

Andy, incapaz de decidirse por una, titubeó ligeramente.

—Es que… son distintas.

—Joder, ya sé que son distintas; si fueran lo mismo no habría que compararlas. MacKree se giró y tomó del hombro a un joven soldado, que devoraba con fruición una especie de revuelto aderezado con una salsa amarilla.

—A ver, tú —le espetó al soldado—; ¿qué hamburguesa es mejor, la Big-Mac de Mc Donald’s o la que sirven aquí, en Orión?

El soldado, cogido de improviso, se rió con sus compañeros de mesa por lo inesperado de la pregunta.

—Bueno… no sabría decir… —el joven parecía azorado, con la mirada perdida, intentando valorar ambos productos—. Una es más grande; la de Orión, por supuesto. La otra es más… me parece que tiene más sabor, pero…

—¿Pero qué?

—No sé, son distintas.

—¡¡Joder con que son distintas!! ¡Ya sé que son distintas! Por eso te pido que me digas cual te parece mejor. ¿Pero que os ha dado a todos con decir que son distintas?

El soldado, sorprendido por el enfado de la oficial, se apresuró a rectificar, un poco torpemente, su análisis.

—Ciertamente, señor, digo… señora. La… la Big-Mac seguramente sea mejor. Si. Estoy seguro —le contestó, ruborizado, mientras buscaba con la mirada apoyo en sus compañeros de mesa, que se morían de la risa por la inocente reacción de su colega.

—Da igual. Sigue comiendo lo que estés comiendo —zanjó MacKree, mientras echaba un vistazo al plato del soldado—. ¿Qué demonios es eso que comes?

—Mandalaj, señora. Un plato judío. Apenas como carne.

MacKree se giró de nuevo hacia el capitán Davis, que se tapaba la boca con las manos y a duras penas podía contener la risa.

—No quiero oír ni una burla —le advirtió MacKree, muy seria—. Capullos…

—Ah, desde luego —accedió Andy—. Pero capullos distintos. Vamos, ¡no te enfades! Prometo no compararte con nadie.

—Más te vale.

—Bueno, como mucho… con mi tía Mary Anne, que ponía la misma cara de enfurruñada que tienes ahora mismo.

MacKree suspiró, maldiciendo por lo bajo la estupidez de la raza humana. Sin embargo, era incapaz de enfadarse con Andy. Le encantaba esa sonrisa de niño travieso, y a su lado ella misma se sentía menos encorsetada y se relajaba un poco. Y es que acostumbrada como estaba a trabajar en un entorno tradicionalmente machista, había desarrollado la habilidad de mostrarse siempre enormemente profesional y distante. Como mujer, en el ejército había tenido que demostrar el doble de competencia que sus colegas varones. Por eso mantenía siempre la distancia, evitando mostrarse tal como es. Una técnica con la que minimizaba su personalidad y que siempre le había funcionado. Pero con Andy aquello no servía. Era el primero que se había interesado por ella como persona, y no solo como oficial o miembro del ejército. Con Campbell había tenido una sensación similar, aunque distorsionada por las circunstancias de cómo se conocieron.

—Anda, termina tu hamburguesa, que al general no le gustan los retrasos.

—No quiero más. Desde que me lo has dicho, me saben a tofu. Además, tienes razón; son mejores las de Mc Donald’s —le dijo Andy, sonriendo maliciosamente.

MacKree suspiró.

—Joder, que paciencia…

Los dos oficiales se dirigieron al despacho de Campbell. El general los había llamado para que le informaran sobre la misión en Jerusalén. Aparentemente, la situación estaba controlada. El tercer equipo científico ya se había instalado y llevaba tiempo trabajando en la repetición del experimento. Estaba, además, debidamente vigilado. En cuanto a la Yihad Al-Isra, la unidad de operaciones, con Andy al mando, había forzado al máximo la maquinaria para extraer información, echando mano de cualquier medio: Confidentes, sobornos, amenazas, y en general cualquier cosa que les fuera útil para comprender y localizar a los terroristas.

Tomaron el ascensor panorámico y bajaron por el atrio. El despacho de Campbell estaba en la planta sub siete, en La Cripta.

—¡Capitán Davis!

Un joven les hizo señas para que se detuvieran.

—Capitán, necesitamos que venga y que nos eche una mano con el paquete.

—¿Ahora? ¿Qué demonios pasa? Tengo una reunión con Campbell.

—Nos está creando dificultades, señor.

—Está bien. Teniente, empiece sin mí —Davis se dirigió a MacKree—. No creo que tarde.

—¿Está seguro?

—Seguro. Dígale a Campbell lo que ha pasado y que voy en un rato.

El general se sentó en un sillón que había junto a su escritorio. La teniente MacKree tomo asiento frente a él.

—No hay problema. Empezamos sin él. He de decir que han realizado un excelente trabajo.

—La verdad es que aún queda mucho por hacer. Hemos conseguido establecer un seguimiento a varios miembros de Al-Isra, pero aún no hemos localizado ni su cuartel general ni a su líder.

—Aún así. Lo que han conseguido ya es mucho. Han evitado una crisis importante.

—Hemos tenido mucha suerte. Teníamos intervenido el móvil de Tawfik Rateb. Hemos aprendido mucho de sus conversaciones. Ya sabíamos que son el escaparate político de Al-Isra. Ahora además podemos demostrar una relación orgánica; en el fondo son la misma organización. Hemos conseguido montar la operación gracias a la información que hemos obtenido de este pinchazo.

—Una operación brillante, por cierto.

—Gracias, general.

—Me consta que ha encajado muy bien en el grupo de operaciones, y que tiene una relación especial con el oficial al mando.

MacKree se sonrojó solo un poco.

—Especialmente buena, quiero decir —aclaró Campbell.

—Nos llevamos bien —acertó a responder.

Campbell sonrió.

—Es un buen chico. Buen soldado. Y un buen partido.

Campbell se movió pesadamente sobre el sofá, cambiando lentamente de posición. Parecía cansado. Estaba ojeroso, y más preocupado de lo que era habitual en él.

MacKree continuó informándole de sus progresos en la neutralización de la amenaza de Al-Isra. Habían conseguido convencer a un alto cargo de la policía de Jerusalén para que les informara de algunas de las actividades y reuniones del grupo terrorista. Además, su topo en el Mosad estaba siendo de gran ayuda. Al parecer los israelíes tenían bastante controlada a la organización. Cosa que, por otra parte, no les sorprendió; los judíos siempre han sido diligentes en la seguridad interior. Y el equipo de intervención de Orión estaba realizando una tarea de investigación fantástica. Les estaba costando una pequeña fortuna, pero ante el dinero no había nadie que se resistiera. Y el que lo hacía terminaba colaborando igualmente, aunque forzado por otro tipo de técnicas, mucho menos agradables.

—Por el momento no conseguimos localizar la sede de Al Isra. Sin embargo, hemos detectado un inusual aumento en sus actividades —comentó MacKree—. Hasta los israelíes están sorprendidos. Han incrementado los ataques, y se rumorea que están preparando una acción de gran envergadura. Algo que va más allá de pequeñas acciones.

—¿Alguna idea de qué pueda ser?

—Nuestras investigaciones apuntan a un atentado de grandes dimensiones. Algo potente. También podría ser un secuestro. Se están moviendo mucho en provisiones y logística.

—¿Nuestros científicos están seguros?

—Por el momento si. Apenas salen del complejo de investigación, y desde aquel atentado está fuertemente custodiado por soldados. No creo que debamos preocuparnos por ellos, al menos por ahora.

—Bien, pues tendremos que centrarnos en eliminar la amenaza externa. Ya ha oído al equipo de Chicago: la teoría es correcta, y sabe tan bien como yo que el mundo no está preparado para soportar sus implicaciones.

—No hace falta que me lo recuerde, general. De todas formas, aún faltan los informes de los otros dos equipos científicos, ¿no? Tengamos un poco de fe; igual encuentran un fallo…

El general Campbell bajó la vista. Tenía una mirada extraña. Parecía una mirada perdida, como si el general estuviera enfrascado en secretos y oscuros pensamientos.

—La fe es un atributo que en este momento no creo que pueda conseguir… —respondió, con voz entrecortada. Rebuscó en un portafolios y le lanzó una carpeta marrón del ejército.

—Tenga. Es el informe del segundo equipo. El único compuesto solo por personal científico militar. Me lo enviaron ayer por la noche.

MacKree, sorprendida, entreabrió la carpeta. Era un informe voluminoso. Revisó por encima las conclusiones, aunque en realidad no lo necesitaba. Todas las conclusiones estaban impresas en el rostro de Campbell.

—General, yo…

Campbell la cortó repentinamente con un espasmo. Comenzó a toser y se llevó un pañuelo blanco a la boca. Pese a sus intentos, la tos no cedía, y se pasó varios minutos con una fea tos seca, espasmódica e inquietante. Una tos con personalidad propia y malas intenciones, que se agarraba a Campbell con una insistencia diabólica. Mientras tanto, MacKree, inquieta y sin saber bien qué hacer, le ofrecía un vaso de agua.

Por fin, pasado un rato, las toses cedieron. El general estaba congestionado por el esfuerzo, y apretaba con fuerza un pañuelo que ya no era blanco.

—Por el amor de Dios, general, ¿qué le sucede? —le preguntó la teniente señalando la sangre del pañuelo.

—Nada, nada… olvídelo —respondió Campbell, un poco azorado—. No es nada. Una vieja herida de guerra que a veces me da la lata.

MacKree observaba el pañuelo con gesto serio. Enseguida comprendió que aquello no era una vieja herida.

—Pues… lo cierto es que no parece una herida… ¿seguro que esta bien?

Campbell no pudo evitar sonreír levemente.

—¿Acaso es usted médico? —le preguntó con descaro.

—La sangre es oscura, casi negra. No necesito ser médico para saber que no es sangre superficial de una vieja herida que se reabre…

Campbell resopló, fastidiado. Lo malo de contar con gente brillante es que lo son a todas horas y en todas partes. En fin, sabía que no podría ocultar aquello a todo el mundo todo el tiempo. En realidad dentro de Orión era raro que prosperaran los secretos. Y la teniente le había demostrado ya varias veces una gran perspicacia. El Presidente le había hecho una buena recomendación, a fin de cuentas.

—Es evidente que es usted un buen fichaje. Le auguro una brillante carrera en Orión —contestó, con una mueca.

—¿Qué le sucede?

—Nada raro. De hecho, es lo más natural del mundo.

—¿Qué…?

—Me estoy muriendo.

El rostro de la teniente adquirió súbitamente la consistencia de una estatua. Se quedó petrificada, incapaz de mover un solo músculo. Le costaba creer lo que acababa de oír. ¿Campbell enfermo? ¡Si era el jefe! Los jefes no enferman. Siempre están ahí, para fastidiarte o ayudarte, según les dé.

La teniente observó al general tirar con resignación el pañuelo a una papelera, y súbitamente se percató de lo mucho que significaba Campbell para ella. Rememoró el día en que se conocieron, y el fuerte impacto que le produjo la conversación con el general. Sus revelaciones. La loca carrera en coche. Aquel día cambió su vida. Fue él quien la introdujo en Orión, y una vez dentro la apoyó y confió en ella. Todavía era el día en que el general Campbell era la persona más cercana a MacKree dentro de la organización… si exceptuaba a Andy. Sin querer, se imaginó cómo sería su trabajo en Orión cuando Campbell ya no estuviera. La respuesta no era muy positiva.

—Ahórrese esa cara de funeral, que aún no estoy muerto.

—Dios mío, general, yo… lo… lo lamento… ¿qué… es lo que le pasa?

—Cáncer de esófago. Los médicos me han dicho que por su posición, no es operable.

La teniente MacKree, que aún no había recuperado completamente el color, se asombró de la franqueza y la naturalidad con la que el general abordaba el tema. Evidentemente, no estaba dando saltos de alegría, y si uno se fijaba de nuevo podía detectar cierta resignación y hasta un punto de nostalgia. Pero por lo demás estaba completamente normal. Aún así, le asombró que nadie en Orión se hubiera dado cuenta. Porque nadie lo sabía… ¿O sí?

Como si hubiera leído su mente, el general le advirtió de que nadie conocía la situación.

—Y así debe seguir, por el momento —le dijo—. Estamos en un momento crítico, y no quiero que el equipo se descentre con asuntos menores.

—¿Asuntos menores? Por Dios santo, es usted el general, el jefe… Tiene que ir a un hospital. Nos las arreglaremos sin usted.

—Ya he realizado yo ese análisis. Pros y contras. Quedarme o irme. Si estuviera grave estaría de acuerdo con usted. Pero la cosa no es para tanto. Es decir… el desenlace… no es inminente.

—¡Ah! ¿Y cuanto tiempo le…?

—De seis meses a un año. Quizás menos. Pero escúcheme. Lo que necesito de usted es que me cubra durante unas semanas. El tiempo justo para resolver esta crisis. Entonces llegará la hora de los médicos. Pero en este momento Orión representa la única opción viable de controlar esta situación. Y para ello necesito que toda la organización esté centrada y al cien por cien. Necesito lo máximo de cada uno, y eso es algo que solo conseguiremos si ven que estoy yo al mando con decisión y firmeza —el general hizo una breve pausa—. De hecho, el Presidente conoce la situación y me ha pedido que continúe.

MacKree, aún impresionada con toda aquella situación, miró con serenidad a Campbell. Le impresionó la entrega y el temple del general. Y nuevamente inspirada por él, respiró hondo, dispuesta a seguir a aquel hombre a donde este la llevara.

—De acuerdo —le contestó, al fin—. Me parece una locura, pero respeto su determinación y su coraje. Cuente conmigo para lo que sea.

—Se lo agradezco. Por el momento solo necesito que mantenga una absoluta discreción con respecto a este asunto, pero es probable que más adelante precise cierto tipo de… cobertura.

—¿Cobertura?

—Que sea mi representante en ciertas situaciones. En Jerusalén lo ha hecho muy bien.

MacKree, cariacontecida, miraba sin ver al suelo. Pensativa.

—Es solo una precaución —añadió Campbell—. Por si la situación empeora.

—¿Lo… sabe su familia? —le soltó la teniente.

El general no contestó inmediatamente. Suspiró ligeramente, al tiempo que desviaba su mirada a unos marcos de fotos que había junto a la mesa. En uno de ellos, un joven muchacho y el propio Campbell pescaban, metidos hasta la cintura en un río. Ambos sonreían.

MacKree se percató de que estaba llegando demasiado lejos en sus preguntas.

—Discúlpeme por la pregunta, no… no es asunto mío.

—No se disculpe. Aprecio su ayuda. Y su apoyo. Y en respuesta a su pregunta le diré que no, no se lo he dicho… aún. Lo haré cuando esté con ellos.

MacKree observó la foto.

—¿Es su hijo?

—Si.

—¿Un buen pescador?

Campbell sonrió, mientras recordaba los días de pesca con Andrew, que parecían ya lejanos.

—Mucho mejor que yo a su edad —el general se recreó unos segundos en la foto—. No sabe cuánto me gustaría volver a ese río… —masculló entre dientes.

El general se levantó del sillón y se acercó a la mesa de trabajo.

—Si no quiere nada más, eso es todo por el momento —le dijo con tono firme.

—A la orden.

MacKree se levantó con rapidez del sillón y se dirigió a la puerta de salida. La verdad es que tenía bastante trabajo. Ella y Davis tenían que contactar con el equipo de Jerusalén y proseguir con el trabajo de localizar a Mukhtar al Din. Sus muchachos continuaban desplegados sobre el terreno intentando localizar la sede de Al-Isra y a su líder, y esa era una tarea que tenían que completar cuanto antes.

La teniente, ya con la mano en la puerta del despacho, se giró antes de salir. Dudó un instante antes de hablar, pero finalmente se decidió.

—¿No tiene miedo? —preguntó MacKree.

—¿Disculpe?

—A la muerte, y todo eso. A lo que se vaya a encontrar al otro lado. Me refiero… dadas las circunstancias.

Campbell dejó de escribir un instante, meditando la respuesta.

—Mire a su alrededor. Estamos metidos hasta el cuello en la mayor crisis de la historia. Si no conseguimos solucionarlo, miles de millones de personas verán desmoronarse sus convicciones más profundas. Créame, cuando tienes tanto trabajo, centrarse en ello ayuda a no pensar en los problemas personales.

MacKree asintió, y finalmente salió del despacho, cerrando la puerta tras de sí. La entereza del general la había impresionado. Pese a ello, no pudo evitar compadecerse por la mala suerte de Campbell. Le había tocado el peor momento de la historia para morirse.