—No me tome el pelo, coronel —el joven capitán abrió los ojos con expectación—. ¿Lo dice en serio?
—Absolutamente. El general Campbell estuvo a punto de ser cura. Si, si, cura. Sacerdote, vaya. Se echó atrás en el último momento, tras la muerte de su madre. Me imagino que le entrarían dudas, no lo sé. Pero si, le faltó un pelo.
—Pues… lo cierto es que no le pega nada —señaló el joven, incrédulo.
—Bueno, eso es porque no lo conoces. Su padre fue reverendo, ¿lo sabías?
—La verdad es que no.
El coronel Pyrik, pensativo, se reclinó hacia atrás en la incómoda silla de la cafetería de oficiales. Junto a ellos, el enorme atrio de Orión emitía una suave luz azulada, que recordaba que doce plantas más arriba, en la superficie del mundo, anochecía.
—Si, un hombre muy religioso. Y Campbell habría sido un gran pastor —murmuró—. La Iglesia se ha perdido una pieza muy valiosa.
—Parece conocerlo muy bien.
—Bueno, llevo casi treinta años sirviendo junto a Campbell. Desde el noventa y dos. Y la verdad es que es una persona fuera de lo común. Es una pena que tú no hayas podido trabajar con él.
—Yo también lo lamento —repuso el capitán, asintiendo—. En fin, espero poder resarcirme.
—No creo que permanezca con nosotros mucho tiempo. Ha venido a echarnos una mano, pero en realidad está retirado.
—¿Qué es lo que le hace tan especial?
El coronel suspiró, ordenando sus pensamientos. Era difícil expresar las virtudes de Campbell, un hombre tan complejo, con tantas aristas. Un hombre que siempre sorprendía.
—Son muchas cosas —señaló, al fin—. Pero… —Michael Pyrik entrecerró los ojos, intentando encontrar las palabras justas— supongo que podría resumirse en que es una persona que saca lo mejor de si mismo en los momentos más difíciles. Donde otros se hunden, renuncian o se ven desbordados, Campbell brilla con luz propia. Da igual que sea en el campo de batalla o en los despachos; cuando todo se tuerce y la situación parece definitivamente perdida, el general salva la situación. Mira, te pongo un ejemplo. Es una tontería, pero representa muy bien la forma de ser del general. En una ocasión, realizábamos tareas de escolta al mando de una unidad de la ISAF.
—¿De la ISAF? —le interrumpió el capitán—. No sabía que había estado en Afganistán. ¿Fue… fue tan horrible como todo el mundo lo pinta?
El coronel, lentamente, se pasó la mano por la boca, mientras observaba su cerveza medio vacía.
—Hijo, a nuestra edad hemos estado ya en todas partes. Y sí, Afganistán fue un jodido infierno. Pero a lo que voy. Protegíamos un convoy de suministros que se dirigía a Kandahar. Recuerdo que era verano y que hacía un calor de mil demonios. El caso es que a unos 70 kilómetros de Kabul caímos en una emboscada de la guerrilla talibán. El combate fue un desastre; nos pillaron por sorpresa y eran muchísimos más. Además, acompañábamos a civiles y no pudimos desplegarnos en condiciones. En fin, ya sabes cómo son esas cosas; aquella mañana no nos salió nada a derechas. Tras un breve combate, los talibán consiguieron reducirnos y desarmarnos. El grupo de la policía afgana que nos acompañaba corrió la peor suerte. Los talibán los ejecutaron ahí mismo, delante nuestro, en mitad del camino —el coronel se quedó callado un instante, abstraído y con la mirada perdida, recordando de nuevo aquel horror—. Los civiles quedaron libres —continuó—. Y a nosotros nos llevaron con ellos, a una especie de cuartel que tenían a las afueras de Jalalabad. Por lo visto un mullah iba a decidir sobre nuestro destino. No nos dispensaron un buen trato; los talibán nos insultaban, nos escupían y evitaban el contacto; solo nos tocaban lo imprescindible a base de empujones. Para ellos éramos impuros, como animales. El diablo en persona. De modo que como comprenderás, en aquel momento todos pensamos que nos iban a ejecutar en la plaza pública. Ya sabes, como escarmiento y advertencia. Eran los peores meses de la guerra; los más sangrientos. Los talibán nos odiaban a muerte. Yo mismo estaba convencido de que aquello era el final. Cuando nos vendaron los ojos y nos separaron, muchos nos desmoronamos.
—Me lo puedo imaginar… tuvo que ser una experiencia terrible.
—No se la recomiendo a nadie. Estás indefenso, completamente a merced de la voluntad de un fanático que te puede quitar la vida en cualquier momento, sin pensarlo ni un segundo. Y te derrumbas. ¡Claro que te derrumbas! Sin embargo, Campbell mantuvo en todo momento una gran entereza. Decía que estábamos en manos de Dios. Yo recé porque estuviéramos en manos del nuestro y no del suyo. Consiguió, no me preguntes cómo, una reunión con el mullah. Se lo llevaron con él, y durante treinta y seis horas no supimos nada del capitán. De hecho, pensamos que lo habrían ejecutado. Al cabo de ese tiempo, milagrosamente nos comunicaron que nos liberaban. Evidentemente, fue cosa de Campbell. Nadie sabe qué negoció con ellos o cómo consiguió convencerlos, pero durante nuestra liberación, la mitad de los guerrilleros talibán lo saludaban amigablemente y le sonreían. Hasta se diría que se habían hecho buenos amigos.
El joven capitán, cautivado por la historia, se quedó un momento pensativo, intentando imaginar la situación y asimilando el desenlace.
—Vaya, es… impresionante. ¿Cómo lo consiguió?
El coronel Pyrik sonrió.
—Les contó una película de espías digna de Hollywood. Nunca nos lo explicó muy claramente, pero se montó una historia de agentes dobles que ni 007. Me dijo que también habían hablado de religión —Pyrik dio un largo trago a su cerveza, ante el rostro sorprendido del joven capitán que lo acompañaba—. Si, no me imagino que clase de conversación religiosa pudo tener Campbell con aquel clérigo musulmán… hablarían de Dios, o de Josué, o vete tú a saber. Campbell es un camaleón… un hombre versátil. Y una personalidad magnética. El caso es que consiguió convencerlo. Pero hay más —el coronel hizo una extraña mueca—. Durante nuestro cautiverio, Campbell había conseguido esconder un GPS. Al regresar a la base, proporcionó las coordenadas del lugar a nuestros superiores, y dos días después una escuadrilla del ala 111 bombardeó Jalalabad. Los F-18, con una precisión quirúrgica, aplastaron las posiciones de la guerrilla talibán que nos había secuestrado. Una matanza. Murió el mullah y cincuenta guerrilleros talibán. Un éxito.
El joven capitán, silbó, impresionado. Con los ojos muy abiertos y como ensimismado, repasaba mentalmente aquella extraña historia.
—Casi inmediatamente después de aquello Campbell dejó el ejército —añadió el coronel, melancólico.
—¿Cómo? ¿Qué dejó el ejército? No… no me interprete mal, coronel, pero por lo que cuenta de él… no sé, no me lo imagino abandonando.
—No nos abandonó; sencillamente, cambió de ocupación. Fue una decisión difícil, pero las circunstancias decidieron por él: Su hermano murió. Su hermano pequeño. Falleció de una leucemia con veintisiete años, el mismo año que estábamos en Afganistán. Para él fue un shock durísimo. Una verdadera tragedia. Acababa de de perder a su padre, y de la noche a la mañana se encontró con que estaba solo en el mundo.
—No entiendo… ¿por eso lo dejo?
—Hay que entender su personalidad. Era, y lo sigue siendo, un hombre muy familiar. Para que te hagas una idea, renunció a estudiar en Harvard y se matriculó en la universidad pública de Montana para estar cerca de su madre, que por aquel entonces estaba gravemente enferma. Falleció poco tiempo después, tristemente… De hecho, tengo la teoría de que aquello fue la causa de que finalmente no se hiciera pastor… —el coronel volvió a quedarse con la mirada perdida, como recordando—. Joder… y luego lo de su hermano. La verdad es que fue una putada. Algo completamente inesperado. Una tragedia, que lo marcó y le impresionó fuertemente.
—¿Y que, dejó el ejército para hacerse político? ¿Con eso lo arregló?
—No, eso vino mucho después. Lo que le pasó es que cambió sus prioridades; dejó sus ambiciones profesionales en un segundo plano y… digamos que recuperó su instinto familiar —el coronel, sonriendo levemente, hizo una breve pausa dramática, casi teatral—. Se casó. Había decidido que prefería compartir su vida con alguien antes que ser un soldado solitario que vaga de guerra en guerra. Me imagino que sencillamente le llegó el momento de evolucionar. De modo que pidió el traslado a un relajado puesto en inteligencia y comenzó una vida más tranquila junto a su mujer.
—Joder, pues su vida ha sido de todo menos tranquila.
—Bueno, no esperarás que alguien como el general aguantara mucho tiempo calentando un asiento y viendo la tele, ¿no? Al cabo de unos años de relax, comenzó a aburrirse con tanto tiempo libre, y decidió buscarse más ocupaciones.
—Ahí es donde se hizo profesor, supongo. Esa parte ya la conozco mejor.
—Todo el mundo la conoce. En realidad ahí comienza su vida pública, como profesor de Romano en la facultad de Derecho. Además, poco a poco su trabajo en inteligencia se hizo cada vez más político, hasta que un buen día el Partido Republicano le propuso presentarse al senado por su Estado natal.
—Y arrasó.
—Si, arrasó… —sentenció el coronel, divertido—. Y en fin, el resto ya es historia.
Pyrik calló, y durante largo rato permanecieron en silencio, pensativos. El joven capitán se imaginó a sí mismo junto a Campbell en cada una de las situaciones dramáticas que había escuchado. Y aumentó su interés por el general. Sin duda, era una persona especial. Lo único que no le convencía era la salida de Campbell del Ejército. ¿Qué podía haber mejor que el combate? No lo entendía. Al cabo de unos minutos de silencio, el coronel Pyrik prendió el extremo de su cigarrillo con una cerilla.
—Como ves… lo conozco bastante bien. Por eso lo veo muy raro últimamente. Lo noto distinto —comentó Pyrik lentamente. Apuró su cerveza con avidez y le hizo señas al camarero para que le trajera otra—. ¿Quieres otra? —le preguntó al joven capitán que le acompañaba.
—Si. Otra Bud. ¿Y por qué crees que está raro?
—No sé, la semana pasada apenas se dejó ver. Estaba como ido; como si tuviera la cabeza en otra parte. Se pasó casi toda la semana en su despacho. Y nadie sabe qué coño hacía allí.
—Joder, estaría trabajando, ¿no?
—Es verdad que estuvo venga a revisar papeles y documentos. Pero sin asistir a ninguna de las reuniones de coyuntura. Ha delegado casi todo en mí y en el Mayor Adams. Y eso en Campbell es muy extraño. Además… cuando aparecía por el comedor apenas hablaba con nadie. Yo mismo me dirigí a él en un par de ocasiones.
—¿Y?
El camarero acudió con las dos cervezas. En la cafetería de Orión apenas quedaba nadie ya. Retiró los vasos vacíos y se fue en completo silencio.
—Pues… me dijo que no me preocupara, que estaba estudiando posibilidades.
El joven capitán asintió con aprobación.
—Parece bastante razonable.
—No era lo que dijo sino cómo lo dijo. Parecía como desganado, sin verdadero interés. No sé, como te he dicho, lo conozco desde hace muchos años, y algo raro le ronda por la cabeza.
—Todo el mundo tiene derecho a estar cansado. Además, ahora…
—Campbell no. Nunca lo había visto así. Bueno si, cuando falleció su hermano. La única ocasión en la que he visto llorar a Campbell.
—Ahora parece que tiene bastante energía, ¿no?
—Esa es otra. Desde hace dos días está hiperactivo. Se ha puesto al frente de varias comisiones con una energía desbordante.
—¿Dónde está el problema, entonces?
—Para empezar, que solo se dedica a los planes de contención informativa. Su obsesión es que no se revele la posibilidad de que Dios no exista. Evitar la propagación de la noticia a toda costa. Todo lo demás ha dejado de preocuparle. Ni siquiera parece interesado en los intentos de refutar el acontecimiento. Es más —el coronel se inclinó hacia su interlocutor y bajó la voz, en un tono de confidencia—, como ya sabes, mañana es el gran día. Uno de los tres equipos encargados de rebatir el acontecimiento nos presenta sus conclusiones por videoconferencia.
—Si, la unidad de Chicago. Está todo el mundo impaciente por ver qué nos cuentan. Incluso hay apuestas.
—¿Apuestas?
El joven capitán enrojeció un poco, azorado por su indiscreción.
—Si, eh… fue idea de Martínez. A favor o en contra de que el acontecimiento sea verdadero. Ya sabes, los chicos necesitan distraerse con algo.
—¿Y cómo están las apuestas?
—Trece a uno en contra de Dios.
—Joder. ¿Lo sabe Campbell?
El capitán dudó un momento.
—Er… lo cierto es que sí, señor. Se ha enterado este mediodía en una reunión de coyuntura. Hasta ha realizado su apuesta.
—¡Ah! —el coronel, sorprendido, abrió los ojos con incredulidad—. ¿Y… por qué ha apostado?
—Diez pavos a que el acontecimiento es un error.
El coronel Pyrik, extrañado, permaneció pensativo unos instantes.
—¿Ha apostado… por que el acontecimiento sea un error? ¿Estás seguro?
—Así nos lo ha dicho. Y tal y como están las apuestas, si el general acierta y Dios existe, se forra.
Como en un flash, al coronel le vino a la memoria la conversación con Campbell de esa mañana. El general no mostraba interés alguno por acudir a la videoconferencia con el equipo del Fermilab II de Chicago. Pyrik aún recordaba cómo el general prestaba más atención a un informe de progreso que a su conversación.
—Vamos, John, en esta reunión nos van a presentar su conclusiones definitivas. ¿No quieres estar presente cuando nos digan si confirman o desmienten el acontecimiento?
—Ya vais a ir vosotros. Mantenedme informado —respondió, distraído.
Pyrik se quedó asombrado ante esa respuesta. Permaneció delante del general, de pie como un pasmarote y con la boca abierta. No podía creer que el general no tuviera el máximo interés en la reunión del día siguiente. Campbell pareció percibir el desconcierto del coronel.
—Joder, Mike, lo que nos puedan decir aún no será definitivo. Ahora mismo, lo verdaderamente importante es tener a punto todos nuestros planes para cuando el acontecimiento se confirme. Y vamos retrasados.
—Si se confirma, querrás decir.
—Bueno…, tal y como nos han dicho, es lo más probable —contestó Campbell, que había vuelto a enfrascarse en los documentos.
Tras oír aquella historia, el joven capitán se mostró levemente extrañado, dejando su cerveza nuevamente en la mesa.
—¿De modo que el general no va a venir a la reunión de mañana?
—Al final conseguí convencerlo. Y no te creas que ha sido sencillo. ¿Ves como está raro? No sé que le ronda por la cabeza, pero algo le pasa.
El coronel calló, prudentemente, algunos de sus pensamientos. Aquella misma mañana el general daba por hecho que el acontecimiento era una realidad incontestable y se preparaba para impedir su divulgación. Y sin embargo, apostaba con los muchachos a que fuera todo un gran error. Quizás en realidad solo lo deseaba. Una apuesta más personal que realista. O quizás Campbell solo estaba jugando. Con el general nunca se sabía.