Cuatro horas más tarde, Bernardo y Brian se dirigieron al hotel en el que se alojaban. La conversación y la montaña rusa de emociones los habían dejado exhaustos. Especialmente a Bernardo, que desde que le había explicado a Brian el contenido del acontecimiento se mostraba retraído y meditativo. Por fin llegaron a las puertas de su hotel. Se trataba de un pequeño hospedaje de ambiente familiar situado cerca del Vaticano. Era un lugar modesto, hogareño, muy alejado del estilo frío e impersonal de los grandes hoteles de Roma. El conserje, un afable y rechoncho siciliano de aspecto bonachón, los saludó efusivamente mientras rebuscaba su llave en un cajón.
—Buenas noches, signori —les dijo con una amplia sonrisa—, ¿van a querer cenar esta noche? Tenemos unos deliciosos spaghetini al pesto, que ha hecho mi señora. ¡Deliciosos! —el siciliano enfatizó con las manos las bondades culinarias de su mujer—. ¿Les apunto para las diez?
Brian, que no tenía ni pizca de hambre, intuyó que Bernardo tampoco estaba para festivales gastronómicos, por lo que declinó amablemente la invitación.
—No, Marco, muchas gracias, pero hoy estamos mal del estómago —mintió.
El conserje realizó un aspaviento de preocupación.
—Ay, ¡seguro que han comido en uno de esos restaurantes de comida rápida! —les espetó, mientras salía rápidamente del mostrador para interesarse por su situación—. ¿Se encuentran bien? ¿Quieren una manzanilla o algo? ¡Santa Madonna, esos restaurantes extranjeros no tienen ni idea de cocinar!
—Gracias, Marco, pero estamos bien. Solo necesitamos descansar.
—¡Ah!, va bene, va bene… ¡Il dolce fare niente lo arregla todo!
Brian sonrió con un torcido gesto de cortesía. El conserje era un buen hombre, pero a veces se ponía un poco pesado. Un típico italiano a la antigua usanza. Si lo dejaran, se quedaría con ellos hasta las seis de la mañana hablando sin parar, bebiendo vino de Sicilia y cantando tarantellas. Por eso se escabulleron con rapidez del conserje, deseándole buenas noches. Subieron unas destartaladas escaleras hasta la última planta, en la que ambos tenían sus habitaciones. Brian acompañó a un pensativo Bernardo hasta la puerta de su habitación. No había dicho una palabra en todo el camino de regreso. Parecía estar dándole vueltas una y otra vez a sus pensamientos, como si intentara encontrar alguna solución al descalabro espiritual que acababa de acontecerle.
—Buenas noches, Bernardo. Te encuentras bien, ¿verdad?
—Estoy bien, solo necesito pensar —respondió Bernardo con una leve sonrisa—. De verdad, no te preocupes. Buenas noches.
Brian se dirigió a su dormitorio, que estaba contiguo al de Bernardo. Era una habitación pequeña y sencilla, casi espartana, y muy limpia. Unos minúsculos palitos aromatizaban suavemente la habitación con un fresco olor a naranja. Sobre la cama, un enorme cuadro de una Madonna con el niño en brazos presidía la sala. Brian se tiró pesadamente a la cama y procuró poner en orden sus pensamientos. Se sentía extrañamente intranquilo. Era una mezcla de excitación por la información que obraba en su poder y de inquietud por las terribles consecuencias con las que habían especulado. Y aunque las predicciones de Bernardo eran algo exageradas, en el fondo bien podía estar en lo cierto. ¿Quién sabe? Lo que era evidente es que si aquello se descubría, el mundo nunca sería igual. Nervioso, decidió que un buen Jack Daniels lo calmaría antes de acostarse.
Afortunadamente, el minibar estaba bien surtido.
Como siempre que algo le inquietaba y le preocupaba, sacó su portátil, dispuesto a poner negro sobre blanco todos sus fantasmas. Escribir sobre aquello le ayudaría. Cuando escribía sentía que su habitual torbellino de ideas, temores, ocurrencias y miedos se ordenaban mágicamente y se estructuraban de un modo lógico y manejable. Además, su yo periodista quería escribir la crónica del descubrimiento. Aunque al final solo fuera para él.
Se puso un pijama cómodo: un pantalón ligero de rayas oscuras y camiseta de tirantes blanca. Se lo había regalado Susan por su cumpleaños hacía mucho tiempo. Uno de esos regalos raros que a veces hacen las mujeres. Con calma, se acomodó en la cama y comenzó a escribir.
Tras unas horas, un leve ruido en el pasillo lo distrajo brevemente. Miró el reloj de la mesilla: Las doce menos veinte. Bernardo hacía rato que se habría acostado; tenía el reloj biológico de un asceta. Aunque si hubieran querido, en aquel hotel bien podrían haber estado deambulando por los pasillos hasta las tres de la mañana. Al fin y al cabo, media ciudad estaba de fiesta, en las calles. Brian sonrió. ¡Jodidos italianos! Hasta las tantas armando barullo. Aunque la verdad es que esa noche se estaban portado bien; apenas había habido alboroto. De hecho, había avanzado bastante en su artículo, y le estaba quedando una crónica áspera y desencantada. Aquello no era un relato periodístico; parecía el testamento de un apestado.
Súbitamente, un tremendo estruendo proveniente de la habitación de Bernardo lo sobresaltó. Sorprendido, se levantó de la cama de un impulso y se dirigió a la puerta en pijama. Quizás Bernardo se encontraba mal. Antes de salir tuvo la precaución de mirar por la mirilla de la puerta.
Y lo que vio al otro lado lo dejó sin aliento.
Cogido por sorpresa, un torrente de adrenalina invadió súbitamente sus venas, haciéndole retroceder de un salto hasta su cama. Tenía que escapar de allí de manera inmediata. Se dirigió velozmente a la ventana, abriéndola de par en par. La cálida brisa de la noche romana entró en la habitación, llenándola de un penetrante olor a comida. En el edificio de enfrente observó a varias familias cenando despreocupadamente. Madres y padres y niños pequeños que comían y reían y jugaban. Alegres, ajenos a todo. Brian envidió su feliz ignorancia. Casi inmediatamente se dio cuenta de que la huida por la ventana era imposible. Estaba en un cuarto piso, sin escalera de incendios ni asideros. Brian se giró. Su cerebro discurría a toda velocidad, intentando encontrar una solución a lo que se le venía encima de manera inminente. Quizás en el armario habría algo que pudiera utilizar para defenderse. Un palo, una escoba… algo.
Intentó llegar hasta él, pero antes de alcanzarlo, un tremendo estruendo llenó la estancia y vio cómo la puerta de la habitación saltaba violentamente por los aires, levantando una nube de polvo y astillas. La puerta cayó a sus pies, destrozada, y tras el marco vio a un grupo de encapuchados se disponía a tomar el dormitorio por asalto. Se trataba de un comando armado, de más de diez personas, que al verlo comenzaron a gritarle amenazadoramente en un idioma extraño, mientras lo apuntaban con sus fusiles Kalashnikov.
Desesperado, Brian miró a su alrededor, buscando inútilmente algo con que defenderse, mientras el grupo de asaltantes entraba en tromba en la habitación a voz en grito. Se lanzó a la desesperada contra el cabecilla del comando, atacándole la cintura en un intento de hacerlo caer.
Sin éxito. Un segundo encapuchado le propinó un fuerte golpe en la cabeza con la base de su fusil, dejándolo atontado. Tras un segundo impacto, Brian comenzó a ver negro.
En menos de cinco segundos, su habitación se llenó de terroristas. Sin perder ni un segundo, unos brazos implacables le ataron con eficacia las manos a la espalda. El asaltante lo ató sin contemplaciones, apretándole las cuerdas hasta casi dejarle sin circulación en las manos.
Al verle reducido, los terroristas parecieron relajarse. Brian escuchó entonces unos pocos susurros; órdenes impartidas en árabe cuyo significado no acertó a entender. Los terroristas parecían satisfechos de sí mismos. Hasta escuchó alguna risa.
Aturdido, sintió cómo lo sacaban a rastras de la habitación hasta el pasillo, que estaba desierto. Con el rabillo del ojo vio a Bernardo tendido en el suelo, frente a su habitación, con una capucha negra en la cabeza. Estaba completamente inerte, en una postura antinatural, como tirado de cualquier manera. Una oscura mancha de sangre viscosa impregnaba el suelo, allí donde su reposaba su cabeza. Uno de los asaltantes lo apuntaba con un fusil con cierta desgana. Quizás ya estaba muerto.
El joven exsoldado comenzó a sentir el vertiginoso pánico que conlleva la impotencia, la certeza de estar a merced del enemigo y la incertidumbre de tu propio destino cuando sabes que no puedes hacer nada.
Luego notó cómo le tapaban la cabeza con una capucha y le ataban los pies con fuerza. Cuando la oscuridad cayó sobre sus ojos, Brian dejó de forcejear y se rindió embotado a la engañosa seducción de la inconsciencia.