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Bernardo se dirigió a pie hacia el cuartel general de la Compañía de Jesús, un impresionante edificio situado apenas a cincuenta metros de la basílica de San Pedro del Vaticano. Para muchos, el verdadero contrapoder dentro de la Iglesia se situaba aquel lugar, ubicado en la calle Borgo Santo Spirito.

Era tal su poder que tradicionalmente, al general de los Jesuitas se le conocía como el Papa Negro, en alusión a su enorme autoridad e influencia y a la sotana negra que llevaban los miembros de la Orden. Y aunque ya casi todos vestían de paisano, el general aún conservaba su indumentaria completamente negra.

Los jesuitas eran famosos por ser la avanzadilla intelectual de la Iglesia. Los primeros que evolucionaban. Lo cual les había llevado, desde hacía ya cientos de años, a ser el sector más progresista e inquieto del Catolicismo. La vanguardia del Cristianismo.

Aunque profesaban un voto especial de obediencia al Papa, la relación de la Compañía con los pontífices había sido históricamente tormentosa, llegando incluso a ser disuelta en varias ocasiones por su rebeldía y sus ideas demasiado avanzadas. Un pulso secular que venían manteniendo desde hacía siglos los dos sectores de la Iglesia, conservador y progresista, y en el que habitualmente los Jesuitas salían derrotados.

Cuando el llamado Papa Negro fallecía, Jesuitas de todo el planeta venían a Roma a elegir a un nuevo general. Orgullosos de su independencia, no admitían ninguna ingerencia del Vaticano en este punto. Cuando alcanzaban un acuerdo y elegían al sucesor, generalmente al más progresista de todos ellos, el colegio elector, compuesto por cientos de sacerdotes, subía la azotea del edificio, vestidos rigurosamente de negro, para realizar la foto de familia con la resplandeciente cúpula blanca del Vaticano al fondo. Una impresionante imagen, que muchos interpretaban como la reafirmación de su condición de contrapoder.

Un anciano sacerdote recibió a Bernardo en la portería del edificio. Este le explicó que tenía concertada una reunión con el Padre General. Pese a que el viejo apenas oía, consiguió finalmente que le indicara hacia dónde debía dirigirse. En realidad Bernardo sabía perfectamente el camino, pero ya no era miembro de la Orden, por lo que se condujo en todo momento como un visitante.

El viejo le confirmó que el general lo esperaba en su despacho, situado en el segundo piso, por lo que Bernardo se dirigió a las escaleras de mármol que conducían a las plantas superiores. Había acordado con Brian que fuera solo, ya que eran su amistad y sus buenas relaciones con el Padre General las que en realidad les daban esperanzas de obtener alguna respuesta. Brian lo esperaría en el hotel.

El despacho del Padre General apenas había cambiado. Seguía tal y como lo recordaba, con la ventana orientada al palacio apostólico y aquella decoración sencilla y sobria. No así el Padre Colmes, a quien Bernardo no veía desde hacía algunos años; desde antes de ser elegido General. En realidad se sorprendió de verlo así. Siempre había sido un hombre enjuto, pero parecía que le habían caído veinte años. Y se le notaba raro, como nervioso.

—¡Siempre es un placer verte, amigo Bernardo! —le saludó Colmes, abrazándolo afablemente.

Bernardo lo saludó con una inclinación de cabeza.

—Padre General, es un honor que haya tenido a bien recibirme.

—¡Por favor, Bernardo! —le dijo Colmes con una amplia sonrisa—, no me trates de usted, que hemos pasado ya muchas cosas juntos como para que ahora te dirijas a mí como si fuera una eminencia.

Bernardo sonrió.

—Si, han sido muchos años y muchas batallas.

—Me enteré de la muerte de Lucía. Una verdadera lástima. Recé mucho por ella.

Bernardo agradeció el comentario con una leve inclinación de cabeza. Resultaba extraño vivir sin ella a su lado; habían estado casados más de veinte años. Muchas veces sentía como si le faltara algo. Generalmente se daba en situaciones cotidianas: En el desayuno, mientras andaba por la calle, o al hacer la comida. Sentía el vacío que su mujer había dejado en su quehacer cotidiano. Se había ido. Tras su muerte, Bernardo había pasado una mala época de parálisis y autocompasión. Sin embargo, le ayudó pensar que todo aquello no le habría gustado nada a Lucía. Había que seguir. Había muchas cosas por hacer: El frágil proceso de paz no había aliviado la situación de los más pobres. Y en su amada Jerusalén las necesidades de los desahuciados eran gigantescas. Al igual que en muchas partes del mundo, por desgracia. Lucía era una mujer de acción. Y él también. Ahora se alegraba de haber aceptado la propuesta de Brian y dejar los Estados Unidos, que ya no significaban nada para él.

—El Señor se la llevó sin que sufriera —respondió Bernardo tras una pausa—. Al menos puedo agradecerle eso.

Al oír eso, al Padre General se le cambió la expresión de la cara. Un rasgo de preocupación acudió a su rostro, hasta entonces jovial y sonriente.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Bernardo preocupado—. Pareces cansado.

—Vivimos tiempos difíciles, amigo mío —replicó enigmático—. Pero siéntate, siéntate conmigo y dime qué te trae por aquí. ¡Hace mucho que no nos veíamos!

—Casi cinco años, desde aquella visita que realizaste al campo de Nassala, justo antes de ser elegido General.

—El ejército por poco me detiene. Pensaban que era un espía de la coalición —rió Colmes.

Bernardo sonrió, evocando aquellos momentos, que fueron dramáticos en su día. Ahora los recordaba como un episodio lejano sin importancia.

—Padre General, he venido a verte por un asunto que me preocupa.

—Si te puedo ayudar en algo…

—Confío en que sea posible, Daniel, así lo espero… —Bernardo se acomodó en su butaca, buscando el modo de plantear la cuestión—. He tenido acceso a una información sobre un proyecto de investigación, denominado Iova, que el departamento de Estado americano ha promovido en Jerusalén, al parecer con la participación del Vaticano. Hay rumores inquietantes sobre su naturaleza y su alcance. Me gustaría saber si tienes algún conocimiento de este asunto y si podrías aclararme en que consiste exactamente…

El Padre General, cogido por sorpresa, dio un pequeño respingo. Su rostro se congestionó y pareció envejecer aún más. No esperaba que nadie le hablara de aquello, y menos Bernardo, que estaba fuera del entorno del Vaticano. Colmes vaciló. Sabía que no era prudente revelarle nada. Sin embargo, la carga y el peso del conocimiento hacía tiempo que amenazaba con sobrepasarle. Solo unos pocos conocían el secreto, y en la soledad de su liderazgo, el Padre General había rezado porque apareciera alguien en quien pudiera confiar y encontrar consuelo. Ahora tenía la posibilidad de compartir el peso de su carga con un viejo amigo, de discutir con el, de desahogarse de su abatimiento y encontrar comprensión y sosiego.

Bernardo di Lucca pareció percibir esa lucha interior, pues acercó la mano a la de su amigo en un gesto de apoyo. Estaba inquieto por la emotiva reacción del Padre General, habitualmente poco dado a ese tipo de dudas.

—No sé qué es lo que pasa, Daniel, pero… no deberías cargar con ello tú solo.

Tras un momento de vacilación, el general suspiró con una expresión de profunda tristeza.

—No… debería contártelo… —murmuró.

—¿Por qué? ¿Tan grave es?

—¡Ay, amigo mío, no sabes lo que estás pidiendo! Más te valdría alejarte de todo este asunto —replicó con abatimiento—. Es una noticia devastadora —añadió, con la mirada perdida—. Un asunto de relevancia histórica. Y te aseguro que no volverías a ser el mismo si te lo contara. Mírame a mí. Desde que fui informado del acontecimiento apenas duermo; vivo en una angustia permanente y he olvidado lo que es la tranquilidad. No debería hacerte cargar con el peso de mis preocupaciones.

—Por el amor de Dios, Daniel, ¿qué diablos os traéis entre manos? Dime la verdad.

Colmes calló unos segundos. La lucha interior que libraba se hizo más aguda, hasta el punto de sumirle en una parálisis. No era prudente contarle nada, pero en el fondo necesitaba decírselo a alguien. Y más a alguien como Bernardo. Durante unos instantes, la mente prodigiosa de un erudito rebuscó sin cesar argumentos para racionalizar la posibilidad de revelarlo. Se trataba de Bernardo, un hombre extraordinario; tampoco era para tanto decírselo. Como argucia para superar el bloqueo, Colmes preguntó con un hilo de voz, casi esperanzado.

—¿Estás seguro de que quieres saberlo?

—Absolutamente.

Finalmente, Colmes accedió. Cedió a la necesidad, a la presión y a la oportunidad, servida en bandeja de plata, que se le había presentado. Justificó su decisión pensando en que en el fondo tampoco importaba demasiado que Bernardo lo supiera.

—Tú lo has querido, amigo mío. Espero que puedas encontrar un sentido a la vida después de lo que voy a contarte.

Daniel Colmes se levantó de su butaca y suspiró largamente mientras se dirigía al teléfono que tenía en su mesa de trabajo. Tras su decisión, albergaba sentimientos contradictorios. Por un lado, se recriminaba por no guardar el secreto y hacer cargar a su amigo con sus penurias. Por otro lado, se sentía aliviado y hasta ansioso ante la perspectiva de aligerar su desconsuelo. Descolgó el auricular de su teléfono y estuvo hablando unos minutos con un interlocutor desconocido.

—He mandado venir a Marco Pulega. Es uno de nuestros mejores físicos, además de un extraordinario hombre de Dios. Es muy joven. Y muy brillante. El te aclarará lo que yo no pueda detallarte. Esta es tu última oportunidad, Bernardo, de pasar de largo de todo este asunto y vivir en una feliz ignorancia.

—Daniel, me estás asustando.

—Tienes motivos, amigo mío.

—No importa, quiero saber la verdad.

—Así sea. Al fin y al cabo, no creo que esta noticia permanezca oculta mucho tiempo —Colmes suspiró largamente, como haciendo acopio de valor—. Verás; el Observatorio Vaticano ha venido participando, desde hace ya muchos años, en numerosos programas de investigación en física fundamental. Se trata de proyectos punteros, en colaboración con los más avanzados institutos de investigación de física del mundo. El Fermilab II, el CERN, la John Hopkins… una labor poco conocida entre el ciudadano común pero de larga tradición en la Iglesia, como tú bien sabes.

—Si; el Observatorio lo ha dirigido siempre un Jesuita, ¿no?

—Así es. El caso es que calladamente, y poco a poco, nuestro equipo científico se ha situado entre los mejores del mundo en física fundamental. Al menos al nivel de los mejores. Y es aquí cuando hace dos años propuso la realización del Proyecto Iova. Se trataba de un proyecto pionero y muy avanzado, que además sería el primero en utilizar el gigantesco acelerador que se estaba construyendo en Jerusalén.

—¿Acelerador? ¿Cómo el que tienen en el CERN?

—Mas o menos. El CERN inauguró hace casi dos décadas el que fue en su momento el mayor acelerador de partículas del mundo, el LHC. Lo construyeron casi con el objetivo declarado de localizar una partícula elemental concreta, el llamado Bosón de Higgs.

—La Partícula de Dios. Lo recuerdo. Aquello fue un fracaso. Nunca la encontraron.

—No la encontraron porque al final resultó que necesitaban mayor energía que la que conseguían con el LHC. Sin embargo, sí que descubrieron otras cosas. La materia se organizaba de un modo sutilmente diferente al que suponían.

—Me he perdido; ¿a dónde quieres llegar?

—Hace dos años, nuestro equipo fue invitado a inaugurar el nuevo acelerador de Jerusalén. Era un gran honor y una deferencia, pues se trata del mayor acelerador del mundo, el doble de potente que el LHC. Y nuestro equipo decidió resucitar la búsqueda del Bosón de Higgs.

—¿No habían descartado su existencia?

—Sí y no. Uno de nuestros más brillantes científicos asociados, el profesor Dematisse, predijo que una partícula similar al Bosón de Higgs podría ser hallada a un nivel energético mayor. Resultaba importante porque en su teoría, aquella partícula, que cambió su nombre pero no su apodo, podría explicar un modo nuevo la teoría del Big-Bang. La clave de bóveda que unificara la Relatividad General con la Mecánica Cuántica. El santo grial de la física. La Partícula de Dios. Por eso llamaron Iova al proyecto. El proyecto Jehová.

El Padre General se quedó en silencio un instante, absorto en sus pensamientos.

—¿Y? ¿La encontraron?

—Encontraron algo. Pero no lo que buscaban. Encontraron el horror y la desesperación. Cuando llegaron al nivel de los 26 Tera electronvoltios, casi la carga máxima que podía soportar el acelerador, se produjo un acontecimiento extraordinario. En una explosión liberadora de energía, la materia mostró una configuración completamente desconocida. Descubrieron tres nuevas partículas. Tres componentes que trastocaron toda la física. Tres partículas que explicaban de un modo nuevo y revolucionario la estructura de la materia, de la energía… del espacio-tiempo. Tres partículas que cambiaron el concepto de creación y causalidad.

—No entiendo que quieres decir con…

—Tres partículas que negaban la existencia de Dios.

Los cardenales, venidos de todo el mundo, acogieron la revelación con un ahogado grito de incredulidad. Sus rostros, hasta entonces solo levemente expectantes, se transformaron en extravagantes muecas de incredulidad y sorpresa.

En muecas de espanto.

Habían sido convocados con urgencia y en secreto. Habían abandonado sus diócesis y obispados y habían acudido de todos los puntos del planeta a la llamada de Roma. Su Santidad les había dicho que debía informarles de un suceso de gran trascendencia. La reunión se había preparado con gran discreción. Les habían rogado que no informaran a nadie de su viaje. No se convocó a los medios de comunicación, y el Santo Padre disfrutaba oficialmente de unas cortas vacaciones de verano. Nada raro. La prensa se lo había tragado. Al fin y al cabo, era habitual que el Papa se tomara unos días de vacaciones. Era Agosto; el país entero estaba cerrado.

Pese a lo informal y apresurado de la convocatoria, sorprendentemente habían dispuesto para la reunión un escenario revestido de una solemnidad inquietante: La Capilla Sixtina, lugar de elección de los papas.

Al comienzo del acto no se rezó el tradicional salmo de apertura de las congregaciones apostólicas, sino que Su Santidad tomó la palabra directamente. Los cardenales, inquietos ante unas formas tan inusuales y tan profanas, intuían que algo había pasado, algo de la máxima importancia.

Algo malo.

Muchos se temieron que el Santo Padre iba a presentar su renuncia al papado. Su deterioro era ya muy visible. De hecho, hacía muchos meses que su figura se había venido consumiendo por la enfermedad. Un padecimiento desolador, degenerativo e irreversible, que había devorado su vitalidad y su ánimo hasta casi convertirlo en un espectro. Confinado a una silla de ruedas y con la mirada nublada, el Papa de Roma parecía estar a las puertas de la muerte. Pío XIII había dado una monumental lección de entereza ante la enfermedad, reforzando con ello el fervoroso apoyo de sus fieles. Pero ya ni el afecto de su rebaño parecía sacarlo de su ensimismamiento. Por eso, el temor de los asistentes era que el Vicario de Cristo en la Tierra rompiera una tradición de más de dos mil años y renunciara al trono de Pedro.

Sin embargo, lo que escucharon de un Papa lloroso y mortecino les cogió completamente desprevenidos. El Santo Padre, visiblemente menguado por su enfermedad y con la mirada perdida, pronunció con gran esfuerzo una frase para la historia.

—Scientia… Deus non existit… demostratum es. Et momentum…

Un grito colectivo interrumpió las palabras del pontífice. Y el caos se adueño de la sala.

El Papa cerró los ojos en un gesto de dolor y se llevó las manos al pecho. Hacía semanas que temía este momento. El hecho de ser portador de aquella noticia, junto con la tensión de las últimas semanas habían acelerado su deterioro. Con infinita tristeza cedió la palabra a un ojeroso secretario de Estado y se sumió en una extraña introspección, abstrayéndose completamente de la congregación y sumergiéndose en sus propios pensamientos. Apoyó la cabeza sobre ambas manos, y algunos de los cardenales se percataron de que, con un hilo de voz, el Santo Padre comenzó a murmurar palabras apenas inteligibles, en lo que parecía una atormentada discusión consigo mismo.

Pero la atención del Colegio Cardenalicio se había trasladado completamente al secretario Antonelli, que con un tono monocorde e implacable explicó todos los detalles del descubrimiento. Y a medida que la explicación avanzaba, el terror y la desesperación afloraban en los rostros de los cardenales, que sorprendidos por el alcance y la precisión de las explicaciones, acogían en estado de shock una revelación impensable.

Ni los gritos, ni las protestas, ni siquiera un conato de tumulto interrumpieron las monótonas explicaciones del secretario de Estado, que exponía con la precisión de un autómata las frías e imperturbables evidencias científicas a un auditorio alborotado.

Ajeno al barullo que había producido, Pío XIII se dejó llevar por una nebulosa espesa que le llenó la mente de pensamientos oscuros y de extrañas sensaciones. La enfermedad, la terrible presión de la noticia y el amargo trago al que se estaba enfrentando habían empezado a doblegar su discernimiento. Por momentos, su mirada perdía y recuperaba el sutil brillo de la lucidez, reflejando en toda su crudeza su incipiente oscilación entre el juicio y la locura. Su cuerpo arruinado ofrecía una imagen marchita, y por un segundo sus manos se elevaron con energía, atacando fugazmente el aire que lo rodeaba, como si quisiera alejar de sí a unos espectros imaginarios.

Bernardo di Lucca observó al Padre General. Lo primero que pensó fue que le estaba tomando el pelo. Una pequeña broma por los viejos tiempos. Pero lo cierto es que lo conocía desde hacía más de cuarenta años y jamás había bromeado sobre un asunto de naturaleza religiosa. Además, el gesto grave y preocupado del máximo dirigente Jesuita le decía que no estaba bromeando. Ahora más que nunca, parecía mucho más viejo y cansado. No, el viejo General no le estaba engañando, al menos conscientemente. Porque lo que le acababa de contar era algo impensable. Bernardo, desconcertado, apenas pudo balbucir una objeción.

—Daniel, parece mentira que bromees con estas cosas —le dijo, muy serio.

Colmes cerró los ojos, como lamentando haberle revelado nada. Pero tras una breve pausa, continuó hablando.

—Al principio pensamos que habría un error. Dematisse y su equipo comunicaron la estructura de la nueva teoría en un tiempo record. Al parecer, a la luz de las evidencias que había revelado el acontecimiento, la nueva teoría era compacta y redonda. No dejaba ningún cabo suelto. Y su consecuencia irrefutable era la imposibilidad de un Creador Consciente. Les pedimos que revisaran una y otra vez sus conclusiones. Repitieron el experimento varias veces, con idénticos resultados. El Papa envió a una delegación externa, formada por especialistas propios, para que emitieran un dictamen. Y tras unas semanas, sus conclusiones han sido demoledoras: El descubrimiento es correcto.

El Padre General se calló de pronto, y permanecieron así durante varios minutos. Bernardo se había quedado como paralizado. Su cerebro no dejaba de pensar intensamente, luchando por encontrar argumentos que invalidaran toda aquella locura. Notó como su corazón latía con fuerza, y todo su cuerpo vibraba encendido de pura tensión y adrenalina.

—Daniel, no me lo creo —dijo al fin Bernardo—. No puedo aceptarlo. No puedes soltarme una retahíla de jerga pseudocientífica y pretender que acepte algo así. Necesito una evidencia sencilla, comprensible e irrefutable. Una pistola humeante.

—La teoría revela sorprendentes predicciones en el ámbito de la física de partículas. Se trata de un campo complejo, pero sus predicciones se han comprobado experimentalmente y son correctas. La clave de bóveda de todo esto es que al llegar a altas energías surgen estas partículas. Lo llaman energía extraña, y al parecer confirma la existencia de nuevas dimensiones que contienen a las actuales y conocidas. El Big-Bang es el origen de nuestro universo, pero es solo una pequeña parte de un todo mayor. Existen otras dimensiones, y en ellas, las leyes físicas son diferentes. Los principios de la termodinámica, la Mecánica Cuántica… todo ha cambiado. La evidencia científica demuestra que en este marco más amplio la materia y la energía son increadas y eternas. E inconscientes. El Universo, por tanto, es un ente eterno y autosuficiente que excluye necesariamente la idea de un creador.

—No lo entiendo.

—Bernardo, yo no soy físico. Y mis explicaciones son incompletas —el Padre General se levantó súbitamente y se dirigió al escritorio, descolgando el teléfono de nuevo.

—¿Marco? Por favor, necesito que te traigas también a todo el equipo de Jerusalén. Y traed toda la documentación —Colmes colgó el teléfono—. Amigo mío —le dijo a Bernardo—, aquí llega tu explicación detallada. Te aseguro que si llegas a comprenderla completamente, desearás olvidarla cuanto antes.

—¡Esto es inconcebible!

El cardenal Sánchez-Anúsegui se había levantado de su asiento, presa del nerviosismo. Se trataba del Cardenal Emérito de Madrid, de orientación conservadora y perteneciente al Opus Dei. Un anciano miembro del colegio, que pese a su avanzada edad parecía tener una energía desbordante.

—¿Desde cuándo hemos de cimentar nuestra fe sobre la ciencia? —continuó— ¿Acaso adoramos a Galileo, o a Darwin? ¿O a Einstein? Nuestra fe en el Creador no se fundamenta en evidencias, sino en la palabra de Dios viva. Venís con una noticia desoladora y con unas explicaciones poco menos que incomprensibles —Anúsegui señaló al secretario de Estado y a varios cardenales de la curia—. Pero el hecho es que la realidad es muy compleja y el entendimiento humano es muy limitado. Al igual que sucedió con Abraham, es evidente que todo esto no es sino una prueba que Dios nos ha puesto. Y como Abraham, hemos de mantenernos fieles a la fe.

Cada vez más acalorado, Anúsegui continuó hablando, atacando lo que describió como una herejía. Enumeró los males de la ciencia, y cómo esta había traído al hombre innumerables desgracias, como el aborto, la eutanasia o las armas nucleares. La ciencia no era fiable. Sus apasionados argumentos consiguieron convocar algunas adhesiones y unos tímidos murmullos de aprobación. Sin embargo, la mayoría del Colegio Cardenalicio estaba sumido en un estado de shock. Bajo el impresionante fresco del Juicio Final, pintado por Miguel Ángel hacía más de cuatrocientos años, los príncipes de la Iglesia más parecían pálidos espectros que hombres vivos. Traumatizados por el brutal impacto de la noticia y presas del temor y de la incertidumbre, muchos cardenales apenas prestaban atención al debate. La alocución del Santo Padre y las explicaciones del secretario de Estado los habían golpeado como un martillo. Se diría que hasta la sangre misma de sus cuerpos los había abandonado, espantada ante el herético devenir de los acontecimientos. Incluso los personajes que poblaban el infierno en la pintura de Miguel Ángel tenían mejor aspecto.

El secretario de Estado era de los pocos presentes en la sala que ya conocía la noticia de antemano. Por eso aún conservaba la entereza. Y ayudado por algunos cardenales de la curia, se tuvo que enfrentar a la ingrata tarea de aclarar las dudas y las objeciones. Con desgana, replicó lentamente al cardenal español.

—Leopoldo, como bien dices, nuestra fe se ha basado en la confianza en el Señor, en su divina palabra y en la revelación de los apóstoles. Por eso no necesitamos pruebas para creer. Pero una cosa es creer sin pruebas y otra es hacerlo en contra de las pruebas. En contra de la evidencia, de los hechos demostrados. Fides et Ratio. Acuérdate de la encíclica. Y de la tradición. Y de la historia. Siempre que la fe y la ciencia han entrado en contradicción manifiesta, la ciencia ha salido triunfante. Nos… ha podido costar años. O hasta siglos, como en el caso de Galileo. Pero al final, hemos tenido que reconocer su razón. Y desdecirnos. ¿O acaso alguien sigue manteniendo que Adán y Eva fueron los primeros hombres sobre la Tierra? No estamos en el siglo catorce. No podemos creer tal cosa en contra de la evidencia científica. Y con esto sucede de igual modo. Os acabo de explicar los rudimentos científicos del descubrimiento. Son irrefutables. Y en el momento en que la comunidad científica los proclame, ¡será nuestro fin!

El viejo Sánchez-Anúsegui se puso en pie, y en un gesto teatral levantó su mano al cielo.

—¡Saldrán falsos dioses e ídolos paganos para tentar la fidelidad del pueblo de Israel! ¿Acaso estás sugiriendo que renunciemos a nuestras creencias por… por lo que digan unos científicos?

—¿Acaso cree Su Ilustrísima que el mundo se ha creado en siete días? —fue la mordaz respuesta de Antonelli.

—Por el amor de Dios, Antonio, ¡estamos hablando del fundamento de nuestra fe! ¿Cómo puedes comparar eso con un relato simbólico como el génesis?

—No te equivoques, esto no es una cuestión teológica. ¡Estamos hablando de ciencia! Y las evidencias son incontestables —el secretario de Estado cogió los papeles de la demostración en la mano—. Sencillamente, la ciencia ha demostrado que Dios no existe. Podemos aceptarlo o podemos negarlo, eso lo dejo al juicio de esta congregación, pero lo cierto es que si esta noticia salta a la opinión pública, más pronto que tarde el mundo moderno acabará por darnos la espalda.

A lo largo de más de nueve horas, el pequeño conclave pasó por todo tipo de penurias. Se produjeron amargos y apasionados debates. Se cruzaron argumentos y contrarréplicas. La amenaza de que el mundo moderno terminara por eliminar el último reducto que quedaba para la fe planeó por toda la Capilla Sixtina. Poco a poco, la práctica totalidad de los asistentes profirieron todo tipo de quejas y objeciones. Pero al final de todos los razonamientos y de las controversias, al final de los enfados y de los llantos, de la incredulidad y hasta de la negación obstinada, solo una certeza aparecía invicta en aquella sala.

La ciencia los había acorralado.

Uno de los últimos en intervenir fue el cardenal Fratini. Se trataba del Arzobispo de Milán y durante muchos años fue el papable por excelencia del colegio. Era uno de los cardenales más respetados, tenía de hecho una sólida formación científica, pese a lo cual se había mantenido en silencio durante toda la discusión.

—Todos sabéis que soy físico —comenzó a decir Fratini, con su habitual tono reflexivo y pausado—. ¡Un físico anciano, que apenas conoce ya los entresijos de la ciencia moderna! Leyendo este informe me he sentido más vacío y más confuso. Lo más que puedo decir es que me ha colocado en un compromiso imposible de resolver. Mi fe en Dios contra las evidencias científicas —Fratini miró al secretario de Estado—. Necesitamos tiempo, Antonio. Tiempo para analizarlo, para debatirlo. Tiempo para meditarlo.

—Giussepe, estoy completamente de acuerdo contigo. De hecho, he de pedir disculpas a este ilustre colegio por mi vehemencia. Se debe a que ese tiempo que reclamáis ya ha pasado para mí. Llevo ya varias semanas mortificado por la noticia, asimilando los datos y hablando con los equipos científicos. Y el resultado es que ni duermo, ni apenas como, ni consigo pensar con claridad. El tiempo del que he dispuesto me ha permitido entender la gravedad y la seriedad del descubrimiento. Comprendo que necesitéis tiempo para meditarlo. De hecho, había venido aquí a proponeros absoluta discreción en este asunto. Todos sabemos de las graves consecuencias que supondría la revelación de esta noticia. El desconcierto y la angustia se cernirían sobre millones de fieles.

—Por no hablar del impacto que tendrá también en el resto de religiones —apuntó un miembro de la curia.

El secretario de Estado habló de prudencia y de esperar. El secreto debía permanecer oculto, al menos hasta que decidieran qué hacer con la información. En una exposición muy medida y largamente meditada, sugirió que debían preparar al mundo y prepararse para el golpe. Dosificar la información a lo largo de varios años para intentar atenuar el impacto. Antonelli hizo una pausa en su arenga, consciente de lo que iba a decir.

—Quizás no debamos revelarlo nunca.

Pero la verdad es que ya nadie le escuchaba. Ni los cardenales, agotados y en estado de Shock, ni el Santo Padre, ensimismado en su mundo, prestaban oídos a aquellas lúgubres palabras. Algunos de ellos estaban sentados en el suelo, de cualquier manera, y en sus rostros se adivinaba la tensión y el horror de las últimas horas. Y no pocos habían cedido a la presión de la evidencia y se paseaban abstraídos, como zombis, con la mirada perdida y la mente completamente bloqueada.

Pero el secretario de Estado estaba convencido de la necesidad de trazar un plan de contingencia. Ante la vista de aquel desastre, comprendió que tendría que ser él mismo el que intentara contener el golpe. Al fin y al cabo, controlaba la curia con mano de hierro. Tenía el carácter, la edad y la determinación para prestar su mayor servicio a la Iglesia. Los servicios secretos de varios países ya les habían transmitido su apoyo para ocultar la noticia. Y el Santo Padre, en su estado, no se opondría.

Junto a él, desecho en su silla de ruedas, su santidad Pío XIII tarareaba distraído una vieja canción infantil que su madre le cantaba de niño en su aldea natal, a las afueras de Kinshasa. Sus ojos impotentes contemplaron con tristeza infinita cómo el Colegio Cardenalicio en pleno se derrumbaba en un océano de incertidumbre, tensión y lágrimas.

Un adelanto del desmoronamiento completo de la Iglesia.