22

Habib no dejó de correr hasta que estuvo seguro de que nadie lo seguía. Se detuvo en una estrecha calleja, aún extramuros. Fue apenas una pequeña parada para recuperar aliento, pues enseguida enfiló hacia la casa que les servía de centro de reunión y de refugio. El corazón le palpitaba enloquecido, y su mente estaba bloqueada por la sorpresa y por la impresión. La acción había terminado en desastre. Uno de sus hermanos combatientes había sido apresado, y lo peor de todo, lo que Habib sentía con más pesar, era la muerte de Tarek al din.

El hermano del maestro Mukhtar.

Y todo por aquel maldito extranjero. Habib decidió que debía informar inmediatamente a Mukhtar. Su ira sería incontenible.

Accedió a la casa por la puerta sur. Uno de los hombres que estaba en el vestíbulo le informó que Mukhtar estaba reunido con otro importante líder, por lo que se dirigió con aprensión al subterráneo, una especie de catacumba en la que realizaban las reuniones de muyahidín.

Tras descender unas escaleras, vio a un guarda apostado en la puerta de acceso, bloqueando la entrada.

—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó con gesto hosco, mirándolo con desconfianza.

—Soy Habib Alí; vengo de realizar una acción en el Jerushalom, y tengo información urgente para el maestro Mukhtar —le contestó con impaciencia. La terrible información que portaba le quemaba el ánimo y le desesperaba—. ¡Abre la puerta!

—El maestro Mukhtar está reunido y no puede ser molestado —le contestó el vigilante con firmeza—. Vuelve más tarde.

Habib, cada vez más nervioso, comenzó a discutir con el hombre.

—¡Maldita sea, tengo que hablar con él, y tengo que hacerlo ahora! —Habib, con los ojos desorbitados, terminó gritándole al vigilante—. ¡Ahora!

—Si no me dices qué es tan importante, no te voy a dejar pasar, joven Habib. Me ha ordenado que nadie lo interrumpa.

—¡¡Terco estúpido, su hermano ha muerto!!

El guarda, estremecido, adoptó una grotesca mueca de sorpresa. Y ya no lo dudó. Con un rápido gesto, empujó la pesada puerta que daba paso al sótano. Habib entró, y tan pronto como divisó a Mukhtar, que estaba sentado junto a otro hombre, se acercó a él presa de los nervios.

—Maestro Mukhtar, ¡ha ocurrido algo terrible! —acertó a decir. Pese a que la extrema tensión lo dominaba, consiguió mantener la compostura—. Un extranjero nos ha interceptado mientras abandonábamos el lugar de la acción. ¡Nos ha pillado por sorpresa! Nos… ha desarmado.

Habib comenzó a temblar. Mukhtar lo observaba, sorprendido por aquella repentina interrupción. Su instinto le dijo que aquel joven aprendiz, a quien había mandado a curtirse en una acción sencilla, era portador de alguna noticia terrible. De lo contrario no había entrado así, armando ese alboroto.

—¿Dónde está Tarek? —le interpeló con preocupación. Habib, de pie frente a él, erguido y en posición de firme, comenzó a derramar pequeñas lágrimas por sus mejillas magulladas. Temblaba ligeramente, pero consiguió mantener la entereza.

—Ha muerto —respondió con voz lúgubre—. Un joven extranjero lo ha matado delante de mí, y por Alláh que no pude hacer nada para evitarlo.

Mukhtar abrió desmesuradamente los ojos antes de estallar en una violenta sacudida.

—¡Mi hermano! —gritó con el rostro descompuesto—. ¡Mi hermano pequeño! ¡Muerto! —Mukhtar miró a Habib con la cara descompuesta—. ¡Y no has hecho nada para evitarlo! ¡Cómo has podido permitirlo!

Con un rápido gesto, el clérigo agarró a Habib por las solapas de su chaqueta, zarandeándolo.

—¡Eres la vergüenza de los combatientes!

—¡Ulema Mukhtar! —acertó a gritar Habib entre sollozos—, ¡no pude hacer nada! Nos pilló por sorpresa. Debía de ser militar, pues se movía con agilidad y con posiciones de combate. Antes de que me diera cuenta, estaba en el suelo, y el extranjero había dejado inconsciente a Juller, le había quitado la pistola y le había disparado a Tarek —el chico, que hablaba entre sollozos, con la voz entrecortada, se atrevió a mirar a Mukhtar—. Yo creo que nos esperaba —aventuró—. Al pasar junto al objetivo, vi que comían juntos. El extranjero se presentó como un periodista, aunque yo creo que mentía. Ningún periodista lucha así. Y hablaban de algo relacionado con la destrucción de Jerusalén.

—Al oír esto, Mukhtar giró la cabeza hacia su acompañante, que aún permanecía sentado junto a ellos. Con un gesto rápido, soltó a Habib y se dirigió con brío a la mesa que tenía a su lado. Sacó una fotografía de un portafolios y se la enseñó a Habib.

—¿Es este el que os ha atacado? —le preguntó gritando—. ¿Es este?

Habib, con la boca abierta, no pudo disimular su asombro.

—¡Es él! —exclamó, señalándolo con el dedo—. Ulema Mukhtar, ¿cómo lo habéis adivinado?

Pero Mukhtar ni siquiera oyó la pregunta.

—¡Por las barbas del profeta, que nos han traicionado! —exclamó, mientras arrugaba la fotografía. Con un puñetazo en la mesa, se inclinó hacia su acompañante—. Ya te lo dije, Tawfik. ¡Te lo dije! No nos podemos fiar de los extranjeros. ¡Te dije que era un espía y un cruzado! ¡Pero tú insististe! ¡Tú y tus movimientos políticos!

Mukhtar pronunció la última frase como un penoso lamento y comenzó a llorar amargamente. Habib jamás había visto llorar a Mukhtar al Din. Verle sollozar por su hermano muerto le impresionó más que todos los estallidos de ira juntos.

Pero su llanto apenas duró unos segundos.

Enseguida recobró la compostura, y tan pronto como se serenó alargó su mano hacia uno de sus guardaespaldas, que asistía en silencio a toda la conversación. Lo agarró por el hombro, y con una voz glacial que ponía los pelos de punta, le dio nuevas instrucciones.

—Abdul, quiero que busques a ese perro infiel, a ese traidor hijo de un chacal y que lo traigas a mi presencia. ¡Persíguelo allá donde se esconda! Que no haya ni un lugar en la Tierra donde pueda vivir tranquilo ni a salvo. Tráelo con vida porque quiero ver cómo se desangra en mi presencia, cómo suplica clemencia y cómo muere lentamente entre tormentos. Nadie desafía a Mukhtar al Din. ¡Nadie! Ese hombre ha traído la desgracia a mi casa y se lo haré pagar cien veces.

El guardaespaldas, un muyahidín curtido en cientos de combates, un hombre cruel y despiadado, asintió con una sonrisa malévola. El extranjero había firmado su sentencia de muerte. Nadie escapa a la venganza de Mukhtar.

Brian y Bernardo descansaban pensativos en el claustro de la residencia de los Jesuitas, recuperándose de las heridas y de la impresión que les había producido el atentado sufrido hacía ya dos días. Bernardo los había pasado en el oratorio, rezando por las almas de los muertos. Hasta Brian asistió con él a una misa que se celebró en la capilla por los difuntos. Por su parte, toda la prensa de la ciudad recogía ampliamente el suceso, polemizando vanamente con análisis enfrentados.

—Podéis consideraros afortunados —el padre O’Keefe los observaba gravemente, con un gesto de preocupación—. Sin duda alguna la providencia os ha salvado.

Brian, aún afectado por la dura prueba a la que había tenido que enfrentarse, permanecía en silencio, melancólico. La convulsión del atentado y su enfrentamiento con los terroristas habían copado sus pensamientos. Pero a medida que pasaban las horas, su decepción por el fracaso de su entrevista con el director del proyecto Iova iba ganando terreno, sumiéndolo en una especie de autocompasión desencantada. Comenzaba a sentirse deprimido.

Ajeno a sus pensamientos, Ignatius se le acercó volando, posándose junto a él. Brian se removió en su silla, inquieto.

—Por favor, Daniel, llévese a este pájaro. Le ha cogido el gusto a morderme.

—¡Si no le ha picado ni una sola vez! —respondió O’keefe, entre risas—. No me diga que le tiene miedo. Precisamente usted.

—Nunca se sabe con estos bichos. Es un ave muy astuta; seguro que aprovecha cualquier descuido y me pega un picotazo tremendo. He visto como destrozaba una argolla con el pico.

El padre O’keefe accedió, llevándose al pobre Ignatius, que comenzó a protestar por el injusto trato recibido. Sus chillidos se perdieron en la distancia. Brian aprovechó para dirigirse a Bernardo.

—Ay, Bernardo —se lamentó—, ¿por qué tuviste que cortar nuestra entrevista? Si hubiera podido seguir unos minutos más, quizás…

—Ahora estaríamos muertos —le atajó Bernardo con suavidad—. Además, sabes mejor que yo que no habríamos conseguido nada. Aquel hombre estaba aterrorizado, que en paz descanse. Él y todas las pobres víctimas.

Brian, negando con la cabeza, se resistía a rendirse a la evidencia.

—No lo sé, no lo sé…

—No le des más vueltas al asunto. Lo hecho, hecho está —Bernardo se detuvo un momento, pensativo—. Me sorprendió, por cierto, que Liventhal afirmara que había miles de millones de vidas en peligro —comentó Bernardo, gravemente—. He estado pensando en ello estos días.

—A mí también me extrañó. En realidad Tawfik Rateb me dijo algo parecido, aunque yo me lo tomé como una exageración.

—Este asunto ha conseguido despertar mi curiosidad, he de admitirlo.

Brian levantó la cabeza y observó a Bernardo, expectante. Hasta ahora Bernardo no había mostrado un interés especial en la investigación.

—Reconozco que al principio me tomé todo esto como algo poco creíble, como algo artificial. Una construcción periodística cargada de efectismo. Pero he de reconocer que… —Bernardo se detuvo un instante, buscando las palabras precisas—. Que puede que haya algo más de lo que parece. Algo serio.

—Algo por lo que está muriendo gente —apuntó Brian, lúgubremente.

—Algo que merece la pena ser investigado —confirmó Bernardo.

—Pues bienvenido al club —le soltó Brian con cierta sorna—. Pero te recuerdo que estamos en un callejón sin salida. Nuestra única fuente ha sido asesinada, y ningún trabajador del proyecto, si es que los llegamos a localizar, dirá nada tras este atentado. Ni siquiera conseguiríamos acercarnos a ellos.

Bernardo parecía titubear. Dudaba entre dejarse arrastrar hacia aquella extraña aventura o desentenderse ahora que podía. Brian percibió su vacilación.

—¿Hay algo que me quieras contar?

Finalmente, Bernardo se decidió.

—En realidad es una tontería. Pero creo que tenemos una pequeña posibilidad más. De hecho, es la que nos había sugerido el malogrado doctor Liventhal. Acudir a Roma.

Brian le dedicó una mirada escéptica.

—Pensaba que eras un apestado. ¿De quién pretendes conseguir información?

—Desde luego, no podemos acudir al círculo oficial de la curia del Vaticano. Eso por descontado. Todo el entorno de consejeros y sacerdotes que rodean al Papa, los colegios apostólicos, las secretarías de Estado… no hablarán, y menos conmigo. Por esa vía es imposible obtener información.

—¿Entonces?

—Mantengo excelentes relaciones con mi orden —le explicó Bernardo—. Aunque en los últimos años, la Compañía de Jesús ha decaído en número e influencia, aún conservan una estructura de información notable. Es casi seguro que estén al tanto de toda esta cuestión. Los mejores científicos del Vaticano son Jesuitas. Además, el general de la Orden es un buen amigo mío. Estudiamos juntos. No sé, quizás pueda informarme de todo este asunto.

Brian, como alcanzado por un rayo invisible, recuperó de golpe todo el entusiasmo perdido. ¡Aún había esperanzas! Ilusionado, se preguntó si el Papa Negro no sería finalmente la fuente interna que con tanta fuerza perseguía.