Dos días más tarde Bernardo consiguió una entrevista con Josef Amil, el director del complejo Weizmann de investigación. Era un hombre de aspecto bonachón, de buen comer a juzgar por su fisonomía. Llevaba anudadas al cuello unas gafas de media luna, y se alegró mucho al ver a Bernardo. Brian comenzó a acostumbrarse a aquello de que todo el mundo en Jerusalén parecía conocer y apreciar al exsacerdote. Llevarlo consigo había sido una buena decisión.
El director del complejo les explicó que el director en funciones del proyecto Iova era Andreas Liventhal.
—¿En funciones? —se extrañó Bernardo.
—Si, me temo que el director del Proyecto fue asesinado la semana pasada mientras andaba por la calle. Un intento de robo, al parecer —Amil hizo una pausa, mirando entristecido al horizonte—. Si, amigo mío, las cosas ya no son como eran. Desde que te fuiste, la situación ha empeorado. Cada vez hay más delincuencia y más violencia. Ya sabes, la maldita crisis.
La reunión con Liventhal fue muy diferente. Quedaron para comer en el Café Jerushalom, un pintoresco restaurante de la parte nueva de Jerusalén, muy popular entre los turistas, que apreciaban su punto exótico pero controlado. Se trataba de un establecimiento grande, que daba a una amplia plaza, en la que habían colocado mesas para los turistas más acostumbrados al calor. Sin embargo, Liventhal les sugirió acomodarse en el interior, donde había aire acondicionado.
—Ya convivo con el calor a lo largo de todo el año; prefiero el aire acondicionado —les confesó—. Y ya veis, el interior está casi vacío. Los turistas deben de opinar que si no pasan calor y se quedan al aire libre no están en Jerusalén.
Pidieron un menú sencillo, una ensalada de queso y dátiles y un segundo plato de pescado.
—Josef Amil me ha indicado que querían hablar conmigo. He de confesar que se mostró muy persuasivo. Y me ha dado muy buenas referencias suyas, señor Di Lucca —dijo Liventhal, mientras degustaba unas berenjenas—. Creo que es usted sacerdote.
—Lo fui hace mucho tiempo —contestó Bernardo—. Ahora soy un seglar.
—¿No fue usted el responsable del campo de refugiados de Nassala?
—Sí, eso sí que es cierto. Durante doce años, de hecho.
Liventhal lo observó complacido.
—Pues si me permite decírselo, hizo una excelente labor. En Jerusalén, todo el mundo tiene algún amigo, pariente o conocido que ha pasado por ese refugio. El único respetado por la coalición. Un verdadero santuario. No sé como se las arregló para mantener aquel lugar a salvo de la guerra, pero lo felicito por ello, señor Di Lucca.
Bernardo asintió con una sonrisa.
—En fin, ¿en qué puedo ayudarles?
—Hemos sabido que ahora dirige usted el proyecto Iova —le dijo Brian.
El rostro de Liventhal se tensó al instante, poniéndose a la defensiva. Brian escogió sus siguientes palabras con una clara intención. Necesitaba impactar a su interlocutor, al tiempo que plantear su solicitud como una necesidad ética.
—Sabemos que están desarrollando un arma de destrucción masiva que será devastadora para todo Oriente Medio. Y si me apura, para todo el mundo.
Al oír esas palabras, Liventhal casi se ahogó con su bocado. Se puso súbitamente blanco, abriendo asombrosamente los ojos y mirándolos como quien mira a su verdugo. Todo el color de su piel pareció abandonarle de pronto, transformando su rostro en una máscara de cera.
—¿De dónde han sacado esa información? —acertó a decir.
—Eso ahora no importa, señor Liventhal. Lo que importa es que lo sabemos. Ya no es un secreto. Dirige una investigación que está poniendo en grave riesgo la estabilidad de toda la región. Creo que no hace falta que le recuerde lo mucho que ha sufrido esta parte del mundo —Brian realizó una pequeña pausa apaciguadora—. Es usted un buen hombre, señor Liventhal. De hecho, posiblemente se haya visto metido en una dinámica que ha escapado de su control. Por eso le ofrezco la oportunidad de parar todo esto. Como le he informado, trabajo para el USA Today. Si usted me aclara con detalle la naturaleza de las investigaciones, podremos denunciar ante la opinión pública esta nueva amenaza y detener su desarrollo. O al menos conseguir que la comunidad internacional presione a los autores de esta iniciativa.
Liventhal, que había permanecido todo el tiempo con la boca abierta y cara de susto, recuperó un poco la compostura.
—No sabe lo que está diciendo —contestó—. No sé de dónde habrán obtenido esa información pero les aseguro que no es lo que están pensando. Y no puedo revelarles nada de nuestras investigaciones. Háganse cargo, estoy sometido a un contrato de confidencialidad. Además —añadió, lentamente—, me… temo que ya es demasiado tarde.
—Señor Liventhal, hay miles de vidas en juego. No puede arrogarse el poder de jugar con sus destinos y permanecer en silencio.
—No, señor Wilson, no hay miles de vidas en juego, sino miles de millones —Liventhal los miró con preocupación—. Realmente no saben dónde se están metiendo ¿no? —les preguntó, asombrado—. ¿Un arma? No me hagan reír. Este es un juego muy peligroso —Liventhal miró a su alrededor, cada vez más nervioso—. Y les queda grande. No puedo decirles nada, lo siento.
Brian se quedó descolocado con aquella súbita revelación. ¿Miles de millones de vidas en juego? Aquel hombre debía de estar desvariando —pensó, confundido—. No hay ningún arma que tenga ese alcance destructivo, salvo las armas nucleares, y esas ya están inventadas. Claro que Liventhal les había insinuado que no era un arma. Pero si no era un arma, ¿qué podía ser? También le había descolocado su extraño nerviosismo. Desde que le habían mencionado el proyecto, Liventhal se había transformado. Parecía temeroso, y un hombre así suele ser más reacio a hablar. Desesperado, Brian decidió jugar su última carta.
—Sabemos que el Vaticano está detrás de la iniciativa. Confío en que no está intentando protegerlos, porque es ya un intento inútil.
Liventhal, que había vuelto a comer, dejó caer su mano sobre el plato, impactando con el tenedor sobre la vajilla. Los miró con los ojos desorbitados y se levantó bruscamente de la silla, golpeando con estrépito la mesa. Se quedó unos segundos así, de pie y como paralizado, sudando copiosamente. Lentamente, volvió a sentarse, pero su cara ya no mostraba sorpresa o aturdimiento, sino una extraña determinación; la que se adivina en aquel que ha tomado ya una decisión y nada en el mundo puede hacerle cambiar de idea.
—Pues me temo que deberán ir ustedes a Roma —les contestó, con un tono seco—, porque yo no puedo ayudarlos. Lo lamento, pero esta conversación ha terminado.
—Pero…
—Hagan el favor de marcharse.
Bernardo, que había asistido en silencio a toda la discusión, intervino, dirigiéndose a Brian.
—Vamos, será mejor que lo dejemos tranquilo. Está claro que no va a decir nada. Y será peor cuanto más insistamos. Señor Liventhal, ha sido un placer. Sentimos las molestias que hayamos podido ocasionarle.
Bernardo comenzó a empujar a Brian para que se levantara, haciendo que chocara con un hombre joven que salía por el pasillo. El hombre lo miró con enfado y Brian se disculpó como pudo, recibiendo una exclamación despectiva como respuesta. Pagaron la cuenta de lo que habían consumido y abandonaron el local por la puerta delantera.
—No sé por qué no me has dejado seguir intentándolo —le reprochó, frustrado—. Podía haberle sacado algo.
—Vamos, ¿has visto su cara? Estaba claro que no iba a decirte nada.
—¡Maldita sea! —replicó Brian—. Volvemos a estar como al principio.
—Déjale unos días para que se tranquilice y asimile la situación. Quizás entonces tengamos más suerte.
—No sé, no entiendo por qué se ha puesto tan a la defensiva.
Bernardo y Brian caminaron por la plaza, dejando atrás las mesas que había frente al restaurante.
La gente comía, ajena al aciago destino que les esperaba de manera inminente. Ni siquiera los dos amigos, que se alejaban paseando su frustración y su desencanto, podían imaginar el terrible suceso que iba a ocurrir en ese preciso momento.
Una verdadera catástrofe.
Apenas se habían alejado cincuenta metros del restaurante cuando sucedió. La tierra comenzó a temblar, y miles de cristales salieron disparados de las ventanas como confeti en una fiesta infantil. Una lengua de fuego se abrió paso ante sus ojos, tras la cual una detonación ensordecedora retumbó en sus tímpanos desechos hasta hacerlos sangrar.
Tras ellos, el restaurante entero volaba por los aires.
La potente onda expansiva de la deflagración los lanzó varios metros hacia atrás, cayendo al suelo. Sus oídos, castigados por el estruendo, comenzaron a pitar insistentemente. Apenas oían nada. Todo cuanto percibían del caos que se había formado a su alrededor era un ruido sordo, como de una grabación antigua pasada a bajo volumen. El restaurante, destrozado y en llamas, emitía una espesa humareda negra. Y por la calle aparecían desperdigados decenas de cuerpos y heridos que gritaban auxilio entre cascotes y hierros incandescentes. Todo el lugar parecía una zona de guerra.
Aturdidos, se quedaron en el suelo, incapaces casi ni de moverse, mientras sus sentidos, embotados, apenas podían recoger información, salvo por un penetrante olor a carne quemada.
Bernardo fue el primero en reaccionar. Se acercó con decisión al lugar de la explosión y se puso a alejar a algunas de las personas que estaban tendidas en el suelo, malheridas. Algunas ardían. Apagó como pudo sus llamas y llamó a voz en grito a Brian para que lo ayudara. Aquello era una masacre.
Pero Brian no pudo ayudarle. Tendido aún en el suelo, vio cómo un grupo de tres personas, que habían estado observando la escena apostados tras un automóvil, comenzaban a huir a la carrera, acercándose hacia su posición. Uno de ellos, el más joven, tenía algo en la mano; un pequeño artilugio con una antena. Brian lo identificó en el acto.
Era un mando a distancia.
Furioso, se dio cuenta de que se trataba del comando terrorista causante de la explosión, y de que iban a pasar junto a su posición. Decidió hacerse el muerto. Se levantó en el momento preciso en que los tres hombres pasaban a su lado, consiguiendo derribar aparatosamente a uno de ellos, que cayó al suelo. La sorpresa se tomó un segundo de protagonismo, que Brian aprovechó para propinar un contundente puñetazo al segundo hombre, el cual debido a su corpulencia apenas cayó al suelo, ligeramente aturdido. De su pecho colgaba una pistola.
Había actuado por impulso, casi sin pensar. En cuanto se percató de que estaba frente al comando terrorista causante del atentado, sus reflejos de soldado de élite se abalanzaron sobre él, tomando el control de la situación. Su instinto, su maldito instinto lo había empujado de nuevo al combate. Y ahora se encontraba en una situación comprometida.
El sonido de una detonación llamó la atención de Brian. Era un ruido seco, que había oído ya muchas veces y que identificó inmediatamente. Un disparo. El tercer hombre, de pie frente a el, había desenfundado su arma y le había disparado.
Afortunadamente, había fallado.
Brian comprendió que no podía dejarse disparar por segunda vez, porque con más tiempo su enemigo no volvería a errar el blanco. Tenía que actuar, y hacerlo con rapidez. Se lanzó al suelo con fuerza, impactando con su cabeza en el corpulento pecho del hombre a quien acababa de golpear. Con un movimiento experto, se hizo con su pistola, golpeándole con su culata en la cabeza y dejándolo inconsciente. Un gesto automático ejecutado con la precisión de una máquina de matar.
Eso le dio los segundos que necesitaba.
Agazapado en el suelo, procuró ofrecer a su enemigo el peor ángulo de tiro posible, colocándose en escorzo para presentar un blanco reducido. Apenas a tres metros, el tercer hombre, un hombre fornido y de larga barba se disponía a disparar por segunda vez. Y esta vez no fallaría.
Las dos detonaciones se oyeron casi al mismo tiempo.
Brian notó una vibración en el aire cerca de su cabeza. La bala le había pasado rozando, apenas unos centímetros a la izquierda de sus ojos. Aunque por muy poco, el terrorista había fallado de nuevo. Seguramente le había apuntado a la cabeza, un blanco letal pero reducido. Y había fallado.
El hombre no tuvo tanta suerte. Brian nunca fallaba. Su disparo le acertó de lleno en el pecho. Un pequeño agujero, casi inocente, comenzó a verter una sangre viscosa y oscura. Casi a cámara lenta, el hombre cayó desplomado sobre el asfalto, inerte, como si a una marioneta le hubieran cortado los hilos invisibles que la mantenían unida a la vida.
Habib Alí, aún aturdido por el golpe que Brian le había propinado por sorpresa, contemplaba horrorizado la escena, un poco apartado. Uno de sus compañeros estaba inconsciente.
El otro muerto.
Tras un fugaz cruce de miradas, ambos se reconocieron al instante: Se habían chocado en el restaurante apenas unos minutos antes. Habib, al ver el arma que tenía Brian en sus manos, escapó a la carrera como alma que lleva el diablo, perdiéndose entre las calles.
Brian, agotado, se dejó caer pesadamente en el suelo. Se sentía exhausto. Su impulso automático y sus reflejos habían dejado de controlarlo.
Comenzó a temblar desesperadamente. Hacía mucho tiempo que no mataba a una persona. Desde los tiempos de la guerra. Volvió a experimentar esa sensación de vértigo, de responsabilidad y de aturdimiento. Había matado a un hombre. Y aunque había sido en defensa propia, aquellas justificaciones que tantas veces había tanteado a lo largo de su vida ya no le ofrecían tranquilidad ni consuelo. Cuando dejó el ejército se juró a si mismo que nunca volvería a verse en una circunstancia como esa, que jamás volvería a arrebatar una vida. Maldijo en silencio que el destino lo hubiera llevado de nuevo a aquella situación irreparable.
Por su parte, y a pocos metros de ahí, Bernardo di Lucca, con las manos ensangrentadas, se afanaba por salvar la vida a una turista malherida. Sus brazos y piernas destrozados apenas se distinguían de los restos de carne desperdigados por la calle. Mientras le colocaba varios torniquetes, en un desesperado intento por contener una hemorragia generalizada, Bernardo murmuraba en latín una letanía ininteligible.
A lo lejos, las sirenas de la policía anunciaban la llegada de los servicios de emergencia.