20

El avión hizo un aterrizaje suave en Jerusalén, para descanso de Brian. Ya en el aeropuerto, se armaron de paciencia para pasar los rígidos controles de aduanas israelíes. La situación política era tensa, y a los pasajeros los hacían pasar uno a uno a una habitación, en la que un oficial armado los iba interrogando sobre los motivos de sus visitas. Lo cual, evidentemente, provocaba no pocas colas, retrasos y protestas.

Una vez superado el pesado trámite, se dirigieron al que iba a ser su alojamiento en Jerusalén. Bernardo le había propuesto a Brian alojarse en una residencia Jesuita que la orden tenia a las afueras de la ciudad. Se trataba de una construcción a medio camino entre una casa solariega y un monasterio. El edificio, de dos plantas y un estilo sobrio y sencillo, estaba en el campo, en la cima de una pequeña colina, rodeado de diversas plantaciones, olivos y huertos.

El taxi los dejó en la misma puerta de la casa. Dejaron todas sus maletas junto a ellos y llamaron al timbre. Casi inmediatamente les abrió un viejo, que a juzgar por su aspecto debía tener unos mil quinientos años. Tenía la cara surcada por unas profundísimas arrugas, y todo su cuerpo parecía como resumido, encorvado y chupado hasta los mismísimos huesos. El anciano les preguntó en qué podía ayudarlos, pero apenas divisó a Bernardo una amplia sonrisa afloró a su rostro.

—¡Querido amigo Bernardo! Has tardado en volver, ¡ya lo creo! ¡Te echábamos de menos! —el viejo se fundió en un cálido y prolongado abrazo, saludando después a Brian con la misma efusividad, como si cualquiera que acompañara a Bernardo fuera por ello digno de un trato especial. De repente el anciano ya no parecía tan frágil.

—Hermano Ginés, te mantienes tal y como te recordaba.

—Ay, a ciertas edades uno ya no puede ir a peor. Pero pasad, pasad y sed bienvenidos. ¡Que alegría! Voy a llamar enseguida al padre superior. Si, eso es lo que voy a hacer —el anciano se alejó con sorprendente rapidez, dejándolos solos en el interior de la casa. Repentinamente se volvió.

—Perdona, Bernardo, que os dejo solos. Estás en tu casa.

Bernardo sonrió.

—Vete tranquilo, Antonio. Estamos en el claustro.

Brian acompañó a Bernardo por el interior de la planta baja. Se trataba de una construcción de planta cuadrada, similar a una antigua casa romana, con un amplio patio en su interior. A modo de claustro, estaba poblado por una abundante vegetación, y en su interior se repartían desordenadamente varias mesas y sillas. Brian accedió al patio, notando cómo los pequeños árboles y las plantas refrescaban enormemente el ambiente, que pese a ser aún de mañana era ya sofocante. Aquello parecía un verdadero remanso de paz, fresco y silencioso. Pero apenas se había acercado al centro del claustro, que estaba vacío, cuando una extraña voz, ronca y firme, le habló.

—Pax vobiscum.

Brian se giró, sorprendido por aquella frase. Intentó localizar su origen, pero allí no había nadie. Al menos, nadie visible. Era una voz insólita, gutural, casi sobrenatural.

—¡Pax vobiscum!

Esta vez la voz provenía de mucho más cerca. Brian creyó detectar cierto aire de enfado en el tono empleado. Se puso a rebuscar por entre las mesas y los rincones por si algún niño le estaba gastando una broma, aunque lo cierto es que aquella voz no era la de un niño. Tenía un timbre extraño, como chirriante. Le recordó a la voz de cierto asesino en serie, psicópata y enloquecido, al que Brian entrevistó en una ocasión en la cárcel. Sintió un escalofrío al recordarlo.

Et cum spiritu tuo —escuchó Brian a su espalda. Bernardo, con una amplia sonrisa, acababa de entrar en el claustro.

—¡Vamos, viejo bribón, revélate y deja de tomarnos el pelo! —espetó Bernardo, abriendo los brazos en cruz, como si fuera a ser crucificado.

Brian no entendía nada. Sin saber por qué, le vino a la memoria una película, “Los cazafantasmas”, y cómo un ectoplasma burlón y pendenciero vagaba a sus anchas por un edificio sin que nadie pudiera controlarlo. Estaba Brian pensando en aquella escena cuando de pronto, del fondo del claustro surgió un ruido seco y vio cómo una sombra le pasaba gritando por encima y se abalanzaba sobre Bernardo, que se mantenía impertérrito en la postura del crucificado.

Un enorme pájaro se había posado en uno de sus brazos.

Un loro.

Era un loro grande, de color gris y con una espectacular cola roja. Se trataba de un yaco; un loro gris africano, que posado en uno de los brazos de Bernardo parloteaba excitado mientras hacía toda suerte de extraños movimientos con la cabeza.

—Ya lo sé, ya lo sé… ¡yo también te he echado de menos! —le dijo Bernardo, como quien habla a una persona, mientras le acariciaba suavemente la cabeza.

Brian se acercó con cautela.

—Brian, te presento a Ignatius, uno de los primeros inquilinos de esta residencia. Lleva aquí más tiempo que nadie. De hecho, me lo regalaron hace casi veinte años, y desde entonces ha vivido aquí —le dijo Bernardo, guiñándole un ojo. Brian expresó un tímido “hola”, pero el animal, emocionado con el regreso de su antiguo amigo, apenas le hizo caso.

—Ignatius, Ignatius; te presento a Brian —le dijo al ave, señalando con el dedo a un Brian cortado y descolocado. El loro se giró y se puso a observarlo. Le echó varias miradas inquisitivas, repasándolo de arriba abajo, como estudiándolo. Pareció quedar satisfecho con el examen, pues al cabo de un momento dijo: “Buenos días, Brian”, con la mayor naturalidad del mundo.

Una voz jovial arreció desde la entrada del patio.

—Tiene usted un don, señor Wilson. Generalmente no se digna a hablar con desconocidos.

Un hombre de mediana edad se acercó a ellos sonriendo.

—¡Bernardo! —exclamó—, me alegro mucho de volver a verte.

Los dos hombres se abrazaron, para sorpresa de Ignatius, que sorprendido por la maniobra abandonó el brazo de Bernardo y alzó el vuelo hacia Brian. Este le ofreció el suyo de un modo instintivo, de modo que Ignatius se aposentó en su antebrazo desnudo, clavándole sus garras sobre la piel.

El loro pesaba.

—Soy el padre Daniel O’keefe, superior de esta pequeña comunidad —le dijo a Brian, tendiéndole la mano. Tan pronto como se la estrecharon, Ignatius aprovechó para pasar de un brazo a otro, como quien atraviesa un puente. El padre O’keefe lo dejó bruscamente en una mesa cercana, entre las protestas del pájaro.

—Ignatius, ¡no molestes! —le riñó—. Perdónelo. Es un pájaro muy curioso. Y le encantan las novedades. Pero a veces puede volverse muy pesado.

Ignatius pareció reconocer la reprimenda, pues se alejó volando, herido en su amor propio, mientras emitía pequeños gritos de protesta. Brian observó que no se alejo demasiado.

—Podemos pasar a la sala de arriba, que estaremos más cómodos. Así me contáis mejor el motivo de vuestra visita. He de confesar que por teléfono no te entendí nada, Bernardo. Ah, ¡por cierto! —recordó, de pronto—, esta noche comenzamos unos ejercicios. Estaríamos encantados si nos acompañaras —O’keefe se giro hacia Brian—. Por supuesto, usted también está invitado si lo desea, señor Wilson.

—Solo nos quedaremos unos días, Daniel. Pero acepto con mucho gusto tu invitación. He de confesar que albergaba la secreta esperanza de poder coincidir con unos ejercicios.

Mientras se dirigían al piso superior, Brian le susurró a Bernardo:

—¿Ejercicios?

—Ejercicios espirituales, amigo mío. Ejercicios espirituales.