El avión que los llevaba a Jerusalén volaba repleto. La mayoría de los pasajeros eran turistas, a juzgar por las numerosas guías de viaje que consultaban. Viajaban en clase económica, por lo que el espacio que tenían en los asientos era menos que pequeño; era angustioso. Brian no tuvo un buen viaje. Cerca de su destino atravesaron una tormenta que provocó fuertes sacudidas en el avión. La aeronave se movía arriba y abajo como un corcho en el océano, y el traqueteo y los ruidos extraños ponían nervioso a Brian. El avión emitía continuamente una batería de zumbidos y tonos acústicos que Brian interpretaba invariablemente como síntomas de algún misterioso problema mecánico.
—Cuanto más vuelo más respeto me da —le dijo a Bernardo, a modo de disculpa—. Antes lo hacía sin ningún temor. Y ya ves, a medida que he ido acumulando malas experiencias tengo menos confianza.
A su lado, Bernardo lo miraba con una expresión divertida.
—No te voy a hablar de estadísticas porque me imagino que ya te las sabes. Pero al lado de las avionetas que he tenido que coger, este avión es una maravilla.
—¿Has volado mucho?
—Bastante. Una vez, hace muchos años, siendo sacerdote, me montaron en un cajón con alas rumbo a Nairobi, a un congreso ecuménico. Te aseguro que aquella experiencia sí que fue mala. No sé como llegamos a salvo —Bernardo se quedó pensativo, recordando aquellos tiempos. Una nueva turbulencia sacudió el avión. Brian se puso aún más blanco—. Creo que voy a ahorrarte los detalles —le dijo, riendo.
—¿Por qué dejó de ser sacerdote? —preguntó Brian de improviso. Susan no le había aclarado la cuestión y hasta ese momento no había juzgado prudente preguntárselo.
Bernardo inspiró largamente, meditando la respuesta.
—Me di cuenta de que la Iglesia, como institución, ya no pone en práctica fielmente las enseñanzas de Jesús.
Brian esperó a que Bernardo ampliara su respuesta. Pero como este no continuó, decidió utilizar sus dotes periodísticas y tirarle un poco de la lengua.
—¿Ah no? Se supone que la Iglesia Católica es la guardiana de las esencias más auténticas, ¿no?
—La Iglesia Católica está lastrada por el dogma. Conceden importancia a lo que no es importante —contestó Bernardo, muy serio—. Verás; a lo largo de los siglos se han centrado en la construcción de una gigantesca estructura conceptual de ideas, credos y certezas, de la que ahora son presos y rehenes. Han sido miles de años interpretando las escrituras y tomando arriesgadas decisiones teológicas. Es más, hoy en día, muchos de los pasajes, historias y citas evangélicas que se mencionan como soporte de la doctrina son falsas. Composiciones manipuladas a lo largo de la historia, reescritas por las comunidades cristianas en función de los intereses del momento.
Brian intentó recordar algo de sus antiguas clases de religión, y de los episodios de la Biblia que el párroco les hacía recitar como si fueran papagayos.
—Ahora me vas a decir que Jesús no nació de la virgen María.
—Es curioso que menciones esa creencia, porque es probablemente la más incierta de todas. La Inmaculada Concepción. Es un dogma de fe muy tardío, del siglo dieciocho aproximadamente. Lamentablemente, no es cierto. Jesús no fue engendrado por Dios de un modo milagroso ni María fue virgen. De hecho, Jesús tuvo varios hermanos. Es más; todos ellos, junto con María, se enfrentaron con Jesús cuando éste dejó su trabajo y se puso a predicar sus enseñanzas. Literalmente, pensaban que estaba loco —Bernardo hizo una pequeña pausa—. Y este es solo un ejemplo. Por toda la escritura abundan errores similares. En el fondo, son inevitables. Por eso hay que tener mucho cuidado al interpretar las escrituras, y no tomar todo como una verdad inamovible.
Brian no era una persona especialmente devota. Más bien al contrario, apenas prestaba atención a la idea religiosa. Sin embargo, la sugerencia de que algunos de los episodios de la vida de Jesús, que desde niño había aprendido y recitado, fueran inciertos, le resultaba extrañamente inquietante.
—No se, me parece algo bastante increíble.
—Es normal, eres fruto de tu educación. Verás; en los primeros años del siglo pasado vivió un eminente teólogo, llamado Joachim Schweitzer. Era un hombre piadoso, gran erudito y mejor teólogo, además de un gran intérprete de Bach. Consagró su vida al estudio de las escrituras, buscando lo que él llamaba “Ipsima Verba”: Las verdaderas palabras de Jesús. Las que salieron exactamente de sus labios, tal y como las pronunció, con su mensaje original. Sometió a las escrituras a innumerables análisis; desde estudios estilísticos e históricos hasta comparativos de todo tipo. Se dejó literalmente las pestañas analizando las escrituras y consultando por las bibliotecas de medio mundo, buscando en las fuentes originales y en los pergaminos y documentos más antiguos. Realizó una verdadera labor de investigador histórico, y llegó a una triste conclusión: Nada de lo que se le atribuye a Jesús son sus verdaderas palabras, sino que son construcciones posteriores de las comunidades cristianas. “Episodios legendarios que llevan consigo la marca evidente de la falsificación”, según sus propias palabras. Al final de su vida, frustrado, dejó todos sus estudios y se fue a las misiones.
—Qué quieres decir, ¿que no hay que creerse nada de lo que dice la Biblia?
—No; Yo no estoy de acuerdo con la conclusión a la que llegó Schweitzer, que me parece excesiva a todas luces. De hecho, los modernos exegetas han sabido identificar perfectamente qué dijo Jesús y qué no; qué es cierto, qué está adulterado y qué es leyenda. Lo que quiero decir es que hay que hacer una lectura responsable de los evangelios y no interpretarlos al pie de la letra. Por debajo de toda la casuística, mucha de ella discutible, hay un mensaje subyacente clarísimo que se repite una y otra vez. Un mensaje sencillo, luminoso e inequívoco: La revelación del amor incondicional de Dios, de su perdón, de su tolerancia y de reconciliación. Y una exhortación ineludible que cada uno de nosotros pongamos eso mismo en práctica. Porque es la práctica, y no el conocimiento, lo que importa —el rostro de Bernardo se entristeció—. Y ahí es donde la Iglesia está fallando: mucho dogma y poca práctica. No se abre a las necesidades del mundo, centrándose en su lugar en defender una visión excesivamente conceptual e intelectual del cristianismo, basada en el concepto de “Verdad”. Su cosmovisión es la defensa de una ortodoxia y de una Verdad revelada, cuyo conocimiento y aceptación está por encima de todo, incluso por encima del Bien.
—¿Acaso son contradictorios?
—En realidad no. Pero todo es una cuestión de la importancia que se concede a cada cosa y de qué es lo que queremos hacer en primer lugar. ¿Practicar el Bien o revelar la Verdad? Ambos son importantes. Ahora bien, ¿a qué habremos de dedicar más tiempo? —Bernardo realizó una pequeña pausa, dejando la pregunta en el aire—. En mi opinión —continuó—, la Iglesia ha decidido priorizar la doctrina. Y el Papa se erige en su trono romano como autoridad infalible, defendiendo además ideas ultra integristas más que dudosas. Pues bien, con eso yo no puedo estar de acuerdo.
A Brian le sorprendió un poco que una persona religiosa defendiera un discurso tan alejado del mensaje oficial de la Iglesia. Aquel cura empezaba a caerle bien. Decidió continuar pinchándole.
—Bueno, las Iglesias y los sacerdotes también ayudan a la gente, ¿no?
—Indudablemente. Pero suelen adoptar, al menos entre los cuadros dirigentes, una actitud de superioridad moral y de intolerancia hacia comportamientos que juzgan como desviados. Y no hay nada más alejado de las enseñanzas de Jesús que eso. La élite sacerdotal de la Iglesia vive recluida en sus propios muros, sin apenas relacionarse verdaderamente con el mundo. Además, es una cuestión de grado. Yo decidí que no quería pasarme la mayor parte de mi tiempo reconviniendo a la gente y meditando sobre enrevesados conceptos e ideas. Y tampoco quería aferrarme a muchos dogmas que ni me creía ni eran creíbles.
—¿Por ejemplo?
—Verás, no tenía fuerzas para ir a una aldea etíope y ponerme a hablar de la indisolubilidad del matrimonio. Es cierto que los misioneros ayudan a la gente, pero yo no podía seguir aceptando ciertas cuestiones que me parecían equivocadas, ni adoptar como algunos una postura cínica.
—¿Cínica?
—Muchos sacerdotes no creen en esas cosas. Las continúan enseñando porque es la doctrina de la Iglesia. De la jerarquía. Pero no creen en ellas. Intentaron moderarlas pero perdieron la batalla con la curia. Hoy apenas queda nada del Concilio Vaticano segundo. Yo mismo soy un buen ejemplo de esa derrota. Por eso decidí marcharme, aunque muchos han elegido continuar a la espera de tiempos mejores, tratando de cambiar a la Iglesia desde dentro. Una especie de labor de Zapa. Pero yo no tengo tanta paciencia. Enseguida me pongo nervioso y quiero actuar.
—¿Y qué visión es la que tu defiendes?
—No tanto la doctrina como la práctica. No tanto condenar como comprender. No tanto dogma, tantos conceptos enrevesados sobre asuntos que a muy pocos interesan sino actuar, estar del lado de los pobres, de los oprimidos, sin juzgarlos ni condenarlos. El mensaje de Jesús no es tanto un concepto, una idea, una ortodoxia o una filosofía como un plan de acción: Crear el Reino de Dios en la Tierra. En definitiva, no es una ortodoxia, sino una ortopraxia. Y de eso todas las Iglesias se alejan, ocupadas como están en defender con uñas y dientes una teoría, un armazón ideológico, un dogma de fe.
—Bueno, muchas Oenegés defienden lo mismo que me has dicho; ayudar a la gente y esas cosas.
—Sin duda. Médicos sin Fronteras sin ir más lejos. Y tienen mi apoyo, como tú muy bien sabes. La diferencia es que las Oenegés ayudan a la gente exclusivamente por amor al hombre. Yo, además, creo que el mandato de ayudarnos es el deseo de Dios, y que su puesta en práctica nos acerca a Él —Bernardo observó el rostro confundido de Brian—. Pero basta por hoy. Media hora de Teología básica es suficiente. Al menos ha servido para que el traqueteo te pase desapercibido.
—Mira, ¡pues es cierto! Pero una última cosa; ¿defenderías entonces algo parecido a la teología de la liberación?
—Aquello fue un intento imperfecto de cambiar las cosas. Algunos cayeron en el error de la violencia. Pero si, corrigiendo sus excesos me siento más cercano a ellos que al Vaticano, desde luego.
Con aquella conversación Brian se percató de que su compañero de viaje no era una persona corriente. No solo acababa de demostrar una vasta erudición y conocimiento teológico, sino que además le acababa de poner patas arriba todos sus prejuicios religiosos.