—Bueno, vamos a ver, Manuel; ¿qué es lo que te pasa?
—Verá doctor, es que…
Sentado en una camilla de la enfermería, un adolescente ruborizado miraba al suelo, apocado y sin decidirse a responder. Permaneció callado unos segundos, como reuniendo el valor para hablar. Sentado frente a él, un hombre con una bata blanca lo miraba, intentando adivinar la razón de la visita.
—Tiene algo que ver con María, ¿no es así? Os habéis acostado.
El chaval, sorprendido por la aguda observación, asintió fuertemente con la cabeza, un poco avergonzado.
—Si. La amo.
El médico suspiró. ¿Cuántas veces había oído lo mismo? Decenas de adolescentes encontraban mes sí mes no al amor de su vida. La historia discurría casi siempre de la misma manera: Un par de semanas de enamoramiento, un par de noches de sexo y una ruptura melodramática digna de una tragedia griega. Si además había suerte, conseguían evitar un embarazo. Y claro está, al de unos meses —o unas semanas— vuelta a empezar.
—Bueno —lo calmó, comprensivo—. La amas y os habéis acostado. Espero que esta vez sea la definitiva.
—¡Sí que lo es! Es la mujer de mi vida —le dijo el chico, con expresión soñadora.
—Ay, Manuel, eso dijiste de la anterior —respondió el médico, resignado—. En fin, tú sabrás. Pero bueno, no creo que hayas venido para pedir mi bendición; si estás en la enfermería es porque hay algo que te preocupa…
—Verá, doctor —comenzó a decir el chico—, no teníamos un condón a mano, así que… bueno, que… lo… hicimos a pelo —el chaval, cada vez más colorado por hablar de sus intimidades, miraba de reojo al médico—. Y claro, de esto hace unos días, pero ahora noto como una molestia al orinar. Bueno, es mucho más que una molestia. Me duele un montón.
—¡Serás insensato! —le dijo el médico, enfadado. Toda la comprensión y la camaradería se esfumaron como por arte de magia—. Estáis jugando con fuego, Manuel. Lo sabes, ¿no? ¿Cuántas veces os he repetido que siempre hay que usar preservativo?
El chaval agachó aún más la cabeza, sin decir nada. El médico se dirigió a uno de los armarios, del que sacó una pequeña ampolla de cristal con unos polvos y otra con un líquido transparente. Realizó una mezcla con habilidad y preparó una inyección con una solución blanquecina y una aguja enorme.
—Bájate los pantalones —le dijo al chico, que miraba la aguja como si fuera un arpón—. A ver si dejáis de pensar siempre con la entrepierna. Y por el amor de Dios, ¡usad preservativo! ¿Para qué crees que os los damos en clase?
Brian accedió al instituto por las escaleras de la puerta principal. Le había costado encontrarlo. De hecho, hacía años que no pisaba aquel barrio, uno de los suburbios más degradados de la capital. Se sorprendió un poco al comprobar que el aspecto general de las calles seguía siendo el mismo: No demasiado limpias, unos pocos indigentes deambulando sin rumbo y muchos chavales jugando por las calles. La mayoría negros e hispanos.
Susan lo había persuadido para que visitara a Bernardo di Lucca. Y la reunión que había tenido esa mañana con CeJota le había terminado de convencer. Hacía tiempo que no se pasaba por el periódico, de modo que tenía alguna duda acerca de la actitud que pudiera tomar su director ante sus pesquisas. Por eso se sorprendió un poco comprobar que CeJota le dio carta blanca en la investigación, especialmente después de que Brian le contara la conversación en Jerusalén con Tawfik Rateb sobre los tejemanejes del gobierno.
—Créeme Brian, que yo soy perro viejo, y te digo que ahí tienes una historia importante.
Se mostró aún más entusiasmado con la posible implicación del Vaticano.
—Estupendo —le dijo—. Cualquier historia sórdida en la que además salgan curas y monjas atraerá a nuestros lectores como la miel a las moscas.
—Pero no consigo información de la Iglesia.
—Ay, ¡esos se saben muy bien su oficio! —le contestó CeJota, burlón—. No en vano nos llevan dos mil años de experiencia. Inténtalo con ese cura que me has comentado, el que te ha recomendado Susan. A veces las mejores fuentes son las menos habituales.
—Bueno, ya no es cura.
—Da igual. Además, si como dices ha sido un pez gordo en el Vaticano, aunque fuera hace mil años, seguro que aún sabe cosas. Y tendrá contactos. Tú inténtalo.
Esa misma tarde, Brian concertó una reunión con el exsacerdote.
En la recepción del instituto, Brian se acercó a una oronda mujer negra hacía punto, acompañada de un niño de apenas un año, que lo miraba con los ojos muy abiertos aferrado al regazo de su madre.
—Buenas tardes. Tengo una reunión con Bernardo di Luca.
—Está en la enfermería —la mujer le señaló con el brazo uno de los pasillos—. Por allí.
Brian se adentró en el instituto, en el que apenas había ya actividad por ser verano. Localizó la enfermería, con la puerta entornada. Era un pequeño dispensario de color inmaculado que olía a linimento y a desinfectante. Llamó a la puerta, abriéndola lentamente. Una voz le dijo que pasara. En el interior, un adolescente de unos dieciséis años tenía extendida la mano, como esperando recibir algo. Frente a él, un hombre con bata blanca recogió de una caja cercana un enorme puñado de preservativos de color fresa y se los entregó al chico. Parecían caramelos.
—Recuerda lo que hemos hablado, Manuel.
El joven se marchó, con una leve cojera.
—Buenos días, busco al profesor Bernardo di Lucca.
—Buenos días. Soy yo… ¿En qué puedo ayudarle?
—Mi nombre es Brian Wilson, hemos hablado esta mañana.
—¡Ah, si, el amigo de Susan! Permítame unos segundos, enseguida lo atiendo. ¿Qué tal se encuentra Susan?
—Estupendamente. Le envía recuerdos —respondió Brian distraídamente.
Bernardo se quitó la bata y se dirigió a un pequeño lavabo para lavarse las manos. Vestía una camisa blanca limpísima pero bastante raída y un sencillo pantalón chino de color gris oscuro. Era bastante alto y de complexión delgada.
Parecía un junco.
Brian se percató de que efectivamente apenas aparentaba unos sesenta años, debido en gran parte a una cuidada barba oscura que poblaba su rostro. Se movía con elegancia, y excepto por la barba, tenía unas facciones casi aristocráticas: Nariz recta, rostro alargado y pelo corto. Claro que la ropa vieja y desgastada que vestía no revelaba a una persona afectada, precisamente.
—Los chicos de su edad vienen con las hormonas enloquecidas y son incontrolables —dijo Bernardo, mientras se lavaba las manos. Con la cabeza, señaló al chaval que acababa de marchar—. Lo único que podemos hacer es rogar por que utilicen siempre preservativo y tratar de introducir algo de juicio en sus duras cabezas.
—No sabía que fuera médico —contestó Brian, mientras curioseaba por la enfermería.
—Bueno, hace mucho que no ejerzo. Me temo que mis conocimientos médicos son más propios del siglo pasado que de este. Aquí me limito a echar una mano en la enfermería cuando no está el practicante. Ya sabe: torceduras, dolores de cabeza, y esas cosas —Bernardo terminó de lavarse las manos—. ¿Quiere acompañarme? En mi despacho estaremos más cómodos.
Brian siguió a Bernardo por el instituto, cruzando un ancho y largo pasillo de baldosas. Sus pisadas resonaban en el suelo, creando un ruido sordo, amplificado por el eco. A su derecha iban dejando las puertas cerradas de las aulas. En su recorrido, apenas se cruzaron con dos jóvenes, que los saludaron con un fugaz movimiento de sus cabezas.
Finalmente llegaron al despacho. Se trataba de una pequeña sala, bastante oscura, con un gran escritorio lleno de papeles y un aparatoso monitor de ordenador, que a juzgar por su aspecto hacía años que no se encendía.
De las paredes colgaban unos cuadros ajados y algunas fotografías de lo que parecían pequeñas aldeas y zonas rurales. En una de ellas, un sonriente Bernardo posaba junto con una mujer y un gran número de chiquillos en lo que parecía ser una especie de patio de tierra rodeado de pequeñas chabolas.
—Tendrá que disculparme, se han averiado los fluorescentes —Bernardo encendió una lámpara de pie, que iluminó parte de la estancia con una cálida luz anaranjada—. ¿Quiere un té?
—No gracias, señor di Lucca.
—Bernardo, por favor. Señor di Lucca me llaman mis alumnos en clase —contestó, sonriendo—. Prefiero que nos tuteemos, si no le importa.
—Bernardo entonces. Te he solicitado esta reunión para comentarte un asunto de cierta importancia.
Brian le explicó con todo lujo de detalles el desarrollo de los acontecimientos, incluyendo sus conjeturas, dudas y suposiciones. Sus viajes y sus entrevistas con Al-Isra. Di Lucca se mostró interesado, interrumpiéndole en ocasiones con varias preguntas. No pareció impresionarse demasiado con la idea de que fuera un proyecto de implicaciones destructoras.
—En resumen, que estoy bloqueado —concluyó Brian—. Por ejemplo, ayer mismo supe que el Vaticano centraliza su escasa actividad de investigación científica a través de la Academia Pontificia de las Ciencias, de modo que los llamé.
—¿Y? ¿Has obtenido alguna respuesta?
—Ninguna. Para variar, me han pasado de un responsable a otro y ninguno ha sabido o ha querido revelarme la más mínima información.
Di Lucca sonrió.
—Es normal. Todos los centros de investigación guardan con mucho celo la naturaleza y alcance de sus investigaciones. Y la Academia Pontificia de las Ciencias es una institución de alto nivel científico, de las mejores del mundo, pese a ser poco conocida. Nunca te “filtrarán” información, como dices. Y mucho menos por teléfono.
—¿Crees que si me presento en persona tendré algún éxito?
—Me temo que es poco probable. Es más, no creo que consigas nada a través de un canal… digamos laico.
Al escuchar aquello, a Brian se le iluminó la cara.
—¿Podrías echarme una mano con eso? —se apresuró a preguntar.
—Te recuerdo que yo también soy laico —contestó Bernardo, con una sonrisa.
—Tienes razón —concedió Brian—. Al menos, técnicamente —añadió—. Pero si no me he informado mal, formaste parte de la secretaría de Estado del Vaticano, ¿no es así? Y de la Comisión Teológica Ecuménica. Seguro que aún conservas contactos.
Bernardo volvió a sonreír, como recordando viejos tiempos casi olvidados.
—No tantos como puedas pensar, amigo Brian… no tantos. Cada vez queda menos del espíritu y de las gentes del Concilio. Una pena, una verdadera pena… —murmuró, casi en un susurro—. Es más, te puedo asegurar que en los círculos del Vaticano soy más bien una figura incómoda.
Bernardo se sirvió una taza de té, pensativo.
—De todas formas, si quieres obtener esa información, hay métodos más sencillos.
—¿Ah si? —preguntó Brian—. ¿Cuáles?
—Verás; hace un par de años ya que la Academia Pontificia emplea discretamente las instalaciones del complejo Weizmann, a las afueras de Jerusalén, para sus investigaciones en física fundamental. Si como dices, el proyecto está relacionado con el departamento de Energía y se está desarrollando en Jerusalén, es más que probable que se esté realizando en ese complejo. El director de las instalaciones es Josef Amil, un científico de primera línea, muy respetado por la comunidad. Y una bellísima persona, por cierto. Si quieres obtener información, te sugiero que contactes con él; seguro que es más accesible. Pero mejor en persona; Josef no es tan cerrado como el Vaticano, pero no llega a tanto como para abrir su corazón a un extraño por teléfono. Además, así vuelves a disfrutar de una ciudad única.
—En realidad odio esa ciudad —se sinceró Brian—. Serví ahí como soldado de la coalición durante casi dos años. Se puede imaginar los recuerdos que me provoca. Solo veo explosiones, caras de pánico y muerte a todas horas.
—Bueno, has tenido mala suerte. Te ha tocado vivir los horrores de la guerra. Pero la verdadera Jerusalén es luminosa, vivificante —a Bernardo se le escapó una sonrisa evocadora—. Y sus gentes son extraordinarias. Yo he pasado buena parte de mi vida en Jerusalén, y te aseguro que no la cambiaba por ningún otro lugar…
Brian permaneció en silencio, meditando la nueva información que le había proporcionado Bernardo. Por fin comenzaba a atisbar un rayo de esperanza para su investigación. Si consiguiera convencer a aquel científico para que le explicara, siquiera someramente, la naturaleza del proyecto Iova, quizás pudiera aclarar la credibilidad de las acusaciones de Al-Isra —pensó, ilusionado—. Sin embargo, esta vez no quería malgastar ese cartucho, que quizás fuera el último. Toda la ayuda que pudiera conseguir estaba justificada.
La conclusión era obvia.
—Acompáñame a Jerusalén —le soltó, con convicción.
Bernardo, desprevenido, enarcó las cejas en un gesto de sorpresa. Toda aquella conversación, aunque interesante, no dejaba de ser un juego intelectual para él. Sencillamente, se había divertido con toda aquella historia de espías e intrigas.
—¿Cómo dices? No, yo… yo no soy un investigador. Te estorbaría más que ayudarte.
—Ahora me has sido de gran ayuda.
—Yo… Brian, te agradezco la invitación, pero creo que no podría.
—¿Por qué? —insistió Brian—. Tu instituto ha terminado las clases, y te prometo que solo serán un par de días. El periódico correría con todos los gastos, por supuesto. Y te encanta la ciudad.
Bernardo titubeó. No concedía demasiada importancia a aquella extraña historia de intrigas y complots, pero lo cierto es que desde que falleció su mujer no tenía ya un motivo claro para permanecer en los Estados Unidos. Y aunque aún no le había dado forma ni era plenamente consciente de ello, en el fondo sabía que tarde o temprano volvería a su querida Jerusalén. Esta podría ser una buena ocasión para preparar su vuelta. Y el amigo de Susan parecía una buena persona. De hecho, Susan le había hablado muy bien de él. Miró a Brian, que estaba expectante, y finalmente tomó una decisión. Sonrió maliciosamente.
—Verás, Brian. Lo cierto es que igual me interesa —concedió—. Pero a cambio te pediría dos cosas.
—Lo que sea.
—La primera es que me gustaría tener un día en Jerusalén para visitar a unos amigos y hacer unas gestiones.
—Me parece perfecto.
—La segunda es que quiero que me pagues por mi ayuda. Mil dólares.
Brian se quedó descolocado, apenas un segundo. No pensaba que le iba a pedir dinero, por poco que fuera. Decidió aceptar. No era mucho dinero.
—De acuerdo.
Bernardo sonrió ampliamente, levantándose para rebuscar entre los papeles de su escritorio. Apuntó algo en una cuartilla y se la tendió a Brian.
—Aquí tienes. Solo tienes que hacer un ingreso en esta cuenta.
Brian leyó el papel, aún más asombrado. El cura sabía negociar. Tras leer el contenido, no pudo evitar sonreír. Bernardo di Lucca le había sangrado mil dólares, seguramente después de haber decidido que iba a acompañarle. Con letra clara y tinta roja, figuraba un número de cuenta y el titular de la misma:
Médicos sin Fronteras.
Una tímida sonrisa de disculpa afloró al rostro de Bernardo.
—Lamento la pequeña treta. Las necesidades son muchas, y los recursos muy escasos.