17

Brian entró en el vestíbulo del edificio en el que vivía Susan Sullivan. Se encontraba desanimado y deprimido, como si una fuerza misteriosa le hubiera extraído toda su energía, dejándolo seco y sin saber qué hacer. Y echaba en falta la desenfadada y cariñosa comprensión de Susan.

—Buenos días, señor Wilson —le saludó el portero del edificio, abriéndole la puerta.

Se trataba de un bloque de apartamentos situado en Adams Morgan, uno de los barrios más pintorescos y cosmopolitas de Washington, con una amplia variedad de restaurantes internacionales, gran diversidad de tiendas, bibliotecas bilingües y un buen ambiente nocturno.

—… enos días —balbució Brian. Se dirigió a los ascensores, ya que, aunque Susan vivía en el segundo piso, no se sentía con energía para subir andando las escaleras. Los últimos días habían sido enormemente frustrantes. Tras descubrir la pista del Vaticano, Brian se había lanzado a una investigación exhaustiva en el entorno de las organizaciones de la Iglesia Católica, convencido de que sería pan comido obtener información de unos incautos sacerdotes.

Pero muy al contrario, la Iglesia se había revelado como una institución impenetrable. Había contactado en primer lugar con un secretario de la nunciatura del Vaticano en Washington. Se trataba de un sacerdote mayor, de trato cortés, que le explicó largamente las intrincadas instituciones y organismos vaticanos, pero que no le aportó ninguna información relevante del proyecto concreto por el que le preguntaba, escudándose en que no era de su competencia. La entrevista con el Nuncio no le fue mejor. Además de haber sido sorprendentemente difícil de conseguir, apenas le dedicó unos pocos minutos. Aún recordaba la cínica respuesta del Nuncio, cuando Brian le preguntó si había oído hablar del proyecto Iova.

—La verdad es que no he oído hablar de ese proyecto en absoluto —le contestó, muy serio—. Ahora bien, debo informarle que en asuntos de la secretaría de Estado mi obligación es negar todo conocimiento.

Por lo demás, el embajador Vaticano demostró una habilidad retórica inigualable, empleando alambicados y farragosos discursos ante las preguntas más sencillas, convirtiendo la conversación en un laberinto impracticable. Brian lo intentó después con diversos cargos intermedios de la administración de la Iglesia, desde diáconos hasta obispos y trabajadores seglares. Incluso habló por teléfono con un alto funcionario del departamento de Estado Vaticano, en Roma. Y en todos los casos obtuvo el mismo resultado: No sabían o no contestaban. Iova comenzaba a ser un callejón sin salida.

Cansado del oscurantismo religioso, y frustrado por la falta de avances, Brian decidió aceptar la invitación de Susan de ir a cenar a su casa. Compró una botella de vino y se dirigió a su pequeño apartamento, digiriendo y rumiando por el camino su falta de avances.

El ascensor lo dejó puntual en el segundo piso. Brian tocó el timbre de la puerta y esperó. La verdad es que tenía ganas de ver a Susan. La puerta se abrió, y tras ella Susan lo saludó con una tímida sonrisa. Brian dudó si debía besarla o no. Ella pareció tener la misma duda, pues se acercó a él, aparentemente con esa intención, pero titubeó, produciéndose uno de esos momentos incómodos en los que ninguno de los dos sabe qué es lo que el uno espera del otro. Con una sonrisa forzada, se besaron tímidamente en la mejilla. Brian recurrió rápidamente a las primeras palabras que se le ocurrieron.

—Te he traído un vino —le dijo, sintiéndose un poco tonto, mientras le enseñaba la botella de Shafer, una conocida bodega californiana.

—Un Merlot —comentó Susan, leyendo la etiqueta—. Muchas gracias. Pasa, hay que enfriarla un poco.

La cena resultó muy agradable. Y el vino todo un acierto, pese a que Brian lo había elegido casi al azar. Pero combinó perfectamente con el redondo que había preparado Susan. Lo que Brian nunca sabría es que la primera versión de ese mismo guiso yacía inerte y carbonizado en el fondo de la basura. Se le había quemado, inexplicablemente, pues había seguido la receta al pie de la letra. Susan nunca sacaría el tema, pero se había pasado media tarde con las ventanas abiertas hasta que consiguió hacer desaparecer el olor a quemado que había dejado su proyecto de asado. Sin cena y sin tiempo, un restaurante que servía comida a domicilio fue su salvación.

Se pasaron toda la velada hablando sin parar, comentando los Play-Offs, quejándose del periódico y divagando largamente acerca de cómo el cine que se hace hoy en día ya no tiene el mismo interés ni glamour que el de hace unos años.

—Últimamente no estrenan más que películas para adolescentes. Ya ni los Oscars premian al buen cine —sentenció Brian.

—Yo es que sigo enamorada de las películas del Hollywood clásico —repuso Susan, con expresión soñadora—. Eva al desnudo, La fiera de mi niña… ¡eso sí que eran películas! —exclamó, riendo.

Brian sonrió. La vitalidad de Susan resultaba contagiosa. Verla ahí sentada, relajada y sonriente, le infundía una cálida sensación de cercanía.

—No sé, creo que son demasiado antiguas para mi gusto —replicó—. Pero hoy en día echo en falta títulos como Thelma y Louise, o Fargo.

—O El paciente inglés —añadió Susan.

—Por las buenas películas —Brian levantó la copa.

Ambos chocaron las copas y apuraron el vino, que al calor de la conversación y de la cena, se había agotado rápidamente.

—Por cierto, no me has contado nada de tus pesquisas —dijo Susan, de improviso—. ¿Has avanzado algo?

—Ay, me temo que esto va para película de terror. O de programa de Misterios sin resolver.

Brian le contó toda la historia de sus investigaciones; su viaje a Jerusalén, su reunión con Richard… hasta le mencionó su incursión en el despacho de Ophelia Dawkins. Para su sorpresa, Susan se rió a carcajadas con el episodio de Richard y Brian atrapados en un minúsculo almacén y temiendo por sus carreras.

—¡Pero a quién se le ocurre! —soltó, riendo—. Bueno —reflexionó— a Richard, a quién va a ser.

—Cuando supe que el Vaticano estaba detrás de todo esto me quedé completamente descolocado. Tawfik me insistió en que se trataba de un arma terrible; unos planes genocidas que buscaban destruir al mundo árabe —continuó Brian—. Descontando sus exageraciones visionarias, me pareció que podía tener cierta base, porque además el departamento de Energía ha trabajado en proyectos militares que dan auténtico miedo. Pero ahora con esto del Vaticano… la verdad es que no me imagino al Papa impulsando una investigación en armamento. Ni jugando en el tablero político de Oriente Medio, aunque sea tan ultraconservador. Por favor, ¡las cruzadas acabaron hace cinco siglos!

A Susan se le había borrado la sonrisa de su rostro. El relato de sus pesquisas la había dejado impresionada. ¿Acabar con el mundo árabe? ¿Cruzadas? Aquella investigación de Brian empezaba a ser inquietante.

—No sé… yo tampoco creo que el Vaticano tenga actividades tan oscuras. Quizás haya comenzado como una investigación inocente… y hayan descubierto algo —Susan comenzó a emocionarse—. ¡Y luego el gobierno se lo ha apropiado con fines militares! —sentenció, exultante. Susan tenía cierta tendencia a elaborar fantasías e historietas sobre casi cualquier cosa—. ¿No has preguntado a la gente del Vaticano?

—Sí, esa es otra. Ríete tú de la CIA —le dijo, con una sonrisa malévola—. Es más fácil sacar información al secretario de Defensa sobre cualquier tema sensible que a un sacerdote católico sobre asuntos del Vaticano. No sé, son tan… secretistas… y además hablan de un modo raro. Y te miran por encima del hombro.

Susan relajó el gesto, y enarcó las cejas fingiendo un reproche. Hasta le tiró una servilleta.

—Perdona, tú eres católica —se disculpó Brian.

—No te preocupes, tonto —respondió Susan, sonriendo con malicia—; no voy a ser yo quien me ponga a defenderlos. Se lo tienen merecido. Pero te aseguro que no todos son así. Es más, ahora que lo pienso… —Susan se quedó pensativa—. Creo que tengo a una persona que quizás pueda ayudarte. La semana pasada entrevistamos a Bernardo di Lucca, un exsacerdote católico. Nos conocimos hace años, y por fin he conseguido que acceda a mantener una entrevista. Y es un tipo encantador.

—¿Otro cura? No, gracias. He cubierto el cupo para este año.

—Ya no es cura. Actualmente trabaja de maestro dando clases de ética en un instituto en el barrio de Mt. Pleasant, aquí, en Washington.

—No sé… un cura siempre es un cura —replicó Brian, con una mueca—. Y de todas formas, ¿por qué crees que puede ayudarme?

—Bueno, debió de ser un religioso de cierta importancia hace años. Fue el sacerdote más joven en llegar a no sé que puesto en el Vaticano; una cátedra de Teología o algo así. Y luego llegó a ocupar un alto cargo en la curia. Un pez gordo, vaya. Pero un buen día colgó los hábitos.

—¿Qué pasó? —preguntó Brian, que comenzaba a estar interesado.

—No lo sé con seguridad; nunca ha querido hablar mucho de ello. Al parecer pasó una temporada viajando por África y por Asia, como responsable del Vaticano, y debió de entrar en contacto con los pobres más pobres. El caso es que cuando le ordenaron volver a Roma, decidió que su sitio no estaba en los Templos sino en las aldeas y los campos de refugiados. De hecho, mucho después fue el director del campo de refugiados de Nassala, cerca de Jerusalén, durante más de doce años.

—¿Y está ahora en Washington?

—Vino aquí para tratar la enfermedad de su mujer.

—Ah, ¿pero se casó? —exclamó Brian—. Joder con el cura.

—Ya te he dicho que colgó los hábitos. Y sí, se casó. Pero hace tres años a su mujer le diagnosticaron un cáncer, por lo que se vinieron aquí para que la trataran. Él aceptó un puesto de maestro en un instituto, mientras permanecía al lado de su esposa, cuidándola. Que por cierto, murió el año pasado.

Brian se quedó pensativo, sorprendido por la historia de aquel cura.

—¿Y qué edad tiene ahora?

—Es mayor. No sé, más de setenta años. Aunque la verdad es que parece bastantes menos. En la orden le llamaban “El incombustible”

—¿La orden?

—La orden a la que pertenecía; ¿no te lo he comentado? —Susan sonrió—. Era Jesuita.