No se puede decir que la teniente MacKree se sorprendiera demasiado de la edad media de los integrantes del equipo de intervención, pues en Orión todo era diferente. Se trataba de un grupo de soldados realmente joven. Su capitán al mando aparentaba tener apenas veinticinco o veintiséis años, y el resto del equipo podría tener incluso menos. Todos ellos habían sido reclutados de entre los alumnos más brillantes de los cuerpos SEAL, y seleccionados con arreglo a un complejo perfil psicológico.
El resultado impresionó a MacKree: Pese a su juventud, destacaban por su enorme profesionalidad y saber hacer. Todos ellos se entregaban a su trabajo con una energía envidiable y estaban perfectamente organizados. Se trataba de un equipo pequeño: siete personas, contándola a ella. Pero contrarrestaban la limitación de su escaso número con un alto ritmo de trabajo y una brillantez y eficiencia poco comunes en el estamento militar.
Habían llegado a Jerusalén hacía tres días con varias misiones encomendadas. Por un lado, se encargaban de la supervisión y el apoyo al nuevo equipo de investigación, integrado por científicos de alto nivel y discreción absoluta, y que había recibido el encargo de intentar desmentir las conclusiones del acontecimiento. Por otro lado, comenzaban a realizar los seguimientos al personal del primer equipo de investigación, anotando sus rutinas y sus costumbres.
Por si tenían que eliminarlos.
Habían alquilado una planta entera en un edificio de la parte nueva de Jerusalén, que a modo de piso franco les servía de alojamiento y base de operaciones. Se trataba de un veterano inmueble, de más de cien años, que a lo largo de su dilatada historia había apenas había recibido reformas. Sus estancias y sus enormes habitaciones, semivacías y poco amuebladas, tenían un aspecto anticuado y vetusto. Las maderas del suelo, desgastadas por millones de pisadas, recibían cada nuevo paso con sonoros crujidos de protesta.
Sin embargo, aquel edificio tenía la enorme ventaja de estar prácticamente vacío. De hecho, salvo por una anciana que ocupaba el primer piso y una joven pareja bohemia que estaba acomodada en el ático, el edificio, de cinco plantas, estaba deshabitado.
—Teniente, tenemos lista la conexión con Washington —le dijo un joven soldado.
En la habitación principal, que utilizaban como sala de comunicaciones, el capitán Andy Davis la esperaba junto a un ordenador portátil. Aunque el mando operativo de la misión lo tenía él, MacKree se encargaba de una supervisión más política del operativo, y todos sabían además que era los ojos de Campbell en Jerusalén.
Lo cual a nadie molestaba.
Y es que pese a sus temores iniciales, el grupo la había acogido con aparente normalidad, cosa curiosa en un equipo de operaciones especiales, habitualmente tan cerrados y celosos de su estructura. MacKree había conectado especialmente bien con el capitán Davis, cuyos rasgos aniñados y nariz respingona le recordaban enormemente a su hermano. Además, había sido su oficial de bienvenida cuando MacKree entró por primera vez en Orión. Su “ratón Mickey”, como él mismo se presentó. A la teniente le pareció que aquello había sucedido hacía siglos.
Pese a su juventud, el capitán Davis manejaba el mando del equipo con gran competencia, habiéndose mostrado como un hombre lleno de recursos. Suya fue la idea de instalarse en aquel edificio.
Junto al pequeño portátil que utilizaban para sus comunicaciones se encontraba una moderna antena parabólica, que conectaba directamente con uno de los satélites de la NSA a través de un canal encriptado. La presencia de la sofisticada tecnología de Orión contrastaba enormemente con los envejecidos suelos de madera apolillada y las grandes habitaciones semivacías. Junto al portátil había un plato con los restos del Big-Mac de Davis.
La oscura pantalla del ordenador parpadeó un par de veces, como si luchara por establecer una conexión. Finalmente, el monitor mostró la sala de reuniones de Orión, en Washington, con un ojeroso Campbell vertiendo unos polvos efervescentes en un vaso de agua. El general tenía mala cara. Las jornadas interminables y el intenso trabajo habían hecho mella en su aspecto. Parecía indispuesto.
—Buenos días, general —dijo Davis—. Lamentamos haber conectado tan pronto. ¿Qué hora es allí? Debe ser de madrugada.
El general miró al reloj que colgaba de la pared, fuera de cuadro.
—La una de la noche. Y no se disculpe; en realidad aún estamos trabajando.
Davis repasaba unas anotaciones en su cuaderno. Tenía la manía de apuntar todo a mano, aprovechando hasta el último resquicio de cada hoja, con lo que muchas de sus anotaciones resultaban ininteligibles para cualquiera que no fuera él mismo. Pasó unas cuantas páginas hasta que pareció dar con la información que buscaba.
—El nuevo equipo de investigación ha iniciado ya su trabajo en el complejo. Hoy han tenido acceso por primera vez al acelerador, y es de prever que en un par de semanas puedan concluir su misión.
—Esperemos que con éxito —gruñó Campbell.
—Por otro lado —continuó Davis—, hemos comenzado con los contactos y el seguimiento del antiguo equipo científico, el que ha realizado el descubrimiento. No prevemos dificultades en este punto; se trata de personal civil de rutinas sencillas.
—Excelente. Pero me imagino que no habrán contactado tan pronto solo para darme buenas noticias —dijo Campbell, mientras les escrutaba, inquisidor—. Vamos, suéltenlo.
Davis y MacKree se miraron, sorprendidos.
—Así es —intervino MacKree—. Una de nuestras fuentes nos ha revelado que un periodista norteamericano ha contactado recientemente con Al-Isra. Al parecer, han tenido una entrevista aquí, en Jerusalén.
Campbell frunció el ceño, inquieto.
—¿Un periodista? Joder, lo que nos faltaba —maldijo, entre dientes—. ¿Quién es? ¿Y de qué hablaron?
—No conocemos su identidad —dijo MacKree—. Tan solo que se identificó como periodista y que mantuvo una reunión con Tawfik Rateb, el líder del movimiento Al-Isra en Siria. En cuanto al contenido de su conversación, también lo ignoramos. Sabemos que Al-Isra llevaba tiempo buscando un altavoz internacional que publicite su oposición al tratado de paz, de modo que han podido hablar de política, de la situación de los refugiados, o de cualquier cosa. En cualquier caso, estuvieron cerca de una hora reunidos en un monasterio al Este de Jerusalén.
—¡Maldita sea! —bramó Campbell, enfurecido. El general comenzó a toser, llevándose una mano a la garganta. Era una tos ronca y expectorante, que estalló en una sucesión de toses compulsivas.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó MacKree, preocupada. El general se llevó un pañuelo a la boca.
—Si, estoy bien. No es nada —respondió Campbell, escondiendo el pañuelo bajo la mesa. Tomó un vaso de agua y consiguió reponerse con rapidez—. Si Al-Isra sabe algo —continuó, como si no hubiera pasado nada—, lo último que queremos es que se ponga a contactar con periodistas.
—Es posible que hablaran de otra cosa, señor.
El general se quedó pensativo unos segundos, evaluando la situación y las posibilidades. Cada vez que conseguían estabilizar la situación, surgía un nuevo problema. Aquel grupo terrorista comenzaba a ser un quebradero de cabeza. No sabían qué tipo de información tenían. La posibilidad de que Al-Isra quisiera hacer públicos sus conocimientos era contradictoria en sí misma, dada la naturaleza del acontecimiento. Pero necesitaban más información. Finalmente, Campbell se inclinó sobre la mesa, señalándoles con la mano a través de la videocámara.
—Escúchenme bien —les dijo—. Tenemos que saber de qué hablaron, y sobre todo tenemos que conseguir la identidad de ese periodista. Estruje a su fuente, capitán. Haga lo que sea necesario; pídame cualquier cosa que necesite. Pero quiero esa información.
Veinte minutos más tarde dieron por finalizada la conexión. Desde su despacho en Orión, el general Campbell maldijo por lo bajo. No podía permitirse el lujo de dejar cabos sueltos, y Al-Isra podría muy bien convertirse en uno de ellos. Tenían que acabar con aquella amenaza. Descolgó el interfono y marcó el número del coronel Pyrik.
—Coronel, convoque de nuevo al equipo de crisis. Tenemos trabajo.