La plaza de San Pedro estaba desierta. Era de noche, y los turistas ya se habían retirado a sus hoteles para reponer fuerzas, y poder enfrentarse al día siguiente a una nueva jornada maratoniana de visitas y museos. Además, y pese a ser verano, estaba lloviznando.
El Arzobispo de Venecia, Monseñor Pierre Jeunet tomó asiento, inquieto, en una de las modestas sillas de la estancia. Una apacible monja de aspecto sereno le indicó que esperara. La habitación era pequeña. Una lámpara de forja, cuidadosamente labrada, iluminaba tenuemente la estancia, desparramando lánguidamente una luz anaranjada. Sobre ella se podía atisbar un gran cuadro de la Madonna della Guardia, la patrona de Génova. El resto de la sala estaba envuelto en oscuridad. Por la única ventana, Monseñor Jeunet contempló la noche romana. Una descolorida luna en cuarto menguante se aproximaba al ocaso por el horizonte.
—El Santo Padre lo recibirá enseguida, Monseñor.
—Gracias, hermana.
La monja volvió con discreción y en riguroso silencio a la habitación contigua. Monseñor Jeunet se levantó, nervioso. Se acercó a la ventana, contemplando en silencio la plaza de San Pedro, iluminada por las farolas y completamente vacía. Miró su reloj: Las doce menos veinte. Se encontraba en la tercera planta del Palacio Apostólico, el edificio anexo a la basílica de San Pedro: Los aposentos papales. Concretamente, en la antecámara principal, junto al dormitorio del Sumo Pontífice. Eran unas dependencias sobrias, en las que dominaba el silencio y la meditación. Un lugar que casi no es de este mundo y al que muy pocos tenían acceso.
La puerta que comunicaba con el dormitorio del Santo Padre se abrió por fin. Su Santidad, el Papa Pío XIII apareció en su silla de ruedas, empujado por una monja mayor de aspecto beatífico. Monseñor Jeunet se arrodilló a los pies de la silla, besando con devoción el anillo del pescador. Frente a él, un anciano y enfermo Papa sonreía débilmente.
—¿Hay ya un resultado firme?
—Así es, Santidad —monseñor Jeunet hizo una pausa. Venía de Jerusalén, y era portador de malas noticias—. Y la información que…
El anciano pontífice lo interrumpió con un gesto de la mano.
—Por favor, aún no. Acompáñenos a la capilla. Hermana, muchas gracias —le dijo a la monja que empujaba su silla—. Puede aguardar aquí.
Monseñor Jeunet se hizo cargo de la pesada silla de ruedas, empujándola con suavidad por el pasillo que conducía a la capilla Redemptoris Mater, el pequeño oratorio privado que un Papa antecesor, San Juan Pablo II Magno hizo construir hace ya algunos años en los aposentos papales. Por el camino, Monseñor no pudo evitar sorprenderse por el deterioro físico que había sufrido el Santo Padre en las últimas semanas. Aunque hace algunos meses le habían diagnosticado una rara enfermedad degenerativa, y la artrosis lo mantenía atado a una silla de ruedas desde hace más de un año, el Santo Padre había hecho gala hasta ahora de una sorprendente resistencia física y mental.
Hasta ahora.
Sin embargo, los acontecimientos de las últimas semanas estaban resultando catastróficos para su salud, ya de por si delicada. Acosado por la responsabilidad y por la desesperación, Pío XIII se había abandonado a sus oraciones, que recitaba con un fervor casi místico, confiando a ellas la consecución de un milagro. Pero la información que el Arzobispo de Venecia iba a transmitirle llevaba consigo la última carga, la mayor de todas; la confirmación definitiva de sus pesadillas.
Accedieron a la capilla por el lado Este, el lado del altar. Frente a ellos, el impresionante fresco de la Parusía, la segunda venida de Jesucristo, ocupaba toda la pared opuesta. Un Cristo Pantocrátor coronaba la bóveda, alrededor de la cual una gran cruz, pintada en blanco y oro, extendía sus brazos por las paredes hasta difuminarse cerca del suelo. Redemptoris Mater era un lugar en el que cada elemento jugaba un papel enormemente simbólico: desde la proporción de sus dimensiones hasta los ornamentos de sus artesonados.
Se colocaron en silencio frente al altar, decorado con un gran mosaico dorado de inspiración bizantina. En él aparecían representados numerosos profetas, evangelistas y apóstoles, que parecían observarlos, inmutables desde las alturas, hieráticos y ajenos a sus tribulaciones. Permanecieron así largo rato, sentados, en meditación y recogimiento. Monseñor Jeunet agradeció aquel momento de reflexión, pues le permitió reunir las fuerzas para revelar la mala nueva.
—La muerte del profesor Dematisse ha sido una desgracia —dijo el Papa, de improviso—. Confiamos en que se haya encargado de su funeral.
—Así lo he hecho, Santidad.
El Santo Padre Pío XIII levantó la mirada, concentrándose directamente en los ojos de Monseñor Jeunet. Tenía un rostro demacrado, corrompido por la angustia y el temor de aquel momento.
—Nos había dicho que ya tenía un resultado firme…
—Así es, Santidad… —respondió. Pero no consiguió articular más palabras. Agarrotado por angustia, tuvo que realizar una inspiración profunda para poder continuar—. Y… me temo que son malas noticias. El equipo del malogrado profesor Dematisse ha confirmado el descubrimiento —Pierre Jeunet comenzó a sentir cómo le temblaba la voz—. Han… tardado más de lo previsto porque revisaban una y otra vez sus procedimientos y operativa buscando un fallo en sus conclusiones. Pero me temo que el resultado es irrefutable.
Frente a él, el Papa, con los ojos cerrados, contenía un gesto de dolor.
—Ninguno de los diez científicos que lideraban el proyecto, todos ellos especialistas en su campo —continuó Monseñor Jeunet, con un hilo de voz—, ha dudado o ni siquiera matizado el alcance del descubrimiento. Ni siquiera los tres sacerdotes, especialistas en física, que han viajado conmigo, han contradicho el informe.
Monseñor Jeunet, con gesto grave, calló. Frente a él, el Sumo Pontífice, depositario del trono de Pedro y vicario de Cristo en la Tierra, comenzó a llorar en silencio. Lloraba amargamente, desolado y aplastado por el peso de la información que acababa de recibir.
—Santidad, no se atormente —le dijo Jeunet piadosamente, impresionado por las lágrimas del Papa.
—Solo puedo atormentarme —contestó, con voz quebrada—. ¿Cuánto tiempo tenemos, antes de que todas las naciones tengan acceso al descubrimiento?
—Es difícil de saber. Estados Unidos tiene acceso completo, por supuesto. Y creemos que Israel, Inglaterra y quizás Francia también conocen el resultado del experimento. Hasta es posible que alguna nación árabe tenga un conocimiento parcial. Pero no sabemos si la información se divulgará o podrá ser contenida. Al parecer, la administración norteamericana está intentando evitar su difusión.
Pero el Papa, ensimismado, apenas prestaba ya atención a las palabras de Monseñor Jeunet, y recitaba con la mirada perdida palabras desvaídas.
—Nuestras intenciones eran puras… eran buenas…
—Queríamos ofrecer conocimiento al mundo —le apoyó Monseñor, comprensivo—. Conocimiento y tecnología. A un mundo que siempre nos ha acusado de ser distantes y estar alejados de la realidad.
—Hemos jugado a aprendices de brujo —replicó el Papa con fuerza, irguiéndose momentáneamente en su silla de ruedas. Permaneció un instante así, enfadado, pero pronto su mirada volvió a perderse en las procelosas aguas de la culpa, recogiendo todo el peso de la carga—. Queríamos colaborar con una nueva tecnología —añadió, cabizbajo—; una tecnología que aportara bienestar y prosperidad al mundo, y en su lugar hemos traído la semilla de la destrucción y de la muerte.
—Quizás… debamos prepararnos —apuntó Jeunet, lúgubre—. Quizás esto sea el Apocalipsis. El fin de todos los tiempos.
El santo Padre negó con la cabeza.
—Con el Apocalipsis tendríamos una oportunidad —murmuró, en un susurro apenas audible—, pues la misericordia del Padre es poderosa. Pero ahora nos enfrentamos a algo mucho peor. A nuestra propia locura, que ha creado un monstruo que nos devorará a todos.