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—¿Es que te has vuelto loco? No podemos robar un documento oficial —le dijo Brian, alucinando—. Esto es el departamento de Estado, por el amor de Dios. Nos pueden acusar de espionaje.

—Bueno, en realidad no vamos a robarlo —le tranquilizó Richard—. Pero hoy es la inauguración del edificio. Y hasta mañana no lo ocupan sus trabajadores. Está vacío. En la planta cinco hay un expediente que queremos consultar, y ninguna arpía burócrata amargada de mierda va a impedir que nos acerquemos y… —Richard comenzó a hablar con voz baja— le echemos un pequeño vistazo. Los pisos superiores están vacíos, Brian. Todo el mundo está en la fiesta. Es probable que ni siquiera haya nadie de seguridad. Y aunque lo haya, siempre podemos decir que nos hemos perdido. Soy congresista de los Estados Unidos, por el amor de Dios, puedo perderme en cualquier edificio oficial. Será solo un momento. Le echaremos una rápida ojeada y lo dejaremos todo como estaba.

Brian lo observó, intentando descifrar si su amigo le estaba tomando el pelo.

—No me puedo creer que estés hablando en serio —observó Brian—. Si nos cogen, podemos acabar en la cárcel.

—Brian, piénsalo un poco. No hay nadie. Será un momento, y ni siquiera nos lo vamos a llevar.

Brian, con los ojos muy abiertos, se quedó pensativo, incapaz de tomar una decisión. En su fuero interno deseaba ser convencido, y su empeño por conocer aquel documento lo empujaba a dar por buenos aquellos cantos de sirena. Además, el alcohol ayudaba a darle más sentido a todo. Richard, detectando una fisura en la determinación de su amigo, dejó en una mesa las copas que ambos tenían y le hizo señas para que lo siguiera.

—Ven —le indicó—. Quiero enseñarte una cosa.

Se acercaron a una de las puertas laterales del vestíbulo, que daba acceso a las escaleras y a los pisos superiores.

—Richard, no creo que esto sea una buena idea, yo…

—Solo quiero enseñarte una cosa. No vamos a hacer nada —le atajó Richard—. Vamos, sígueme.

Richard abrió con naturalidad la puerta que tenían delante, y sin más preámbulos la atravesó, dejándola abierta frente a Brian. Este, maldiciendo aquella situación, echó un rápido vistazo a su alrededor y cruzó la puerta, cerrándola tras de sí.

—Ya te has salido con la tuya. ¿Qué quieres enseñarme?

—Ven, solo hasta el final de estas escaleras.

Comenzaron a subir lentamente, sin hacer ruido. La zona estaba tenuemente iluminada, y tras de sí se percibía claramente el bullicio y las conversaciones de la fiesta que tenía lugar en el vestíbulo. Enseguida llegaron a la primera planta. Las escaleras daban a un amplio hall de mesas, separadas por modernos paneles de metacrilato. El suelo era de una novísima moqueta azul, y al fondo, un estrecho pasillo alargado daba acceso a diversos despachos.

—Ya estamos. ¿Qué es lo que querías enseñarme?

—Esto —Richard le señaló la amplia estancia, envuelta en penumbra y en silencio—. ¿No lo ves? Está desierto. Están todos en la gala. Dos pisos más arriba tenemos a nuestra disposición un expediente, que, te recuerdo, nos van a dar de todas formas dentro de un mes. Acumulando polvo en algún cajón olvidado. Solo tenemos que subir y podremos echarle un vistazo. No tocaremos nada. Y en menos de cinco minutos estaremos de vuelta en la fiesta tomándonos otra copa de Whiskey.

Brian, a su pesar, reconoció que la idea comenzaba a seducirle. Se le había pasado el temor que tuvo al cruzar la puerta y subir las escaleras, y comenzaba a invadirle una extraño optimismo, a la que no eran ajenas las numerosas copas que había bebido y la sorprendente facilidad y rapidez con que habían llegado hasta allí. Se preguntó si Richard no tendría razón.

En menos de una fracción de segundo, su cerebro tomó la decisión de que podían y que debían hacerlo, aunque se pasó los siguientes minutos en racionalizar y justificar su decisión.

—Bueno, la verdad es que no parece que haya nadie por aquí. Y es verdad que al fin y al cabo, es un expediente que nos van a dar de todos modos…

—¡Así se habla! —Exclamó Richard, satisfecho.

—Pero si lo vamos a hacer, hay que hacerlo rápido; no me apetece que nos cojan y acabar en la cárcel —le apremió Brian, con una repentina urgencia—. Como en los viejos tiempos —añadió, con una sonrisa.

Richard hizo una mueca de espanto.

—Bueno, espero que en esta ocasión no nos encontremos con guerrilleros por las esquinas.

Comenzaron a subir el siguiente tramo de escalera, esta vez con rapidez. Se desplazaban en silencio, con la vista puesta en la tercera planta. Una vez que habían decidido continuar, una inyección de adrenalina los hacía moverse con agilidad y ligereza. Comenzaron a desplazarse de forma sincronizada, reviviendo las incursiones que hicieron durante la guerra en edificios enemigos.

La tercera planta estaba completamente vacía. Tenía un aspecto similar a las dos primeras, con una zona abierta, en la que había numerosas mesas divididas en cubículos y una parte posterior que albergaba varios despachos.

—Probablemente Dawkins tendrá los expedientes en su despacho —comentó Brian, en voz baja.

Se dirigieron al fondo de la sala y comenzaron a buscar el despacho de la directora. Ya apenas se oía el ruido de la gala, que discurría tres plantas más abajo. Avanzaron por el pasillo mirando con atención los rótulos de los despachos. Aunque aún no estaban puestos los nombres propios de las personas que los ocupaban, sí que estaban los cargos que desempeñaban. Ninguno de los cuatro primeros despachos era el de la directora, con lo que continuaron adentrándose hasta el fondo del pasillo. Brian, inquieto, comenzó a mirar el reloj. La incursión rápida y limpia comenzaba a durar más de la cuenta.

Richard le hizo una seña desde el fondo del pasillo. Por fin encontraron lo que buscaban. Era el último despacho: Dirección Operativa.

Una brillante luz apareció por el fondo de la oficina. A lo lejos, cerca de las escaleras por las que habían subido, el foco de una potente linterna se abría paso entre la penumbra.

Brian y Richard se quedaron paralizados, mirándose sin saber qué hacer. No podían regresar sin toparse de bruces con aquella persona, fuera quien fuese. Repentinamente, la excusa de que se habían perdido comenzó a parecerles absurdamente infantil. Sencillamente, eran unos espías vestidos de esmoquin. Unos aprendices de James Bond.

Subiendo por las escaleras, apareció por fin el origen de la luz: Un vigilante uniformado que hacía su ronda, paseando despreocupadamente por el edificio. Con un súbito movimiento, Brian abrió la puerta del despacho y se refugió en su interior, llevándose a Richard consigo. Confiaba en que aquel vigilante no tuviera previsto investigar los despachos.

Atrapados como dos ratones en una trampa, entrecerraron la puerta con cuidado y se pusieron a buscar algún lugar para esconderse. El despacho era muy amplio, con un enorme armario-archivador metálico ocupando una de las paredes y una moderna mesa de cristal en el otro extremo. En el medio aparecían dos sofás en torno a una pequeña mesita. Era evidente que si el vigilante decidía revisar cada uno de los despachos no tendrían escapatoria. Alarmado, Richard avanzó hasta el fondo de la habitación, mientras que Brian permaneció junto la puerta entreabierta, oteando el exterior y comprobando qué es lo que hacía el guarda. Para su mayor alarma, estaba paseando por la zona abierta, curioseando por entre las mesas y acercándose poco a poco al pasillo que daba a los despachos.

—Joder, está acercándose —le susurró a Richard—. Nos va a cazar como a conejos.

El congresista, desesperado, estaba junto al enorme armario metálico, que ocupaba casi por completo una de las paredes del despacho. Llegó hasta la esquina, y se percató de que el archivador no llegaba hasta el final de la pared, sino que el último metro era ocupado por una puerta.

Comprobó con alivio que la puerta daba a un pequeño almacén, de apenas seis metros cuadrados. Una vieja fotocopiadora acumulaba polvo en el suelo.

—¡Brian! —susurró Richard, haciéndole señas para que se acercara.

—Un momento, un momento… —Brian, que observaba por la puerta entreabierta, le hizo con la mano el gesto de que esperara. Se quedaron un instante en silencio, agachados en el despacho de la señorita Dawkins y agarrotados por la tensión del momento.

—Creo que se va —comentó Brian.

El vigilante había llegado a la entrada del pasillo. Echó un desganado vistazo a los despachos y se dio media vuelta, silbando tranquilamente una desafinada versión de Sonrisas y Lágrimas.

Brian cerró la puerta con cuidado. Aún en cuclillas, suspiró aliviado.

—Ha faltado poco —murmuró, dirigiéndose a Richard.

—Vamos, ahora que se ha ido tenemos unos minutos —respondió el congresista—. Terminemos de una maldita vez lo que hemos venido a hacer. Cuanto antes revisemos ese expediente, antes nos iremos.

Con rapidez, se distribuyeron la tarea de buscar la documentación. El armario archivador consistía en una serie de grandes cajones metálicos que contenían cientos de documentos, apilados en grandes carpetas.

—Busca Proyectos de Cooperación —le sugirió Richard.

Brian revisaba las etiquetas de los cajones con atención. No parecían seguir un orden alfabético ni ninguna organización evidente. Finalmente, lo encontró, bajo el nombre de Archivos de Cooperación. Le hizo una seña a Richard y lo abrió, comenzando a buscar el expediente del Proyecto Iova.

El cajón contenía una larga fila de carpetas que colgaban en vertical de dos guías metálicas, guardando en su interior cada uno de los expedientes. En la parte superior, una pequeña tira de plástico los identificaba por sus nombres. Esta vez sí que estaban organizadas por orden alfabético.

Richard sacó al azar uno de los portafolios. Era de un cartón marrón típico del gobierno. La portada informaba del nombre, de la fecha y del origen de la solicitud. En su interior guardaba numerosa documentación, papeles y fotografías de todo tipo. No le sorprendió comprobar la abundante información que albergaba. El gobierno siempre solicitaba todo tipo de detalles.

«La mayoría de ellos superfluos» —pensó.

Volvió a colocar el expediente en su carpeta, mientras Brian continuaba buscando. Sus manos avanzaban con nerviosismo por la pila de carpetas. Por fin iba a descubrir qué es lo que estaba pasando.

Hacia la mitad de la fila, por fin lo encontró: Proyecto Iova. Satisfecho, extrajo el portafolios de su carpeta.

Y una punzada de sorpresa y frustración lo traspasó como una espada candente.

Estaba vacío.

—¡Maldita sea! —exclamó Brian, frustrado. Richard observó con espanto el portafolios vacío.

—Alguien se lo ha llevado —dijo Brian, negando incrédulo con la cabeza—. Te apuesto lo que quieras a que ha sido Campbell. El muy cabrón no ha dejado ningún cabo suelto. Yo…

Brian no tuvo tiempo de continuar. Inesperadamente, todas las luces de la planta se encendieron, iluminando completamente la sala con el resplandor azulado de los fluorescentes. Sorprendidos, se miraron el uno al otro, sin saber qué hacer.

Richard entreabrió con cuidado la puerta del despacho, investigando con aprensión el exterior.

—Mierda. ¡Joder! —exclamó.

—¿Qué pasa?

—Algo malo. Muy malo.

Por el fondo de la sala abierta, Ophelia Dawkins caminaba con rapidez hacia su despacho.

—Ahora sí que estamos bien jodidos —dijo Brian, lúgubremente—. Esa bruja es la típica mujer que consigue cadena perpetua por algo así.

Richard cerró la puerta con decisión.

—Vamos, deja el puto expediente en su sitio y cierra el armario —lo apremió—. Y sígueme.

Brian devolvió con cuidado el expediente vacío de Iova a su carpeta y cerró el cajón del armario. Richard, que había llegado a la entrada del pequeño almacén, le hizo señas de que se apresurara. La noche estaba resultando más movida de lo previsto, y tuvo que reconocer que la situación en la que se encontraban era enormemente comprometida. Si Ophelia Dawkins los descubría escondidos en su despacho, ya podían ir preparándose para una acusación penal por espionaje, sedición y conspiración. Aquellos pensamientos se encargaron de eliminar de su organismo los últimos restos de la borrachera.

Brian entró en el pequeño almacén y cerró la puerta justo en el momento en que la directora de la Oficina de Coordinación entraba en su despacho. Conteniendo la respiración, la oyeron moverse por la sala y dirigirse a su mesa. Debió de sentarse y buscar algo, pues se pasó casi cinco minutos revolviendo papeles en su escritorio. Brian y Richard, agazapados en su escondite, agudizaban el oído, prestando atención al más mínimo ruido. Se habían agachado instintivamente, encontrándose en cuclillas justo detrás de la puerta.

Con un crujido, escucharon a Dawkins levantarse de la silla y dirigirse hacia ellos.

La situación era crítica. Instintivamente, se alejaron de la puerta, apretándose contra la pared opuesta, esperando paralizados a que la puerta del almacén se abriera y apareciera Dawkins por ella. Desesperados, volvieron a mirar alrededor, buscando sin éxito el más mínimo recoveco donde ocultarse.

Pero la puerta no se abrió. En lugar de eso, escucharon el sonido metálico que hizo uno de los grandes cajones del armario al abrirse.

Dawkins rebuscaba en el archivo.

Durante unos minutos, que se les hicieron eternos, oyeron cómo la funcionaria escudriñaba entre las carpetas. Pronto debió de encontrar lo que andaba buscando, pues en seguida cesaron todos los ruidos.

Casi inmediatamente, la escucharon maldecir por lo bajo y empujar con fuerza el cajón, que se cerró con estrépito.

Y se fue.

Se marchó tan inesperadamente como había llegado, sin apenas hacer ruido y cerrando la puerta tras de sí.

Brian y Richard se miraron, todavía incrédulos de haber salido airosos de aquella situación. Se relajaron un poco, entreabriendo con sumo cuidado la puerta del almacén y oteando el despacho vacío.

Con un ruido seco, todas las luces de la planta se apagaron, sumiéndolos de nuevo en una reconfortante penumbra.

Volvían a estar solos.

—Creí que me iba a dar un infarto ahí dentro —exclamó Richard, suspirando. Venga, vámonos de aquí.

—¿Qué crees que habrá estado buscando? —preguntó Brian, intrigado, mientras observaba el archivo.

—Me imagino que habrá subido a comprobar lo del proyecto Iova. Abajo le he soltado un rollo enorme y ha subido a comprobarlo. Además, creo que se ha encontrado con el mismo portafolios vacío que nosotros.

Brian, recordando el fracaso de su pequeña incursión, notó como la ira ascendía por sus venas.

—Maldito Campbell… lo tenía todo previsto —murmuró, decepcionado.

—Ya encontraremos otra forma de obtener información. No sé, haré algunas indagaciones, a ver si a alguien le suena ese proyecto —le animó Richard, aunque sin mucho convencimiento.

Ambos amigos salieron del despacho con cautela y comenzaron a avanzar por el pasillo. Confiaban en no encontrarse con más sorpresas; en cinco minutos estarían de vuelta en la gala. Richard comenzó a pensar en la copa que se iba a servir para resarcirse de tantas impresiones. Cuando estaban a punto de alcanzar las escaleras, Brian se detuvo repentinamente en seco. Se quedó como paralizado, pensativo.

—¡El portafolios! —exclamó.

—¿Qué?

—Tenemos que volver —dijo, dándose media vuelta.

—Joder Brian, ¿qué coño pasa ahora?

—En las portadas de los portafolios hay algo de información. Al menos conseguiremos saber la fecha de inicio del proyecto, y cuál es la institución que ha solicitado la colaboración. Algo es algo.

De nuevo en el despacho, Brian buscó con mano temblorosa el expediente del proyecto Iova. Extrajo su portafolios vacío y leyó la escasa información que contenía su portada.

Y al instante todo su rostro se transformó, dando lugar a una desencajada expresión de desconcierto. Miró a Richard, con la boca abierta, asombrado ante la inesperada información que revelaba. No podía ser. Recordó las palabras de Tawfik: “Su gobierno está desarrollando en secreto un arma devastadora con intenciones genocidas”. Aquel proyecto de investigación militar, que amenazaba con la mayor escalada armada en el conflicto de Oriente Medio tenía un origen sorprendente.

Richard, impaciente, le arrebató el portafolios, leyendo también su contenido. En sus manos, un pequeño recuadro daba nota de la institución que impulsaba el proyecto. Unas enmarañadas letras rojas que sobriamente decían:

«Secretaría de Estado. Ciudad del Vaticano».