Ya de regreso en Washington, Brian agradeció encontrarse de nuevo con el suave clima de la ciudad, tan alejado del calor sofocante y árido de Jerusalén. De hecho, y pese a ser verano, aquella mañana apenas hacía catorce grados.
«La temperatura ideal» —pensó Brian.
Desde que mantuvo la reunión con Al-Isra en Jerusalén, no paraba de darle vueltas a la extraña información que aquel hombre, Tawfik Rateb, le había proporcionado. Por un lado, sabía que no podía fiarse del todo de una información suministrada por una organización terrorista como Al-Isra, que probablemente intentaba utilizarle. Sobre todo teniendo en cuenta lo extravagante que resultaba aquella loca historia de investigaciones secretas y armas devastadoras. Pero por otro lado, había algo que le intrigaba: Toda la puesta en escena de Tawfik había resultado, muy a su pesar, extrañamente convincente. Al contrario de lo que podía esperarse, Tawfik Rateb no había intentado hacer propaganda de su posición política, más allá de unos rápidos y parcos intercambios de opiniones. No le había salido con la retahíla habitual de quejas, justificaciones y amenazas, tan frecuente en la dialéctica político-terrorista. Muy al contrario, había cortado toda discusión geopolítica y le había entregado una información muy concreta. Y eso no era normal.
“Proyecto Iova. Departamento de Energía”. Aquellas palabras resonaban en la cabeza de Brian como una extraña llamada: una campana lejana que con su tañido insistente le revelaba un camino oscuro de alcance desconocido. Se preguntó si aquel misterioso proyecto sería de verdad la causa de tanto alboroto en el gobierno, de los atentados terroristas en Jerusalén y de la vuelta de Campbell a primera línea de batalla.
«No pierdo nada por investigar un poco esa pista» —pensó, dándose ánimos—. Si finalmente no conduce a nada, al menos podré decir que no he menospreciado ninguna posibilidad.
Brian decidió que el siguiente paso lógico era consultar aquel proyecto con su amigo Richard Lagravenese. Por primera vez agradeció que Richard estuviera en la comisión de energía del Congreso: por fin aquel estúpido puesto iba a ser útil.
Contactó con Richard nada más pisar Washington y le explicó que necesitaba su ayuda para investigar al gobierno. Con una presentación así, y tal y como esperaba, su amigo le ofreció inmediatamente su colaboración entusiasta.
—Espero que hayas averiguado algo a lo que podamos hincarle el diente; no me extrañaría nada que esta administración estuviera metida hasta el cuello en alguna sórdida trama —le dijo Richard, dando rienda suelta a imaginación, y a su tradicional instinto enredador—. Hoy tengo el día bastante despejado. ¿Por qué no te pasas por mi despacho y lo investigamos? Tengo una secretaria extremadamente eficiente —añadió, con sorna.
Al llegar a su despacho, Brian comprobó que no tenía una sola secretaria, sino todo un harén de jóvenes ayudantes, recepcionistas, administrativas y becarias. Todas jóvenes y guapas. Pululaban a sus anchas por el despacho del congresista, que más que despacho era una pequeña oficina, con múltiples mesas repartidas por varias estancias.
—En realidad son ellas las que me gobiernan —le dijo Lagravenese, muy serio—. Manejan mi agenda y mis contactos de un modo tal que ni yo mismo sé muy bien qué tengo que hacer cada mañana.
A su lado, dos secretarias que no tendrían ni veinticinco años sonreían con picardía. Ataviadas con unos pequeños ordenadores inalámbricos, terminaban de copiar un informe que Richard les estaba dictando.
Brian aprovechó para acomodarse en un sofá que había en uno de los laterales. Estaban en la última estancia de las dependencias que tenía Lagravenese a su disposición; el cuarto que utilizaba propiamente como despacho personal. Se diferenciaba del resto de las salas en el empanelado de madera oscura que cubría las paredes y en las dos banderas que había detrás del escritorio: La enseña de la Unión, con sus barras y estrellas, y la bandera de Carolina del Norte, su Estado natal, con su escudo y su lema bordados: «Ser, mejor que parecer». Por lo demás, era un despacho sobrio y funcional, como la mayoría de los del congreso.
Aunque Brian tenía un gran cariño y aprecio por su amigo Richard, al observar los enormes recursos y comodidades del congresista, no pudo evitar indignarse por las desproporcionadas facilidades que otorgaba la administración a sus funcionarios. Un formidable dispendio de dinero público financiando enormes despachos, secretarias, dietas y suntuosas comidas. Todo ello a cambio de jornadas no muy largas y favores políticos.
Brian observó a Richard, que dictaba despreocupado un aburrido informe. Lo cual no le impedía en absoluto flirtear con sus dos despampanantes becarias, que sonreían complacidas. «La verdad es que el caso de Richard es curioso —pensó Brian—. Una persona que se ha entregado por completo al hedonismo, a las pasiones y al trapicheo político… a quien no hay secretaria, botella o congresista que se le resista; y que sin embargo, por encima de esa forma de ser, conserva una parte de su moralidad intacta e incorruptible» —Brian sonrió—. En los temas verdaderamente importantes, Richard había demostrado una extraña y continuada rectitud ética a prueba de bomba.
Richard terminó de dictar el informe y despidió a las secretarias, que se fueron riendo y cuchicheando por lo bajo, echándole a Brian unas cuantas sonrisas y miradas furtivas. Una de ellas le guiñó un ojo.
—¡Eh, les has caído bien! —observó Richard riendo, mientras se acercaba al sofá en el que estaba Brian—. Si no fueras tan muermo, seguro que podías beneficiarte a cualquiera de ellas.
A su pesar, Brian se rió.
—Solo me faltaba meterme en un lío de faldas ahora. Una complicación más en mí ya complicada vida. No, gracias.
—Brian, Brian… ¡hay que aprovechar las oportunidades! —le dijo, malicioso, mientras apuraba su copa de Whiskey—. En fin, ¿qué es lo que has descubierto?
Brian le resumió la conversación que había tenido en Philadelphia con el corresponsal del Jerusalem Post, y cómo habían relacionado la cancelación de la comisión de secretos por parte del secretario de Defensa, el alboroto en el gobierno, y el regreso de Campbell, con un incremento de la actividad terrorista en Jerusalén, protagonizada especialmente por Al-Isra.
—Lo que no sabemos es el por qué de esa escalada terrorista, ni si es la causa de todo o una respuesta más a algo que desconocemos, aunque no sabemos a qué. Algo importante que está ocurriendo en Oriente Medio.
Richard, muy serio, lo miraba con incredulidad.
—¿Otra intervención militar?
—Ya, la verdad es que no es muy creíble, ¿no? El caso es que suponemos que Al-Isra cuenta con algún tipo de información interior, que es lo que los mueve a actuar. Y con ellos el resto de las organizaciones terroristas.
Continuó explicándole cómo había conseguido una entrevista con uno de los responsables de la rama política de Al-Isra; la difícil reunión con Tawfik en Jerusalén y el contenido de la información que éste le había proporcionado.
—Proyecto Iova. Departamento de Energía. ¿Te dice algo ese nombre?
Richard lo miró con gesto de admiración.
—La verdad es que los tienes bien puestos, amigo mío. Yo no volvería a Jerusalén por nada del mundo. En cuanto al proyecto ese… —Richard pareció meditar durante un momento—, eso de Iova me quiere sonar, pero no sé de qué. ¿Es un proyecto reciente?
—No lo sé. Posiblemente. Al parecer se trata de un programa de investigación militar. Y la verdad es que en aquella reunión tuve un mal presentimiento: De que todo lo que me contaba aquel pequeño hijo de puta era cierto. Él me habló de un arma. Según él, desarrollada en secreto por este gobierno para aniquilar al mundo islámico —Brian frunció el ceño—. La manía persecutoria y el victimismo habitual de las organizaciones terroristas como Al-Isra me hace dudar de que sea un arma diseñada específicamente contra el terrorismo islámico, ni como respuesta al problema de Oriente Medio. Pero sí me puedo creer que el gobierno esté trabajando en algo nuevo. Tawfik habló de un arma devastadora. La verdad es que no sé que puede haber peor que una bomba atómica, pero a juzgar por la desesperación que vi en su rostro, mucho me temo que pueda ser algo terrible. ¿Recuerdas el informe que hizo el Observatorio para la Paz sobre investigación en armamento?
—Bah, fantasías de ciencia ficción. Todo ese rollo de autómatas, cyborgs y soldados robóticos al estilo Terminator no son más que patrañas —respondió Richard, pensativo—. No creo que el gobierno haya avanzado tanto en ese terreno. Aunque la verdad, nunca se sabe.
—Hay muchas alternativas. La guerra biológica, sin ir más lejos. Llegará un momento en que la humanidad sea destruida por un virus, diseñado por el hombre a través de la ingeniería genética y liberado en un campo de batalla. Estas cosas se sabe cómo empiezan pero no cómo acaban.
Richard parecía enfadado.
—Amigo, no sé qué demonios pasa en este mundo, pero al parecer solo sabemos matarnos unos a otros. Empleamos cantidades ingentes de dinero, recursos y programas de investigación dirigidos a descubrir cómo aniquilar y destruir más eficientemente. Cuando formaba parte de la comisión de Defensa, tuve acceso a algunas líneas de investigación en armamento que ponían los pelos de punta. Y créeme, solo era cuestión de tiempo que todo ese dinero consiguiera algo definitivo —Richard apuró su Whiskey, permaneciendo un instante ensimismado, como pensativo—. Soldados del futuro… ¡Qué estupidez!
—¿Cómo podríamos enterarnos de lo de Iova?
—Bueno, lo podremos consultar en los archivos. ¡Está todo en los ordenadores! —le explicó, como si acabara de descubrir las asombrosas posibilidades de la técnica moderna.
Richard se levantó, dirigiéndose a la puerta.
—¿No lo consultamos en tu terminal? —le preguntó Brian, señalando al moderno ordenador que había en la mesa.
—¿Estás loco? ¿Para qué quiero secretarias si no es para que hagan mi trabajo? —respondió Richard, sonriendo.
Se dirigieron a una de las mesas de la entrada. En ella, una secretaria, algo mayor que las dos primeras, tecleaba furiosamente. Tenía el pelo rubio y la piel pálida, lo cual hacía resaltar aún más el carmín de sus labios, rojo como el fuego. Richard se apoyó en un borde de la mesa.
—Judith, cariño, a ver si me puedes localizar un proyecto en el ordenador.
La secretaria dejó de teclear y le tendió un papel al congresista.
—Ahora mismo. Y por cierto, Dickie, ahora que te veo… toma, han adelantado la visita a Vermont a la semana que viene.
—Joder, estas visitas a museos y a colegios acabarán conmigo —comentó Richard en voz alta, resignado.
—¿Qué proyecto quieres buscar? —preguntó Judith, mirando hacia arriba desde su silla.
—Proyecto Iova. A ver qué encuentras con eso.
Judith se enfrascó en el ordenador, seleccionando la aplicación correspondiente y conectándose a la base de datos del departamento.
—¿Les dejas que te llamen Dickie? —le preguntó Brian, en voz baja.
—Bueno, aquí somos todos como una gran familia —repuso Richard, guiñándole un ojo con picardía.
Al cabo de un rato sorprendentemente corto, Judith rompió el silencio.
—Aquí lo tengo. Proyecto Iova —la secretaria pasó los ojos por el informe que tenía en pantalla—. Pero… es un proyecto de cooperación —comentó, extrañada.
—¿De cooperación? —le dijo Richard, contrariado—. ¿Estás segura?
—Completamente. No tenemos acceso al expediente.
Brian, sin comprender de qué estaban hablando, intervino, inquieto.
—¿Cómo que no tenéis acceso al expediente? ¿No es un proyecto del Departamento de Energía?
—No es exactamente de Energía —le explicó Richard, fastidiado. Es un proyecto compartido con el Departamento de Estado. Un proyecto de cooperación.
—¿Y qué demonios es eso?
—Verás, en todo el mundo hay miles de proyectos científicos que compiten por utilizar unos recursos y unas herramientas limitadas. Y para utilizar las mejores instalaciones, como por ejemplo el CERN o el telescopio espacial James Webb, hay una enorme competencia.
Judith intervino.
—Por eso, instituciones de todo el mundo solicitan la cooperación del Departamento de Energía para lanzar un proyecto especialmente complejo. La mayoría de las veces tan solo quieren su apoyo; les piden que intercedan por ellos ante grandes instalaciones de investigación. En muchas de ellas, el Departamento tiene una cierta capacidad de influencia y consigue que los admitan en sus programas.
—Pero esas gestiones —continuó Richard—, aunque en el fondo se relacionan con asuntos del Departamento de Energía, se llevan a cabo conjuntamente con el Departamento de Estado. Concretamente, a través de un organismo independiente participado por ambos departamentos —sentenció.
A Brian comenzó a dolerle la cabeza.
—¿Y no podemos solicitarles esa información?
—Son bastante quisquillosos con el procedimiento —le contestó Richard, pensativo—. Teóricamente, al ser una oficina independiente, que coordina información sensible de varios departamentos, el procedimiento es emitir una requisitoria en la comisión de coordinación. Pero se reúne una vez al mes. Y me temo que aún faltan tres semanas para la siguiente.
Brian, frustrado, maldecía aquellos exasperantes procedimientos burocráticos.
—Por el amor de Dios, Dick, llámales y pídeles el maldito expediente.
Richard negó con la cabeza, ceñudo.
—Es difícil que nos lo entreguen sin más, y menos por teléfono —murmuró, absorto—. Y lo jodido es que no conozco a nadie en esa comisión…
El congresista, enojado, se puso a dar vueltas por la entrada, intentando encontrar la fórmula para sortear esa absurda traba. No era la primera vez que se veía obstaculizado por pesados formalismos, y desde luego no había casi nada en el mundo político que lo irritara más.
Judith, también pensativa, se puso a consultar la agenda.
—Podríais intentar abordar a la directora de la oficina de coordinación en la gala de esta noche —le señaló, sin mucho convencimiento.
—¡Eso es! —exclamó Richard, encantado—. Nena, ¡eres un hacha! —el congresista la abrazó con entusiasmo, dándole un sonoro beso en la boca. Judith se esponjó como una diva de ópera en su noche de estreno.
—¿Qué decís? ¿Qué gala? —preguntó Brian, un poco sorprendido por aquella muestra de efusividad.
—Esta noche es la gala de inauguración de las nuevas instalaciones del departamento. Abren un nuevo edificio cerca de aquí, al otro lado del Capitolio. Irán congresistas, funcionarios, directores, y también la directora de la oficina de coordinación. Con un poco de suerte —aventuró Richard—, estará un poco achispada y le podremos sacar una autorización para acceder al dichoso expediente de Iova —Lagravenese se quedó pensativo unos instantes, mirando al suelo—. Si, es nuestra mejor opción.
Brian no se mostraba muy convencido.
—¿Estás seguro? ¿No sería mejor llamar a algún funcionario de segunda y liarle para que nos lo dé?
—En absoluto. No nos lo entregaría sin más, y menos con una llamada en frío. Pero en persona… no hay directora que se me resista —añadió, guiñándole un ojo—. Además, así amplío mi red de contactos.
Brian suspiró, resignado a padecer un extenuante pasamanos con los políticos de turno. Ajeno a su decaimiento, Lagravenese parecía disfrutar con la perspectiva de burlar de nuevo los procedimientos establecidos.
Por expresa indicación de Richard, Brian acudió a la gala enfundado en un esmoquin. Se sentía incómodo con aquella prenda. Incómodo y ridículo. A su lado, el congresista saludaba con energía a decenas de personas.
La gala se estaba celebrando en el salón de recepciones del nuevo edificio del departamento de Estado. Se trataba de una estancia clásica, con una enorme alfombra roja en el suelo. En los extremos había unas mesas de madera maciza, y de las paredes colgaban unos vanguardistas cuadros de autores americanos. Una suave música de cámara ambientaba sutilmente la velada.
La sala estaba a rebosar. Se había congregado la flor y la nata de la casta administrativa. La espuma de Washington. Congresistas, altos funcionarios y técnicos, que se movían a sus anchas en ese círculo cerrado de relaciones e influencias, lejos del vulgar populacho. Un desenfadado murmullo de voces se desperdigaba por el ambiente.
Un batallón de camareros, ataviados con un riguroso uniforme negro de estilo italiano, se desplazaba con rapidez y eficiencia entre los corrillos de gente, prestos a rellenar copas y a servir unos canapés exóticos de curiosa apariencia.
Brian, incómodo con el traje y con un lugar tan elitista, se dedicó a beber, a comer y a observar. Junto a él, Richard, más acostumbrado al manoseo político, disfrutaba plenamente del ambiente, moviéndose con soltura entre los corrillos que formaban los invitados. Brian tuvo que reconocer que su amigo era un consumado maestro en ese tipo de relaciones sociales. Para cada grupo o persona con la que conversaba adoptaba una actitud diferente. En ocasiones, se mostraba adulador y complaciente, casi hasta el punto de resultar empalagoso, si su interlocutor era un alto cargo, un senador o un miembro del gobierno.
O una mujer.
Por el contrario, ante congresistas de su nivel y técnicos intermedios primaba la camaradería y resultaba divertido y ocurrente. Y era solo con su círculo más íntimo de amistades con quien descubría su lado más cínico y desencantado. Definitivamente, Richard sabía aprovecharse de su posición como congresista. Y aunque no resultara tan erudito, y tampoco tuviera tanta malicia, era un brillante y honrado aprendiz de Maquiavelo.
—¿Cuándo piensas hablar con la directora de la oficina de coordinación? —le urgió Brian—. Creo que no soportaría que me presentes a otro grupo. Se me han acabado los chistes. Y como siga tomándome copas, voy a salir a cuatro patas.
—Me parece que ya he hablado con casi todos —replicó Richard, mirando alrededor de la sala—. Sería de muy mala educación que me presentara en una fiesta y que no saludara a mis colegas, ¿no crees?
Richard se dirigió hacia un pequeño grupo de jóvenes congresistas, bastante ruidosos, que charlaban animadamente. Por el camino se sirvió otra copa de Woodford.
—Chicos, ¿alguien conoce a la directora de la oficina de coordinación? Tengo que hablar con ella.
El grupo acogió sus palabras con un animado jolgorio.
—¿Con Ophelia Dawkins? Dickie, que no te pase nada —le contestó una joven congresista, riendo—. Es una arpía. El otro día se presentó en mi oficina porque no le habíamos remitido un informe a tiempo. Te aseguro que la conversación fue surrealista. Creí que estaba de nuevo frente a mi profesora de primaria.
—No, no te cortes, Laura —terció otro congresista, agarrándola por el brazo—; esa bruja es una mezcla entre el pastor presbiteriano de mi pueblo y un pastor alemán.
—O una mantis religiosa —comentó un tercero—. Pero con pelotas.
Los congresistas comenzaron a reír, brindando con cada nuevo comentario. Richard y Brian se miraron, inquietos ante aquellas opiniones.
—Mirad, si de verdad queréis hablar con ella, allí la tenéis en persona: Ophelia Dawkins Savona —les dijo la joven, señalando hacia el centro de la sala—. La del pelo blanco.
A unos quince metros vieron a una mujer de edad indefinida, que no andaría lejos de los cincuenta años. Con el pelo completamente teñido de blanco, lucía una media melena a juego con un sobrio vestido gris. De rostro enjuto y facciones duras, tenía en su mano una copa que sostenía con evidente desagrado.
Era obvio que ni la había probado.
De su cara sobresalía una nariz aguileña, casi rapaz, que sostenía con firmeza unas extrañas gafas de estilo anticuado. En conjunto, a Richard le recordó a un ave de presa: ligeramente encorvada, pendiente de todo cuanto sucedía a su alrededor y dispuesta a abalanzarse sobre cualquier incauto que se le acercara.
Como ellos.
Armándose de valor, Brian apremió a Richard para que la abordaran. Trató de deshacerse de todos los prejuicios que le habían inspirado los comentarios de los congresistas. Al fin y al cabo, solo era una señora. Seguramente estaba aburrida.
—Señora Dawkins, precisamente estábamos buscándola —le dijo Richard, acercándose con su mejor sonrisa.
—Señorita Dawkins. Confío en que no piense que he sido lo suficientemente incauta como para casarme, señor…
—Congresista. Congresista Lagravenese. Y ese es mi amigo, el señor Wilson.
La señorita Dawkins lo inspeccionó de arriba abajo, repasándolo con la mirada, como quien evalúa a un alumno poco brillante.
—He oído hablar mucho de usted, señor Lagravenese —le dijo, con voz áspera—. Y no precisamente bien, por si le queda alguna duda.
Richard tragó saliva.
—Sin duda alguna habladurías, señorita Dawkins. Ya sabe cómo es el Congreso; opiniones interesadas contra rivales políticos.
—Es posible —concedió ella—. Las murmuraciones y las calumnias son una muestra más del grado de degradación al que ha llegado la política en estos tiempos —la mujer hablaba con un tono estirado, como quien dicta sentencia sobre un asunto desagradable—. Pero en cualquier caso —continuó—, lo que sí conozco de primera mano es que su oficina es siempre la última en entregarnos los informes de coyuntura, y la que los proporciona con menor detalle —la mujer dejó su copa, intacta, en una mesa cercana—. Y ahora que lo veo, no puedo decir que me sorprenda, a juzgar por su edad y sus… aficiones —le espetó, mirando de reojo a la copa de Whiskey, casi vacía, que el joven congresista sostenía.
Richard comenzó a sudar. Sus amigos tenían razón, aquella bruja era una arpía. Su esperanza de conseguir engatusarla para que le diera acceso al expediente del proyecto Iova comenzaba a resquebrajarse. No obstante, decidió intentar ablandarla pasándole la mano y atacando su vanidad; el punto débil de casi cualquier persona.
—Yo también he oído hablar de usted. Y si lo que se comenta es cierto, estoy convencido de que una persona de su inteligencia sabrá valorar la enorme carga de trabajo que soporta mi oficina. Intentamos cumplir con los plazos lo mejor que podemos, dentro de nuestras limitaciones. Seguro que lo entiende.
—No pongo en duda su dedicación, señor Lagravenese. Aunque me cuesta creer que tenga más carga de trabajo que los congresistas de mayor rango.
Richard encajó aquel dardo con su mejor sonrisa. Era evidente que no iba a poder seducir a aquella amargada, por lo que optó por no perder más tiempo y plantearle directamente su petición.
—Es posible que no, pero entenderá que cuento con unos recursos mucho menores. En este momento tengo, de hecho, a toda la oficina saturada. Estamos estudiando la viabilidad de una ley para mejorar la eficiencia energética en el campo de las energías renovables —improvisó. Aquella ley era estudiada periódicamente por multitud de congresistas, que nunca encontraban la fórmula para sacarla adelante. Richard confió en que aquella funcionaria burócrata no estuviera al tanto de las iniciativas políticas—. Y precisamente por eso quería verla —continuó—; nos gustaría que nos facilitara el acceso al expediente de un programa de investigación, que según tenemos entendido, es pionero en energías renovables: El proyecto Iova. ¿Lo conoce?
Ophelia Dawkins torció el gesto, incómoda.
—Manejamos cientos de proyectos de varios departamentos, ¿cómo quiere que conozca cada uno de ellos?
Richard suspiró. Se había marcado un farol inventándose el contenido del proyecto, con la esperanza de que Dawkins no conociera sus detalles. Se alegró de que la historia que improvisaba continuara siendo creíble.
—Tiene toda la razón, señorita Dawkins. En cualquier caso, me preguntaba si podría acercarme mañana a su oficina para que me proporcionara una copia de ese expediente. Nos facilitaría mucho el trabajo y nos daría más tiempo para depurar la proposición de ley.
—Me temo que eso no es posible —contestó Dawkins con frialdad—. Pero estaré encantada de facilitarle ese expediente a través del procedimiento habitual. Mándeme una solicitud por escrito y mi oficina la tramitará con mucho gusto.
Richard maldijo en silencio.
—Es posible que no me haya expresado bien. La comisión de coordinación se reúne dentro de un mes, y necesitamos ese expediente cuanto antes.
Frente a él, Ophelia adoptó una actitud resabiada, como la de un maestro sabelotodo que enseña una lección evidente a un torpe estudiante.
—Señor Lagravenese, los expedientes que custodiamos afectan a instituciones y organismos externos, en muchas ocasiones extranjeros, y son información sensible. El protocolo de solicitud de información se ha diseñado para asegurarse de que la información contenida en esos expedientes se maneja con la discreción debida, por personas realmente relacionadas con ellos. No estaría cumpliendo con mi obligación si permitiera que dichos informes pudieran ser examinados por cualquiera y en cualquier momento. En muchas ocasiones hacen referencia a secretos industriales, planes de investigación de empresas o a nuevas tecnologías. Si compañías como Sony, IBM o Airbus nos confían sus planes de investigación, esta oficina no va a traicionar su confianza.
Richard comenzó a pensar que aquella mujer vivía en otro mundo. ¿Sony? ¿Airbus? ¿Pero de qué coño estaba hablando?
—Comprendo sus reticencias, pero si me permite explicarle…
—Buenas noches, señor Lagravenese —le cortó, sin miramientos. La mujer se dio media vuelta y se alejó sin mirar atrás, dejando a Richard con la palabra en la boca. Indignado, se bebió de un trago el resto de la copa.
—¡Será zorra esa bruja! —exclamó.
—Tus amigos tenían razón. Esta mujer es el diablo —comentó Brian, indignado—. Y lo peor de todo es que nos ha birlado el acceso a Iova.
Sin mediar palabra, Richard se acercó a un camarero y se sirvió dos copas. Pensativo, le tendió una de ellas a Brian, que comenzó a beber, decaído. Richard se puso a juguetear distraído con su copa. De improviso, lo miró fijamente, sin hablar. Una leve sonrisa afloró a su rostro.
—¿Qué? —le dijo Brian, encogiéndose de hombros.
—Ya sé como podemos tener acceso a ese expediente.
—¿Ah, si? —contestó Brian, incrédulo.
—Si —Richard permaneció un instante en silencio, con una sonrisa—. Vamos a robarlo.