Henri Dematisse salió del complejo de investigación en su coche particular. Aún era relativamente pronto, por lo que se dirigió al Zoco de la Ciudad Vieja para cenar y para comprar unas botellas de Chateau du Courlat. Había localizado una pequeña tienda de artesanía y antigüedades, regentada por un anciano comerciante de la vieja escuela. Se trataba de un establecimiento muy antiguo, familiar, que traía de Europa y Asia los más variopintos objetos, desde esculturas en madera de olivo, juegos de café o collares, hasta joyas yemeníes, cántaros fenicios o jarrones árabes, pasando por toda suerte de especias orientales y frutos secos.
Y vinos.
A pesar de que un musulmán no bebe alcohol, y por consiguiente su mercado potencial parecía ser pequeño y hostil, el avispado tendero se las había arreglado para prosperar en la venta de vinos. Había decidido apostar por caldos de gran calidad, que importaba de Europa para refinados turistas y trabajadores extranjeros.
Henri aparcó su vehículo fuera de la ciudad amurallada, cerca de moderno museo Rockefeller. Desde allí continuó a pie, bordeando el muro que defendía la ciudadela y entrando al barrio musulmán por la puerta de Herodes. Tras ella, el Zoco bullía de actividad. Cientos de personas regateaban, bebían té y comían en improvisadas sillas a la puerta de destartalados establecimientos.
Merodeó durante unos minutos por las angostas calles hasta que por fin divisó la tienda. Unas rústicas letras en árabe mostraban su nombre: Ishtar Alzanadí. La puerta de Ishtar.
El viejo mercader le dio a Henri una efusiva bienvenida, como si se acabara de encontrar con un amigo al que no veía desde hace años. En su rostro arrugado se dibujó una amplia sonrisa.
—¡Professeur Dematisse! —al tendero le gustaba llamarlo así, utilizando el idioma natal de Henri—, se está convirtiendo en mi mejor cliente. Cada vez que lo veo aparecer por esa puerta, mi corazón se alegra y mis bolsillos se llenan —dijo, con picardía—. Entre, entre a la trastienda y acepte un té de este viejo ignorante.
El profesor sonreía, mientras pasaba a la diminuta y mal iluminada parte trasera. Por el camino, esquivó con habilidad los innumerables cachivaches que colgaban del techo: desde lámparas de cobre con incrustaciones de cristales de colores, que acumulaban el polvo de los siglos, hasta rugosas figuras talladas en madera de olivo. Pasando por todo tipo de extraños artilugios ornamentales, generalmente pequeños artefactos mecánicos de cuerda, algunos de los cuales se movían al compás de una música enlatada.
—Amigo Alí, tú posees la sabiduría necesaria; la que es valiosa, y no la superflua, como yo —respondió Dematisse, mientras accedía a la parte trasera—. ¿Has recibido las…?
—Hoy mismo me han llegado, professeur. Chateau du Courlat. Reserva del sesenta y cinco.
En la trastienda, la esposa de Alí le ofreció en silencio una taza diminuta, decorada con elaboradas filigranas. Le acercó después una gastada tetera, que a juzgar por su decoración y por su estado bien podría haber pertenecido al mismísimo Nabucodonosor. Le sirvió un aromático té rojo, y al instante, la habitación entera se impregnó de un intenso olor a clavo y a canela.
Frente a él, el viejo tendero lo observaba pensativo, con su taza en la mano, humeante. Aquel extranjero le caía simpático —reflexionó—, pues era sonriente, pagaba al momento y siempre se detenía a conversar unos minutos con él. Últimamente tenía un aspecto algo alicaído, como atrapado en una pertinaz nostalgia. Dudó si preguntarle el motivo de su abatimiento, pero finalmente optó por ser discreto y se guardó la consulta para otra ocasión. Apartó aquellos pensamientos de su mente y sonrió al ver cómo el profesor se quemaba los labios al intentar beber el té demasiado pronto.
—¡Paciencia, amigo mío, paciencia! —rió el mercader, al ver la cara de sorpresa del profesor.
Frente a la tienda, el joven Habib esperaba pacientemente la salida del extranjero. Se había ocultado con una túnica oscura y estaba apostado discretamente en un recodo de la calle. Lo venía siguiendo desde la puerta de Herodes. Tal y como le habían dicho, el viejo era de costumbres fijas.
Al cabo de un rato lo vio salir. Llevaba unas bolsas de papel en la mano.
«Botellas, seguramente» —pensó.
Lo siguió hasta un restaurante en una pequeña plaza cercana, donde el extranjero se sentó en la terraza para cenar.
Habib se ocultó de nuevo en una calle cercana, dispuesto a esperar. Aún había mucha gente por las calles y decidió que todavía no era el momento de actuar. Agradecía la oportunidad que le había brindado Mukhtar al Din de iniciarse en la hermandad y vengar la muerte de su padre, pero lo cierto es que comenzaban a asaltarle todo tipo de dudas. Ver a aquel hombre, sentado en una terraza al calor de la suave brisa del atardecer, pidiendo despreocupadamente la cena y ajeno al aciago destino que lo aguardaba hizo reflexionar al joven sobre la fatalidad de la vida y de la existencia.
A su pesar, sintió una vaga inquietud. Aquella noche iba a ser el brazo ejecutor del Todopoderoso.
—Todos estamos en manos de Allah —se dijo, como infundiéndose ánimos—. Hoy podemos estar comiendo y bebiendo y mañana bien podríamos estar muertos.
Y es que aunque aquel hombre viejo y de aspecto cansado no lo supiera, iba a morir antes de que terminara la cena.
E iba a ser él quien le arrebatara la vida.
La comida estaba exquisita. Por eso Dematisse siempre elegía aquel lugar para cenar, aunque su ruinoso aspecto no atrajera a numerosos turistas, precisamente. Se guardó, no obstante, de pedir vino con la comida; el brebaje amarillo que servían en aquel local bien podría pasar por aceite de barco, y su estómago no estaba para bromas.
Se sentía exhausto. La última semana estaba siendo de gran tensión. En el complejo de investigación, todos los jefes de área estaban verificando la información que había revelado el acontecimiento. Como director del proyecto, los estaba presionando para que completaran cuanto antes la comprobación de los datos y elevaran sus conclusiones. Lamentaba tener que hacerlo, pero no podía esperar más. Aquella tensión lo estaba matando. Y por si todo aquello fuera poco, le habían informado de un atentado en uno de los puestos de control de entrada del complejo.
Con el postre, y sin saber por qué, comenzó a recordar los tiempos en los que investigaba en París, en los inicios de su carrera. Cuando todo era más fácil.
Cuando no estaba solo.
Henri no se arrepentía de las decisiones que había tomado a lo largo de su vida, pero sí que lamentaba un poco que su dedicación a su carrera profesional lo hubiera obligado a tantas renuncias. Se había convertido en un nómada sin patria, un forastero en tierra extraña que saltaba de proyecto en proyecto por medio mundo, sin llegar a establecerse verdaderamente en ningún lugar. Un hombre sin raíces.
Y aunque a lo largo del día hablaba con innumerables personas, al final de la jornada siempre regresaba a un solitario apartamento alquilado. Quizás por eso había destacado tanto en su profesión; se sentía más a gusto en su laboratorio que en su casa.
Rechazó con un gesto aquellos tristes pensamientos. Al fin y al cabo, era la vida que había elegido. Llamó al camarero y le abonó la cuenta por la cena. Veinticinco Shekels.
Verdaderamente era un sitio barato.
El profesor comenzó a levantarse de la silla. Era tarde y ya apenas había nadie por la calle. Tan pronto como se puso de pie y se dispuso a abandonar el establecimiento, una persona se le acercó por la espalda.
—Disculpe, señor, se deja los paquetes —le dijo un hombre de mediana edad, mientras le señalaba las bolsas con sus preciadas botellas.
Dio las gracias al hombre y comenzó a caminar. Hacía una noche tranquila y decidió dar un paseo hasta su casa, en el cercano barrio de Yemin Moshe, fuera de la Ciudad Vieja. Avanzando por las callejas del barrio cristiano, escuchó a lo lejos el penetrante canto del Muecín.
—Allah es grande, Allah os está esperando, venid a rezar.
En el minarete de la Cúpula de la Roca, el clérigo entonaba la última llamada a la oración del día.
Habib maldijo su indecisión. Cuando llegó el momento de acercarse al extranjero para eliminarlo, la tensión y el pánico se habían apoderado de él, atenazándolo. Se había quedado paralizado en una esquina, incapaz de moverse.
Toda su vida había deseado convertirse en un guerrero del Islam, que luchaba contra los invasores y los infieles. De hecho, desde niño había soñado con llegar a ser un muyahidín. Pero una cosa era fantasear con ello ante sus amigos, y otra muy distinta encontrarse con una pistola en la mano frente a una persona llena de vida, dispuesto a arrebatársela. Nadie le había dicho cómo enfrentarse a ese momento.
Echó a correr, ahogando una exclamación, en pos de aquel hombre, temiendo que hubiera vuelto a su automóvil y que lo hubiera perdido. Lo localizó saliendo de la Ciudad Vieja por la puerta de Jaffa. Al parecer, había decidido volver a su casa caminando. Habib se reconfortó. Aún podía hacerlo.
Lo siguió varias calles, a cierta distancia, procurando acercarse poco a poco sin ser visto, mientras se armaba de valor para completar su misión. A medida que se acercaba, comenzó a sentir de nuevo aquel vértigo incontrolable que había experimentando en la plaza. La cabeza le empezaba a dar vueltas. Quería parar, quería pensar, quería asegurarse de que eso era lo que había que hacer, pero la dinámica de los hechos parecía empujarle demasiado rápido hacia su destino. Ya apenas le separaban diez metros de su objetivo.
Vio cómo el hombre al que perseguía se detenía ante un semáforo en rojo, y cómo, pese a que apenas circulaban coches, esperó a que se pusiera verde. Habib se dio cuenta de que el hombre estaba llegando a su casa.
Era ahora o nunca.
Dematisse llegó a su portal. El paseo le había sentado bien. Al menos le había servido para olvidarse un poco de sus preocupaciones. Apenas había sacado las llaves de la puerta cuando un joven se le acercó.
—¿Henri Dematisse?
—Si. ¿En qué puedo ayudarle…?
Fue todo lo que Habib necesitaba oír. Muy nervioso, sacó su pistola y encañonó a un sorprendido profesor, cuyo rostro se transformó al instante en una máscara de pánico.
El tiempo pareció detenerse para ambos. Durante unos segundos eternos, Habib permaneció apuntando a aquel hombre, incapaz de apretar el gatillo, atenazado por la indecisión.
Por su parte, a Henri Dematisse le invadió una sensación de puro pavor; la de saber que le quedaban unos segundos de vida. Agarrotado por un miedo eléctrico, le habría gustado saber qué hacer, qué decir y cómo comportarse para salir de aquel terrible trance, pero su cerebro se negaba a responderle y permanecía paralizado.
Habib recordó a su padre, muerto apenas tres días atrás. Recordó a su madre, asesinada por las bombas enemigas. Recordó a Mukhtar, y cómo quien ahora era su familia le había concedido aquella misión para probar su valor y su compromiso con la causa.
Y se decidió.
Apuntándole directamente a la cabeza, le disparó dos veces. El estruendo resonó por toda la calle. Dos detonaciones secas y certeras.
El cuerpo inanimado del científico se desplomó frente a él, dejando caer las botellas que sostenía, que se rompieron en mil pedazos. Sobre el asfalto, el rojo vino de la región de Burdeos se confundió con la sangre del desdichado profesor Dematisse, que manaba a borbotones de su cabeza destrozada.
—Que Allah te guarde, Habib Alí. Que tu padre se regocije en el Jannat, pues ha de estar orgulloso de la senda que comienzas a recorrer.
Mukhtar al Din, situado junto a Habib, se dirigía a toda la sala, abarrotada de muyahidín. A su lado, el joven temblaba de pies a cabeza. Tenía el pecho cubierto de sangre y su mirada estaba perdida en el horizonte. Por fin había cumplido su sueño y se había convertido en un combatiente, pero en lugar de estar orgulloso y satisfecho se encontraba abrumado y confundido.
Mukhtar continuó glosando las virtudes de Habib, su compromiso con la causa y el gran triunfo que les aguardaba si continuaban siendo esclavos de Dios y combatían con determinación a los infieles, a los sionistas y a los invasores. A su lado, Habib, ensimismado, apenas escuchaba las palabras de su líder.
Al cabo de un rato, que a Habib le pareció una eternidad, las palabras cesaron. Fue entonces cuando uno a uno, sus hermanos de armas fueron acercándose para saludarle y darle la bienvenida. En sus caras se dibujaban amplias sonrisas y cálidas expresiones de afecto, que Habib jamás había sospechado encontrar en los rostros de aquellos curtidos guerreros.
Uno de los muyahidín que se le acercó lo llevó a un aparte. Era de complexión fuerte, con una poblada barba negra y unos brazos como vigas de acero.
—Sé como te sientes, hermano Habib —el hombre puso su enorme mano sobre su hombro—. La primera vez nunca es fácil. No te preocupes si te asaltan las dudas o no puedes dormir esta noche —el hombre lanzó una furtiva mirada hacia atrás—. A todos nos ha pasado. Recuerdo la primera vez que quité una vida. Durante muchas noches no pude dormir; veía el rostro de la persona que murió por mi causa; pero al cabo de unos pocos días la razón se impuso y recordé que era la voluntad de Allah. Que aquella muerte tenía un sentido. Y ya no tuve más temor.
Habib lo observaba con expresión nerviosa. Se sentía como en un sueño, con una extraña y desagradable sensación de irrealidad. El hombre rió al ver la ansiedad dibujada en su joven rostro.
—Hoy has sido muy valiente. Y ya verás como pronto no te afectará sacrificar infieles para cumplir la voluntad de Allah.