10

Un cartel en el baño rogaba al huésped que no gastara demasiada agua. Explicaba que llevaban varios años de sequía y abogaba por un consumo responsable. Brian sonrió. Se preguntó cuánto tiempo llevaría ese cartel allí. Él siempre había recordado una Jerusalén sumida en una sequía permanente. Se dio una ducha rápida y preparó su grabadora.

Hacía dos días que había llegado a Israel. El plan inicial era hacer escala en el aeropuerto internacional Ben Gurión de Tel Aviv, desde donde continuaría hasta Damasco. Pero nada más aterrizar recibió una llamada de Yaír informándole de que la entrevista se realizaría finalmente en Jerusalén.

Brian accedió encantado.

—Estupendo —le comentó a Yaír—, prefiero mil veces permanecer en Israel. Y conozco bien la ciudad. Seguro que no hay ningún problema.

Aunque aún faltaban casi dos horas para la cita, decidió acercarse dando un paseo por la Ciudad Vieja. Hacer un poco de ejercicio le vendría bien. Llevaba dos días sin salir del hotel y el ejercicio le calmaría los nervios. Además, mejor llegar con antelación. Salió del hotel Rey David en el que se alojaba y enfiló hacia la puerta de Jaffa.

Tan pronto como abandonó el hotel y su aire acondicionado, un calor abrasador le golpeó en la cara. Casi se había olvidado aquel calor asfixiante, omnipresente. Un calor pegajoso que te perseguía de día y de noche, que no te dejaba ni a sol ni a sombra. Un calor insistente que había transformado aquella tierra torturada en un desierto de arena y polvo, donde solo matorrales raquíticos y olivares se atrevían a desafiar al Simún, el viento abrasador del desierto que invadía toda la región.

Al cabo de apenas diez minutos ya sudaba copiosamente. Llegó al borde de la Ciudad Vieja, y no pudo evitar impresionarse de nuevo al contemplar el enorme muro que la protegía. Las defensas que construyera Solimán el Magnífico se mantenían imperturbables, ajenas a las eternas disputas entre judíos y musulmanes. Toneladas de roca milenaria que se erigían altivas, formando una muralla mil veces atacada y otras tantas veces defendida y reconstruida a través de los siglos. Bajo aquel muro imponente, que empequeñecía a cuantos se le acercaran, Brian recordó el significado de la palabra Jerusalén: Ciudad de la Paz. No pudo evitar sonreír ante la patética ironía de la vida.

Atravesó la puerta de Jaffa y entró en el barrio armenio, el más pequeño de los cuatro barrios de Jerusalén intramuros. Los otros tres correspondían a cada una de las tres grandes religiones: El barrio judío, el barrio cristiano y el barrio musulmán. Dejó a su derecha la ciudadela de David y comenzó a pasear por las minúsculas calles enredadas de la ciudad. A lo lejos, un Muecín recitaba su Adhán. Las calles estaban desiertas. En el barrio Armenio todo resultaba muy lejano: el silencio, la gente, el tiempo… El suyo era un mundo hermético; solo quinientos armenios vivían aún dentro de los muros del patriarcado. Ahí dentro se tenía la sensación de que el tiempo se había detenido, de que en cualquier recodo de la calle podía aparecer Saladino perseguido por los caballeros de la Tercera Cruzada.

Brian continuó, deambulando por la calle de David hacia el barrio judío. La luz hervía sobre los tejados. Al cabo de un rato aparecieron frente a él, imponentes, las cúpulas del domo de la Roca, con su característico color dorado, y de Al-Aqsa, en la cercana explanada de las mezquitas. Dos construcciones musulmanas pegadas literalmente al muro de los lamentos, el lugar más santo del judaísmo. Aquel muro era lo único que quedaba del primitivo templo de Salomón, y frente a él se agolpaban decenas de judíos, meciéndose al ritmo de Dios. En las aulas de una Yeshiva cercana, Brian alcanzó a ver a unos adolescentes, recitando incansablemente repetitivos salmos judíos.

—Bendito es el Eterno, el Bendito para siempre… —susurraban sus labios, como susurraron los de sus padres y sus abuelos desde tiempos inmemoriales.

Brian consultó el reloj. Comprobó con sorpresa que el tiempo había volado. Decidió evitar el barrio Musulmán, que a aquella hora estaría atestado de gente. Tenía el tiempo justo para atravesar el barrio cristiano y llegar a la Puerta Nueva, el lugar de su cita. Bordeó el barrio musulmán, lamentando no poder adentrarse en su zoco cubierto. De sus calles llegaba el rumor del ajetreo cotidiano, de su mercado, de sus gentes. La brisa le trajo aromas de especias, de café con cardamomo recién molido, de tabaco de narguile, de sangre seca de cordero…

Se adentró con rapidez en el barrio cristiano. No pudo evitar hacerlo por la Vía Dolorosa. Por aquella estrecha calle caminó Jesús, coronado de espinas y con la cruz a cuestas, hacia el cercano monte Gólgota. En la actualidad estaba invadida por un gran número de turistas que abarrotaban la calle, caminando en silencio con rostros muy serios, impresionados. Brian conocía aquella sensación. Los santos lugares siempre causaban ese efecto entre los fieles que los visitaban por primera vez. No importaba si eran judíos, musulmanes o cristianos. Aquella ciudad abrumaba.

Bajo el arco de Ecce Homo, lugar en que Poncio Pilato mostró a Jesús coronado de espinas a la multitud, un grupo de religiosas africanas rezaba en silencio. A su lado, unos jóvenes soldados patrullaban lentamente, pertrechados con unos enormes fusiles UCI.

«Jerusalén y su eterna contradicción» —pensó Brian, con amargura—. «La ciudad de los sacerdotes y de los soldados».

Al cruzarse con estos últimos, se sorprendió al comprobar su juventud.

«Son unos críos» —pensó—. «Hasta los fusiles que llevan son casi más grandes que ellos».

Recordó los tiempos de la guerra, y cómo los combates se libraban calle a calle, casa a casa, piedra a piedra. Cada tramo de roca milenaria se defendía con pasión desorbitada, casi enloquecida. Y continuamente se oían los golpes secos de disparos aislados, que sonaban como un petardo, y que arrancaban de raíz el calor y la vida de algún soldado, no mucho mayor que los jóvenes con los que se había cruzado.

La ciudad de la Paz.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

Giró hacia la derecha, buscando calles menos transitadas. Callejeó por entre los edificios, guiándose por su instinto y confiando en que su sentido de la orientación lo sacara de aquel laberinto enmarañado de soportales y callejuelas estrechas aprisionadas entre vetustos edificios de piedra.

Finalmente, y con apenas dos minutos de retraso, llegó por fin a la Puerta Nueva. Apenas salió de la ciudad amurallada, un hombre robusto, de barba alborotada y gesto desabrido, ataviado con un Keffiyeh, el pañuelo tradicional palestino, se dirigió hacia él.

—Llega tarde. Seguro que se cree que puede hacernos esperar a su antojo, que somos sus sirvientes.

Brian se sorprendió por la acogida. Le tendió la mano en gesto amistoso.

—Lo lamento, me he perdido por la ciudad.

El hombre lo miró de nuevo, con gesto de desprecio.

—Los americanos y sus excusas —no le estrechó la mano. En su lugar, escupió al suelo y se dio media vuelta—. Acompáñeme.

Brian lo siguió hasta un automóvil, un decadente Mercedes Benz de finales de siglo. Un conductor aguardaba en él con el motor encendido. Su acompañante le hizo un gesto de que entrara. Brian dudó un instante. Se había imaginado encontrarse con un representante político, todo sonrisas falsas y amabilidad impostada. En su lugar, lo habían recibido un par de matones que lo observaban con odio y le exigían entrar en un coche con rumbo desconocido.

Brian entró. En el fondo ya había aceptado sus condiciones. Confió en que lo llevaran a un lugar discreto para su entrevista.

El Mercedes comenzó a circular, tomando la carretera de salida de Jerusalén. Ninguno de sus dos acompañantes le dirigió la palabra, limitándose a conversar en árabe entre ellos. Por las pocas palabras que consiguió identificar dedujo que estaban hablando de él. De vez en cuando, el copiloto le dirigía una mirada fugaz, clavándole sus ojos encima como si pudiera atravesarlo con la mirada.

Media hora después el paisaje había cambiado notablemente. Como por arte de magia, todo rastro de civilización había desaparecido, y ahora circulaban por una modesta carretera que atravesaba un páramo desierto. Brian conocía la región. Se adentraban en el desierto de Judea, camino de Jericó. Una zona despoblada de complicada orografía, atravesada por cañones y montañas desprovistas de vegetación, apenas acariciadas ocasionalmente por un leve manto de hierba reseca. Por la ventanilla pudo ver cómo cambiaba paulatinamente el paisaje. De los terrenos llanos y ondulados de los alrededores de Jerusalén habían pasado a las gargantas y los montes rocosos de Judea.

Pasaron junto a las ruinas de un antiguo acueducto. Apenas quedaban de él dos arcadas, sustentadas frágilmente sobre enormes pilares de roca desmoronados por sus extremos. La construcción era imponente, de una altura sobrenatural. Sin duda alguna era una arquitectura romana. Brian imaginó cómo habría sido aquel acueducto en sus tiempos de esplendor, transportando el agua a más de treinta metros de altura a través de Dios sabe cuántos kilómetros. Ahora solo quedaba de él unas decadentes ruinas olvidadas y perdidas en mitad de ninguna parte. Se adentraron en un cañón estrecho, y Brian tuvo que reconocer que ya no sabía dónde se encontraban. La carretera serpenteaba por una estrecha garganta entre montes enormes, cuyas paredes, cortadas a pico, habían oscurecido el día con su sombra.

Finalmente llegaron a su destino. A doscientos metros, construido junto a la pared y medio excavado en plena roca, se erigía altivo un antiguo monasterio. Su sobrio acabado de fortaleza llevó a Brian a pensar que aquel edificio tuvo funciones defensivas además de monásticas. Sus paredes terrosas de ladrillo rojo se mimetizaban perfectamente con el color de la roca, y sus numerosos mosaicos y su cubierta abovedada revelaban el estilo bizantino de su construcción.

En su interior, las estancias apenas estaban amuebladas y había zonas medio derruidas. El transepto y la cúpula de la iglesia apenas se tenían en pie, pero la zona del monasterio y sus habitaciones parecían estar mejor conservadas. Su acompañante lo condujo en silencio por entre claustros y pasillos abovedados, hasta que por fin llegaron a una enorme y sobria sala capitular, decorada con estatuas de piedra y restos de mosaicos en sus paredes. Un hombrecillo enjuto de barba recortada lo aguardaba en su interior.

—Bienvenido al Cenobio de San Jorge, señor Wilson. Mi nombre es Tawfik Rateb. Confío en que haya tenido un buen viaje hasta aquí.

—Si, sus guías son encantadores.

—Le ruego que los disculpe. Me temo que no están acostumbrados a hacer de cicerones. Tome asiento, por favor.

Brian se sentó frente a Tawfik, y comenzó a sacar la grabadora para la entrevista.

—Lo lamento, nada de grabadoras. Confíe todo lo que le diga a su memoria. Estoy seguro de que es muy buena.

Brian protestó.

—¿Puedo al menos sacar mis notas de preguntas?

—Por favor.

—¿Alguna otra limitación? —preguntó Brian, molesto.

—Ninguna. Dispare.

—Para empezar, me sorprende que aún emplee un lenguaje violento.

—Es una forma de hablar. En Palestina estamos acostumbrados a un lenguaje militar. Diez siglos de invasiones extranjeras han provocado que las gentes de este lugar solo conozcan el lenguaje de la guerra. Un hecho lamentable al que por desgracia estamos acostumbrados. Por eso nuestra ilusión es poder cambiar las cosas.

—Precisamente de eso quería hablarle. Conoce el creciente clima de violencia que se está viviendo en Palestina. Los atentados se reproducen, cada vez con mayor frecuencia, y la situación comienza a deteriorarse. Imagino que será consciente de que toda esta violencia no quedará impune, que generará una respuesta por parte de la coalición; ¿de verdad quieren entrar de nuevo en una espiral de enfrentamientos que no conducen a nada?

—Me pregunta como si fuera responsable de los atentados.

—Le pregunto como responsable político de un partido que justifica el terrorismo.

—No es que justifiquemos el terrorismo. De hecho, lo lamentamos profundamente, y luchamos para que desaparezca. Pero no podemos olvidar que es una respuesta desesperada a una situación injusta. No podemos olvidar que para acabar con él, primero hay que resolver una situación de opresión no resuelta con el actual tratado de paz. Tan solo aportamos nuestra visión para solucionar el conflicto.

—Me parece una posición tremendamente cínica. Mientras ustedes se muestran comprensivos con el terrorismo, mueren personas inocentes.

—No lo veo preocuparse por los refugiados palestinos. Por los represaliados. Por los desmanes que el ejército israelí y la coalición continúan cometiendo. Nadie es inocente en este mundo, amigo mío.

—Ustedes menos que nadie. No digo que las cosas sean fáciles, ni que la coalición esté libre de culpa. Pero con esa actitud de provocación están poniendo en peligro la consolidación del proceso de paz. Y tienen las manos manchadas de sangre inocente. Me pregunto qué es lo que realmente persiguen con esa estrategia.

—¿Proceso de paz? ¿Qué ha solucionado el proceso de paz? Ustedes los americanos y su arrogancia —le contestó Tawfik, enfadado—. El mundo comienza y termina en su ombligo. Viene a mi país, a mi casa, y lo primero que hace es insultarme con acusaciones simplistas —Tawfik hizo una señal con el dedo, y los dos cicerones se situaron detrás de Brian—. De todas formas, no creerá de verdad que lo hemos traído aquí para realizar una entrevista, ¿verdad?

Brian comenzó a preocuparse. Recordó las palabras de Yair acerca de un periodista que aparece en su propio periódico con una pistola en la nuca y un periódico del día anterior en la mano. Sus músculos se tensionaron. Si la cosa se ponía fea, tendría que actuar con rapidez.

—En el USA Today saben que estoy con ustedes. Si algo me pasara…

—¿Tan mala opinión tiene de nosotros, señor Wilson? —le atajó Tawfik, sonriendo—. No se preocupe. Lo hemos hecho venir para que la prensa internacional tenga conocimiento de los planes genocidas que está preparando el gobierno de los Estados Unidos.

—¿Cómo ha dicho?

—Planes genocidas, señor Wilson. Ya sé que le puede sonar poco creíble, pero hemos tenido acceso a una información que revela un programa de investigación militar de consecuencias catastróficas. Su gobierno está a punto de completar el desarrollo de un arma de efectos devastadores, diseñada para eliminar a nuestro pueblo y preparada aquí, en Jerusalén.

Brian se quedó mirando fijamente a Tawfik, evaluando sus palabras.

—¿Me ha hecho venir hasta aquí para contarme esa sarta de patrañas?

—Me imaginaba que no se lo creería, señor Wilson. Pero usted es un periodista inteligente. De hecho, lo hemos estudiado a fondo. Estoy convencido de que comprobará la veracidad de mis acusaciones. Para ayudarlo en esa tarea, le hago entrega de este pequeño dosier —uno de los guardaespaldas le tendió un portafolios—, donde está recogida la información de que disponemos.

Brian abrió la carpeta. En ella, tan solo había un papel en blanco con un texto escrito: Proyecto Iova. Departamento de Energía.

—Usted ha venido buscando respuestas, ¿no es así, señor Wilson? Le ofrezco en bandeja la mayor de todas. Tire de este hilo, y la madeja que le seguirá hará que desvele la mayor noticia de todos los tiempos. Y si con eso ayuda a mi pueblo, será sin duda la mano de Allah la que lo ha guiado.