—Es normal que se encuentre algo desorientada, teniente. Pero verá como en un par de horas se le pasan los efectos de la anestesia. La pequeña operación a la que la han sometido no es nada, créame.
—Eso espero —MacKree observó al joven, que permanecía de pie, frente a ella. No debía de tener más de 25 años. Aunque vestía de civil, su corte de pelo y porte erguido lo delataba como soldado. Se dio cuenta de que la estaba esperando—. Pero cómo, ¿quiere que lo acompañe ya? —le preguntó, malhumorada.
—Bueno, supongo que estará deseando que le enseñe todo esto. ¿Se ve con fuerzas?
—Sobreviviré… —MacKree se incorporó—. Davis, ¿verdad? ¿Qué me había dicho que era…?
—Su Ratón Mickey —el joven no pudo ocultar una amplia sonrisa, revelando una dentadura perfecta—. Es así como llamamos a los oficiales de acogida —puntualizó. Abrió la puerta de la sala en la que estaban, invitándola a pasar—. Bienvenida a Disneylandia, teniente.
La teniente Ellen MacKree acompañó a Davis por un amplio pasillo blanco, similar al que la había conducido al quirófano. Le dolía la cabeza.
—¿Tiene una aspirina?
—El dolor de cabeza también se le pasará solo, teniente. Es por la operación. Ya sabe, las ondas, y todo ese rollo.
—Creo que me perdí esa clase.
Davis hizo un gesto de disculpa.
—Perdóneme; había olvidado que no ha seguido el protocolo de preparación habitual. En la operación le han introducido un dispositivo de seguimiento. Es una especie de sistema de localización y de identificación.
Con un gesto aprensivo, MacKree se miró el cuerpo, palpándose el estómago.
—¿Y dónde…?
—No tiene cicatrices, ¿verdad? Lo cierto es que no sé dónde lo colocan. Ni siquiera sale en las radiografías. Pero es muy útil. Le abrirá todas las puertas, créame —el joven sonrió con desparpajo—. Y no haga caso de los rumores —le susurró.
—¿Rumores?
—Perdóneme otra vez, teniente. No es frecuente que llegue un ciego.
MacKree lo miró, sorprendida. Estaba acostumbrada a la jerga militar, pero aquel joven soldado parecía hablar en clave.
—¿Cómo me ha llamado?
El joven se sonrojó un poco.
—Es como llamamos a los que no saben nada de Orión —contestó—. Por lo general, cuando llegan a la base nuevas incorporaciones, vienen informadas y aleccionadas. Ya sabe, el protocolo de preparación. Pero usted ha caído como del cielo, no sé si me entiende. Ya hemos llegado.
Una puerta cilíndrica de aspecto blindado se abrió lentamente. La puerta de un ascensor. Panorámico. Y la vista que ofrecía al entrar era espectacular.
Se encontraban en la cima de un enorme atrio, de treinta metros de profundidad. Colgada en aquel ascensor, que era de vidrio transparente, Ellen MacKree tenia a sus pies, en todo su esplendor, una futurista estructura de siete plantas acristaladas que descendían en torno a una especie de patio circular fuertemente iluminado.
Orión estaba construida bajo tierra.
El ascensor comenzó a descender lentamente por el atrio. Frente a ella, Ellen veía pasar las diferentes plantas, que con sus fachadas de vidrio dejaban ver el interior de las oficinas. En ellas, la teniente pudo contemplar a decenas de personas trabajando. Atareadas. El hueco por el que descendía estaba bañado por una luz blanquecina, que provenía del techo. Casi daba la sensación de que estaban a cielo abierto.
Casi.
—De noche reducimos la iluminación del atrio un noventa por ciento —le explicó Davis—. A veces pasamos muchos días aquí metidos, y el atrio nos ayuda a saber si es de día o de noche.
—¿No tienen relojes?
—También. Pero créame, cuando hay mucho trabajo se pierde la noción del tiempo.
El ascensor llegó a la base del atrio. Al salir del ascensor, MacKree miró hacia arriba, contemplando asombrada aquella construcción de siete plantas subterráneas que rodeaban a aquel extraño patio circular. Pudo ver que en total había tres ascensores, todos panorámicos, que subían y bajaban sin cesar. Todo en aquel lugar tenía un cuidado aspecto. Las fachadas de las plantas que daban al atrio estaban completamente acristaladas, al igual que los ascensores, y comprobó que el mobiliario era de un futurista diseño a base de acero pulido y cristal.
—No está mal, para ser un organismo del gobierno —pensó MacKree—. A su lado, las instalaciones de la NSA parecen sacadas de una película de los años ochenta.
Davis la hizo pasar al interior de la planta cero. Dejaron el atrio atrás y se adentraron por un lateral. Pronto llegaron a una espaciosa sala llena de puestos informáticos. Era moderna, luminosa y se veían numerosas estaciones de trabajo controladas por un personal atareado que apenas reparó en su entrada. A la teniente le recordó a las oficinas de Google. Por los laterales se podían ver numerosos despachos, también acristalados. La gente se movía de un lado para otro, y de cuando en cuando se veía a un grupo reunido en unas grandes mesas circulares acotadas con paneles de vidrio.
—¿Teniente MacKree? Soy el Mayor Adams. Coordino la planta de crisis —un hombre apuesto, de mediana edad y ademanes enérgicos le tendió la mano.
—¿Dónde está Campbell? —respondió MacKree, mientras le estrechaba la mano.
—Está despachando con el Presidente, no creo que tarde. Entretanto, si me acompaña, estamos preparando la reunión del grupo de crisis para decidir cuáles van a ser los primeros pasos que demos. Como ayudante del general, se espera de usted que aporte su visión y punto de vista sobre nuestra respuesta.
—¿Pero me va a contar alguien qué demonios ha pasado?
El Mayor se detuvo, girándose hacia ella.
—Como, ¿no… está informada?
—Acabo de llegar, por el amor de Dios. Todavía estoy mareada por la operación de hace media hora.
El Mayor dirigió una mirada al joven Davis, que se encogió de hombros.
—Lo lamento, teniente —contestó—, no es frecuente…
—… Que llegue un ciego. Lo sé. Ya me lo han dicho antes.
—Tenga —el Mayor le tendió un portafolios—. Aquí tiene el informe actualizado de lo que sabemos. Le sugiero que lo revise y que luego se reúna conmigo y con el grupo de crisis en La Cripta.
La teniente, que había comenzado a ojear el documento, levantó la vista hacia el Mayor Adams.
—¿Dónde ha dicho?
El Mayor suspiró, resignado.
El antiguo despacho de Campbell había permanecido vacío los últimos seis meses. Nunca es fácil sustituir al director de una organización, y John Campbell había dejado una profunda huella en Orión. Tras su marcha, el puesto de director había permanecido vacante, y el coronel Michael Pyrik se encargaba de la gestión interina. Ahora, despachaban juntos con el Presidente por videoconferencia.
—¡Cancelar la comparecencia, y nada menos que invocando el Acta de Seguridad Nacional! —Campbell negaba con la cabeza—. ¡Qué estupidez…! Cravitz tiene la mentalidad de la guerra fría. Y la sutileza de un orangután. La prensa de medio país se preguntará qué demonios es tan importante como para ocultárselo al Congreso a bombo y platillo…
El Presidente lo atajó, con gesto grave.
—Es evidente que se ha extralimitado en sus funciones —contestó, enojado—. No me cabe en la cabeza cómo puede confundir la orden de preparar un plan de contingencia con ejecutar un plan de contingencia.
—¿Y esa es su idea de un plan de contingencia? ¡Solo le faltaba anunciarlo en la CNN!
—Le he ordenado que convoque de nuevo a la comisión, con carácter de urgencia si es posible, y que dé todas las explicaciones que le pidan. Hemos restituido los fondos que había desviado para su plan y estamos preparando una excusa creíble.
—Esperemos que cuele —contestó Campbel, dubitativo—. Y por lo que más quieras, Don, saca a Cravitz de este asunto, porque si continúa enredando, acabará metiendo la pata en algo que no podamos arreglar —Campbell estaba furioso—. Eso suponiendo que consigamos que su torpeza en la Comisión de Secretos del Congreso pase desapercibida.
—Cravitz está fuera. Lo cesaría de no ser porque llamaríamos más la atención, y eso es lo último que queremos en este momento. Bastante la hemos llamado ya —el Presidente suspiró, preocupado—. Ahora lo que necesitamos es controlar toda esta mierda, Jack. Controlarla de verdad.
—¿Quiénes están al corriente del acontecimiento?
El coronel Pyrik consultó unos documentos.
—Lo saben en Roma, París y Londres. Probablemente, el Mosad también esté al corriente. Los servicios secretos egipcios sospechan algo, pero no creo que hayan tenido acceso a la totalidad de la información.
—Demasiada gente… no sé si vamos a poder contenerlo —comentó Campbell.
—Vamos, Jack, en cuanto dos personas saben algo, tú ya opinas que son demasiadas. Aún podemos solucionar esto —el Presidente hizo una larga pausa—. Tienes carta blanca para cualquier movimiento. Pero mantenme informado.
El grupo de crisis estaba preparando distintas opciones cuando el general Campbell y el coronel Pyrik aparecieron por la sala. Parecían preocupados. Tan pronto como se sentaron en el centro de la mesa, el Mayor Adams tomó la palabra. Sin ningún preámbulo, comenzó a resumir la situación actual con la eficacia y economía de palabras propias de un militar. Tras una presentación rápida de los hechos, pasó a relatar las amenazas e implicaciones negativas del descubrimiento.
—Estas últimas horas hemos discutido mucho sobre las consecuencias que tendría la difusión del acontecimiento. A nadie se le escapa su enorme potencial destructivo —el Mayor activó un proyector, que iluminó la pared del fondo—. En las proyecciones que hemos realizado, a corto plazo la especie humana saldría enormemente dañada si el descubrimiento se difunde de forma masiva. Prevemos hundimiento económico, altercados, desórdenes públicos y violencia. A medio plazo, los efectos pasarían de las personas a la estructura social y a las naciones, con un riesgo evidente del colapso de la civilización. Las proyecciones a largo plazo son más inciertas, pero existe la posibilidad de que el mundo, tal y como lo conocemos, retroceda a la edad media, o desaparezca. La posibilidad de una confrontación nuclear, como consecuencia de todo este proceso, tampoco es descartable. De hecho, la historia nos ha demostrado que hay unos pocos factores que evitan que nos matemos unos a otros. Por desgracia, el desarrollo y acceso a la tecnología armamentística es la fundamental. Pero hay otros factores. La religión es uno de ellos. Los vínculos de sangre o sociales también juegan su papel. Las distancias, el interés…
—Mayor Adams —atajó el coronel Pyrik—. Nos hacemos cargo de la gravedad de la situación. Precisamente por eso necesitamos opciones. Su equipo ha estado trabajando en el diseño de distintas líneas de actuación, ¿no es así? Ya habrá tiempo para un análisis más filosófico; ahora explíquenos que opciones tenemos.
—Tan solo quería asegurarme de que no hubiera dudas de la gravedad del problema. Porque las opciones de respuesta son igualmente contundentes —en la pared apareció un nuevo gráfico—. Tenemos dos posibilidades. La primera es intentar enterrar el descubrimiento y que nadie tenga jamás acceso ni conocimiento de él. Implica la eliminación de las posibles fugas de información y desmantelar el complejo donde se ha llevado a cabo el experimento.
—¿Desmantelar?
—Destruir. Y eliminar a todo el personal que ha participado en el desarrollo del proyecto. Aun así, su contención completa no está garantizada. Sabemos que hay al menos tres países que han tenido acceso a la información.
Campbell intervino.
—Aunque consigamos contener la información con los participantes y a nivel de gobiernos, ¿cómo podemos estar seguros de que el experimento no se repetirá en el futuro por otro equipo en otro lugar, y nos encontremos de nuevo en la misma situación?
—No podemos. Es algo que puede pasar perfectamente. Aunque el riesgo es bajo a corto y medio plazo. A largo plazo, las estadísticas no son tan favorables.
El general se removió en su silla, inquieto.
—¿Cuál es la segunda opción? —preguntó.
—Tratar de encontrar un fallo en el experimento que lo invalide —contestó Adams, llanamente.
—¿Es eso posible? —saltó Pyrik—. Pensaba que nos enfrentábamos a hechos irrefutables.
—En la física de altas energías no hay nada irrefutable. Aunque debo advertir de que las posibilidades de que encontramos un fallo son mínimas. El experimento se ha desarrollado por uno de los equipos mejor preparados del mundo y en una instalación puntera —Adams señaló unas imágenes proyectadas en la pared—. Si se opta por esta vía, hemos preseleccionado a tres equipos científicos para que repitan el experimento en tres lugares diferentes e intenten encontrar un fallo que nos permita rebatir sus conclusiones. Los nuevos experimentos se realizarían en el CERN, en el Fermilab II de Chicago y de nuevo en el complejo del Instituto Weizmann de Jerusalén, que es donde se ha producido el acontecimiento. A este último desplazaríamos un nuevo equipo, independiente del anterior. Aunque el acelerador del Weizmann es el único lugar en el mundo con instalaciones capaces de generar la energía necesaria para el experimento, tanto el CERN como el Fermilab II pueden conectarse con él y operar el acelerador a distancia. De modo que en la práctica sería como tres equipos independientes. En todos los casos contaríamos con personal científico de probada discreción.
El Mayor Adams se sentó, con gesto grave, dejando en el aire la inquietud característica que generan los planes imperfectos. El general Campbell tomó la palabra casi inmediatamente.
—Teniente MacKree, ¿qué opina usted? —preguntó, para sorpresa de la sala.
Los asistentes se giraron para mirar a la nueva. La teniente, en una esquina de la gran mesa, levantó la mirada de los papeles que tenía frente a ella. No se esperaba que la consultaran tan pronto. De hecho, estaba impresionada por la velocidad a la que se desarrollaban los acontecimientos. En la NSA habrían pasado semanas cruzándose sofisticados informes antes de tomar ninguna decisión concreta. Allí en cambio, veinticuatro horas después de producirse la crisis ya estaban ultimando un plan de respuesta. Y encima le solicitaban su opinión. A ella, que aún no sabía ni cómo se llamaba la sala en la que estaban. Tuvo la sensación de que en aquel lugar se esperaba de la gente que aportara ideas brillantes. O te superas o te apartas. Respiró hondo y se concentró en el problema. Cuando habló, consiguió que no le temblara la voz.
—El riesgo evidente de repetir el experimento es que en lugar de refutar, confirmen el descubrimiento. Además, implicar a tres nuevos equipos de científicos supone un mayor riesgo de que la información acabe desvelándose. Por otra parte, si los nuevos equipos encuentran un fallo y consiguen rebatir las conclusiones del acontecimiento, habríamos dado con la solución definitiva.
Un murmullo sordo comenzó a llenar la sala. Se abrió un debate entre quienes apostaban por eliminar todo rastro del problema, incluso a costa de enormes daños colaterales, y quienes preferían realizar nuevos experimentos a la caza de un fallo que cortase de raíz toda la crisis. Ambas opciones tenían sus pros y sus contras. Campbell y Pyrik discutían en voz baja. Llamaron a la teniente MacKree, que se les acercó. Tras una breve conversación, Campbell tomó la palabra.
—Caballeros, por favor —la sala enmudeció. Campbell era enormemente valorado y cuando hablaba él, en las reuniones se hacía un respetuoso silencio, como si el padre de familia fuera a arbitrar una disputa—. Ninguna de las dos alternativas ofrece la suficiente garantía de éxito, y la situación nos exige maximizar nuestras opciones. De modo que lo que hacemos es poner en marcha ambos planes, simultáneamente. Un equipo de contención se desplazará a Jerusalén y controlará al personal que haya participado en el experimento. Nada de eliminaciones. Por el momento nos limitaremos a contactar discretamente con ellos y asegurarnos de que no haya filtraciones. Recomendaré al Presidente que contacte al máximo nivel con los gobiernos que están al tanto de la situación para coordinar un plan de ocultación. Pero todo eso no basta. Vamos a movilizar también esos tres equipos de investigación que han seleccionado. Su misión será repetir el experimento e intentar encontrar un fallo que lo invalide. La gente que participe ha de ser de absoluta confianza: personal científico militar o civiles que hayan participado en programas de investigación militar y que estén familiarizados con los protocolos de confidencialidad. Quiero a los mejores. Sáquenlos de sus actividades actuales y métanlos en este proyecto. No importa qué es lo que estén haciendo. No me importa cómo lo hagan, pero llévenlos a los laboratorios y estrújenlos hasta que encuentren un fallo.