CeJota era un buen director.
Periodista viejo, de la antigua escuela, olfateaba la noticia como nadie. Pero al mismo tiempo, era director del USA Today, un periódico popular y efectista, que en numerosas ocasiones había sido acusado de trivializar las noticias. Le advirtió a Brian que si no obtenía resultados claros, o alguna pista fiable en unos días, más le valía abandonar la noticia y centrarse en el asunto del alcalde y las aguas.
—Esto no es el Post —le dijo—. Tráeme una historia rápida, clara y sin complicaciones.
Brian se encerró en su despacho, en un vano intento por aislarse del bullicio de la redacción y centrarse en la investigación. Le inquietaba especialmente la posibilidad de que Campbell hubiera vuelto a la Casa Blanca. Si la cancelación de la sesión de control tenía que ver con las operaciones en Oriente Medio, y Campbell estaba de por medio, solo podía esperarse lo peor. Por otra parte, le preocupaba lo que Dick le había contado del Presidente. Por lo que sabía de él, no era el típico político advenedizo que desea llegar a la presidencia buscando su propia gloria y que termina ahogándose en un vaso de agua en cuanto llegan las primeras dificultades.
Brian tamborileó pensativo en el teclado de su ordenador, intentando establecer una conexión entre Oriente Medio y Campbell. Se le ocurrieron unas cuantas posibilidades, todas ellas descabelladas.
Pero la mayoría terminaba en una misma idea, en un mismo temor.
El temor a que Estados Unidos estuviera preparando una reintervención militar para estabilizar de nuevo la región. Ya lo hizo hace diez años, y bien caro que le costó —recordó, pensativo—. Hace once años, un ataque coordinado de Irán, Siria y Jordania puso contra las cuerdas a Israel. Se repetía así la historia del siglo veinte, pero en esta ocasión las fuerzas islámicas llevaban las de ganar. Ante la amenaza de un conflicto nuclear, Estados Unidos desplazó tropas a la región. Pero esta vez decidió forzar una solución definitiva al problema de Oriente Medio. El resultado fue que las tropas que enviaron recibieron ataques de todas las partes. Lo que comenzó como una fuerza de interposición, terminó implicándose en una guerra a gran escala, en la que el ejército estadounidense fue tachado de hostil tanto por Israel como por Siria, Irán y Jordania. El país tuvo que pagar un alto precio en vidas hasta que consiguió imponer su superioridad militar y consiguió forzar un acuerdo de paz. Un acuerdo que no dejó satisfecho a nadie.
En la actualidad ya no había guerra. Pero la situación volvía a dar signos de inestabilidad. La actividad terrorista comenzaba a repuntar de nuevo, y muchos se temían que si volvían los atentados indiscriminados se podrían romper los acuerdos alcanzados y el frágil equilibrio que se había conseguido.
Sin embargo, Brian consideró poco probable que Estados Unidos quisiera embarcarse de nuevo en operaciones a gran escala. El alto coste humano y político había hecho escarmentar a la anterior administración y al país entero. Quería pensar que esta vez la investigación lo conduciría hacia algo diferente, pero por más que especulaba con posibilidades cada vez más fantasiosas, no conseguía articular una hipótesis creíble. Tenía que existir una razón poderosa que justificara que el secretario de Defensa, sin el conocimiento aparente del resto del gobierno, hubiera bloqueado las explicaciones sobre los fondos destinados a Oriente Medio. Y además invocando el Acta de Seguridad Nacional, que tan malos recuerdos traía al país. La misma poderosa razón que había provocado que el asesor especial del Presidente volviera precipitadamente de su forzada jubilación. Ambos hechos tenían que estar relacionados, pero por el momento el único nexo que los unía era el propio Presidente. Brian sabía que la situación en Israel se estaba deteriorando, pero la verdad es que aparentemente no había pasado nada extremadamente grave.
En un momento de inspiración, decidió telefonear a algún colega periodista israelí. Quizás alguien más cercano al la región pudiera aportarle más información.
Se decidió por Yaír Goldman, al que conoció durante la guerra, y que actualmente trabajaba como corresponsal en Washington para el Jerusalem Post. Eran bastante amigos, por lo que no tuvo ningún problema en quedar para comer. Acordaron almorzar en Filadelfia, ya que Yaír se encontraba allí cubriendo una visita del vicepresidente.
—¿Te interrumpo?
Susan Sullivan entró en el despacho vestida para la ocasión. Lucía un generoso escote y se había pintado los labios de rojo. La compañera de despacho de Brian le guiñó un ojo con complicidad al verla entrar. Susan le respondió con una amplia sonrisa.
—No, adelante, aunque la verdad es que me marcho —respondió Brian, distraído, mientras buscaba su Blackberry—. Me voy a Filadelfia.
—Oh —Susan no pudo reprimir un gesto de decepción—. Pensaba invitarte a comer.
—Imposible. He quedado ya.
Brian, que había localizado por fin su Blackberry debajo de un montón de papeles, salió de su despacho. Susan decidió acompañarlo, caminando a su lado, pensativa. Quería aparentar tranquilidad, pero en realidad estaba bastante nerviosa. Por fin habían tenido una cita, pero por experiencia propia sabía que este momento era el más crítico en una relación, en el que las cosas pueden consolidarse y seguir adelante o torcerse irremisiblemente.
En aquel instante, Susan trataba de encontrar el equilibrio entre dos sentimientos. Por un lado, sentía un deseo irrefrenable de llamar a Brian, hablar con Brian y estar cerca de Brian. Por otro, sabía muy bien que si lo atosigaba demasiado podía perderlo. Los hombres no suelen llevar demasiado bien las relaciones absorbentes, especialmente en las primeras citas. Y Brian, en este aspecto, era particularmente independiente.
Decidió intentar un acercamiento neutral.
—Ayer me lo pasé muy bien —dijo, con voz animada.
—No estuvo mal —respondió Brian, lacónico, mientras inspeccionaba cada bolsillo de su americana—. ¿Dónde demonios tengo las llaves?
Susan apretó un poco el paso para no perderlo, ya que Brian caminaba deprisa por la redacción. Pese a la escueta respuesta obtenida, no se desanimó.
—¿Te apetece que quedemos después del trabajo para tomar algo?
Brian no respondió inmediatamente. Había pensado ir directamente a su a casa tras el trabajo para repasar las últimas declaraciones del secretario de Defensa. CeJota se lo había dejado meridianamente claro: Tenía una semana para encontrar algo u olvidarse de todo, de modo que más le valía ponerse las pilas.
—Ando un poco liado —contestó, evasivo. Decidió suavizar su negativa con una sonrisa apaciguadora.
En la mente de Susan comenzaron a encenderse todas las alarmas. No solo comenzaba ya a rechazarla, sino que encima lo hacía con aquella sonrisa condescendiente. Sintió cómo sus esperanzas se escapaban una vez más. Comenzó a verse con cuarenta años, sola en un apartamento oscuro rodeada de gatos y viendo la tele un sábado por la noche. Esta visión la hizo reaccionar.
—Vamos, una copa rápida. Así te relajas.
Brian pensó que más que relajarse, lo que en realidad quería era concentrarse en sus investigaciones, pero decidió aceptar. Si quedaban en el Lucio’s quizás pudiera también ver a Richard y preguntarle si en el Congreso se sabía algo del descontrol del gobierno.
—De acuerdo —concedió—. A las ocho en el Lucio’s.
Susan respiró, aliviada. Había salvado el primer escollo, pero algo le decía que tendría que jugar fuerte si quería que aquella relación fuera más allá de una cita esporádica, una noche loca y un perro al que cuidar de vez en cuando.
Brian esperaba pacientemente a Yaír sentado en una jardinera en el parque que había frente al Independence Hall de Filadelfia. Hacía un día radiante, y junto a él se arremolinaba un grupo de turistas que seguían atentamente las explicaciones de un guía. El hombre, entrado en años y en carnes, les estaba explicando la historia del Independence Hall: Cómo en aquel edificio de ladrillo rojo de estilo gregoriano, las colonias inglesas formalizaron su separación del imperio británico en un famoso cuatro de julio, firmando la Declaración de Independencia y dando lugar a los Estados Unidos. El guía, que sudaba copiosamente, les explicó que un año después de aquella declaración el ejército británico ocupó Filadelfia y se declaró la guerra de la independencia.
A los turistas, que a juzgar por su acento y su vestimenta estaba formado por ingleses, no pareció importarles la dramática historia de guerras y enfrentamientos con su país, y se dedicaban frenéticamente a sacar fotografías y señalar la campana de la libertad, como si ellos mismos hubieran sido los protagonistas heroicos de aquella gesta.
Tal y como el guía no se cansaba de repetir, el edificio se había convertido en un símbolo del país, ya que tras la guerra se firmó la constitución y se fijó en él la sede del gobierno federal. Las trece colonias alumbraron un revolucionario concepto de Estado, el primero liberal y democrático del mundo, que estaba dominado por las monarquías absolutistas.
—¿Sabían que todos los ideales de la revolución francesa, que tanta fama tienen, se propusieron previamente en la revolución americana? —comentó, orgulloso.
El grupo continuó con su visita, y Brian pudo oír como el guía comenzaba a relatar la historia de un hacendado sureño que se convirtió en el general del pequeño ejército estadounidense en su guerra contra el Imperio. Creyó percibir cierta insistencia malévola en presentar a Gran Bretaña como un país opresor, pero pensó que al fin y al cabo solo se estaba divirtiendo a costa de los sufridos turistas ingleses.
Yaír apareció bajando por las escaleras del edificio. Como era su costumbre, con unos minutos de adelanto. Brian sonrió. El menudo hombrecillo que conoció hace años durante la guerra apenas había cambiado. De piel aceitunada, pelo moreno y rasgos levitas, sus ojos azules, vivarachos y siempre atentos revelaban que parte de su familia era de origen europeo, superviviente del Holocausto.
Se dieron tres besos, al estilo palestino. Yaír lo observó detenidamente.
—Amigo Brian, veo que la buena vida te ha hecho ganar unos kilos de más —le dijo, con una amplia sonrisa—. ¿En el USA Today no te aprietan lo suficiente?
—Lo intentan, te lo aseguro. Tú en cambio estás igual que siempre. Se diría que los años no pasan por ti.
—Bueno, como dice el proverbio: “Aquel que se apoya en su mujer vivirá dos vidas”. Yahvé me ha bendecido con una preciosa esposa, y yo debo aprovechar tan generoso don.
Brian sugirió almorzar en un edificio adjunto al Independence Hall, antigua sede de la Sociedad Filosófica Americana y que en la actualidad albergaba su museo y un afamado restaurante.
Todo en aquel edificio recordaba el origen de la Sociedad Filosófica. En el restaurante se podía observar un enorme retrato de su fundador, Benjamín Franklin, junto con el que fue su lema durante siglos: «Promover el conocimiento útil para el beneficio de la humanidad». A su lado colgaban numerosos retratos de otros miembros ilustres, como Thomas Jefferson o George Washington. Atravesaron el vestíbulo del restaurante y eligieron una mesa apartada.
—No conocía este lugar —comentó Yaír, mientras observaba los retratos colgados de las paredes—. De hecho, pensaba que a los padres fundadores, como los llamáis vosotros, solo les interesaba la agricultura y la religión.
—Ah, desde fuera siempre se opina lo mismo —respondió Brian, sonriendo—. Pero lo cierto es que fueron unas mentes prodigiosas. No solo se sacaron de la chistera una nueva nación, sino que la construyeron sobre unos ideales filosóficos que fueron revolucionarios para su época —Brian tomó un ligero sorbo de vino de su copa—. La idea de ciudadanía, de control del Estado, de equilibrios entre poderes, incluso la legitimidad del pueblo para derrocar a su propio gobierno si caía en la tiranía… fueron ideas muy novedosas. Te recuerdo que todo esto sucedió antes de la revolución francesa, que tanto adora todo el mundo.
—Ah, pero por desgracia, me temo que hoy en día el espíritu que guiaba aquellos ideales no está muy presente en la política americana, ¿no crees?
—Ni en la americana ni en ninguna otra —Brian suspiró, apenado—. Si, son tiempos difíciles. Ahora los gobiernos ocultan toda la información y nos tratan como a idiotas. Ayer me enteré de que John Campbell ha vuelto a Washington.
Yaír casi se atragantó al oír aquel nombre. Observó fijamente a su amigo, con expresión incrédula.
—¿Estás seguro?
Brian asintió.
—Dalo por hecho. Me pregunto si tendrá relación con que la semana pasada el secretario de Defensa cancelara su comparecencia ante comisión de control que iba a supervisar las operaciones en Oriente Medio.
—¿Por qué? —exclamó Yaír—. Me refiero… ¿Qué pueden querer ocultar? Los combates, afortunadamente, terminaron hace años; la situación ahora está tranquila —Yaír hizo una pausa—. Bueno, más o menos… —añadió, dubitativo—. Al menos no hay guerra —terminó por decir, apenado.
—A eso voy. Yaír, tú conoces bien la situación en Israel. Últimamente se habla mucho de desestabilización, pero ¿hasta qué punto existe una amenaza real?
—Bueno, en este momento el mayor desafío es el terrorismo. Algunos informes de inteligencia apuntan a que las distintas facciones palestinas se están agrupando en torno a Al-Isra. Es un nuevo grupo ultra integrista que rechaza el acuerdo de paz y busca reabrir las negociaciones. Presionan con una especie de guerra de guerrillas. Hasta ahora no se habían significado demasiado, pero de un tiempo a esta parte están recrudeciendo su actividad.
—Los grupúsculos terroristas siempre han estado muy divididos —respondió Brian, escéptico—. Me suena muy raro que de repente se agrupen; y menos sin una amenaza clara que los pueda incitar a juntarse. ¿A qué viene ahora que sean tan amigos? Incluso durante la guerra les costaba luchar unidos…
—No lo sé… ese mundo siempre ha sido bastante opaco. Recuerda que los países árabes firmaron el tratado de paz y rompieron toda relación con ellos, al menos aparentemente. Desde entonces se han movido en la clandestinidad. Aunque claro —añadió—, es difícil saber lo que pasa detrás del escenario. Lo que sí sabemos es que sus últimos atentados han sido de gran envergadura. Buscan objetivos poco mediáticos pero de un gran valor estratégico. No sería descabellado pensar que cuentan con algún tipo de apoyo externo.
—No lo entiendo; hace un año la situación estaba perfectamente controlada.
—Es un fenómeno bastante reciente. La aparición de Al-Isra está removiendo el Statu Quo alcanzado. Oficialmente solo es un grupo político que opera en Siria y que defiende el pan-arabismo y la revisión de los acuerdos de paz. Pero en realidad su alcance es mucho mayor: han conseguido estructurar un complejo político-terrorista bastante elaborado. Su brazo armado está ejecutando atentados cada vez más audaces, y como te he dicho, se piensa que han aglutinado en torno a ellos a los restos de organizaciones terroristas minoritarias. La verdad es que hasta ahora no han supuesto una amenaza seria, pero todos sabemos que los acuerdos de paz están cogidos con alfileres. Cualquier mínima desestabilización haría saltar todo por los aires.
—No me lo recuerdes —respondió Brian, con voz lúgubre—. Bastantes cosas hemos visto saltar por los aires ya. Pero en cualquier caso, no entiendo cómo Siria permite ese tipo de actividad en su territorio. Debería cerrar el chiringuito legal que tengan montado. Y si no lo hacen, deberíamos obligarles.
—Bueno, no es tan sencillo. Oficialmente, Al-Isra es un partido político. En sus estatutos condenan tajantemente la violencia terrorista, y cada vez que se produce un atentado se manifiestan abiertamente en contra. Además, no hay pruebas lo suficientemente contundentes que los relacionen con los atentados como para que Siria acepte perseguirlos. Muchas veces, lo que es claro para nosotros, no lo es tanto para ellos. Y sin evidencias claras, no podemos presionarlos.
—De todas formas hay algo que no me cuadra. Aunque intenten desestabilizar la región, ¿qué objetivos pretenden alcanzar con ello? La capacidad militar de los países árabes está completamente diezmada.
—También la de Israel.
—Si, pero no la de Estados Unidos. No pueden querer embarcarse en una guerra contra nosotros, porque no la ganarían —Brian tenía el ceño fruncido—. No sé, hay algo más que se nos escapa.
—Igual piensan que no volveríais a intervenir —especuló Yaír, con gesto hosco.
—Eso es mucho aventurar. Además, las facciones palestinas no se unirían si no hay de por medio algo que lo provoque. No sé, un catalizador. Algo que haga de chispa, que los aglutine y los empuje a actuar con la audacia con que lo están haciendo.
—Amigo, les concedes demasiada inteligencia. No necesitan ningún motivo para atentar —sentenció Yaír, mientras mordisqueaba su ensalada—. Es lo único que saben hacer.
—¿Y que se estén uniendo? Eso no ha pasado desde la guerra.
Yaír se encogió de hombros, aparentemente indiferente. Brian permaneció pensativo unos instantes. Estaba convencido de que les faltaba información. Había algo en toda aquella situación que no acababa de tener sentido. Frente a él, el retrato de Thomas Jefferson lo observaba impasible. Recordó una de sus frases más célebres: «Fui audaz en la búsqueda de la verdad, nunca temeroso de seguir el conocimiento a cualquier lugar que me condujese». Súbitamente, le vino a la cabeza una idea. Le pareció brillante.
—¿Crees que podrías arreglarme una entrevista con Al-Isra?
Yaír lo miró con gesto de asombro.
—¿Estás loco? Cualquier relación con ellos supone un riesgo enorme. Son fanáticos terroristas, y muy peligrosos. Además, tú eres americano. Y exsoldado, para más señas. ¿Acaso ya no tienes apego a tu vida?
—Soy periodista. Seguro que les atrae la publicidad que proporciona una entrevista en un medio internacional.
—Son extremistas irracionales. Se mueven por el odio y el fanatismo religioso. Ese mundo es inmune a la prensa. Te rajarían como a un cerdo y ni siquiera pensarían que están haciendo algo malo. Representas todo lo que odian. Lo siento, pero es imposible. Sería un suicidio.
Brian se resistió a aquella negativa. Volvió a la carga con otra posibilidad.
—¿No has dicho que tenían un brazo político legal en Siria? Apuesto a que ellos sí que estarían encantados de facilitar una entrevista y que el USA Today recoja su mensaje.
Yaír dudó, negando con la cabeza, pensativo.
—Aún así. Lo veo complicado. Es cierto que por el momento son un partido legal, pero en el fondo son el mismo perro con diferente collar. Te arriesgas a que te hagan desaparecer, o a que te secuestren y te utilicen como moneda de cambio. No serías el primer periodista que aparece en la portada de su propio periódico con una capucha y una pistola apuntándole. No sé… lo veo peligroso. Eres americano, por el amor de Dios.
—No será para tanto. Además, si le damos publicidad a la entrevista seguro que no se atreven a tocarme. Has dicho que en Siria son una organización legal, y me imagino que desearán seguir siéndolo. Podemos anunciar que el USA Today va a entrevistar al líder del partido, y… no sé, hacerlo en un lugar público. Un hotel, o algo así.
Yaír continuaba pensativo. Se había llevado la mano a los labios y miraba ensimismado su plato. Era una propuesta excesivamente audaz, casi temeraria. Muy propia de Brian. Aunque por otra parte, prometía grandes réditos. Finalmente, observó a su amigo. Una leve sonrisa apareció lentamente por su rostro.
—¿Estás seguro de que quieres hacerlo?
Susan Sullivan esperaba impaciente en el Lucio’s. Miró su reloj por tercera vez. Las ocho menos cinco. Siempre le pasaba lo mismo. No había podido evitar llegar antes de tiempo y ahora la espera se le estaba haciendo eterna. Terminó su Budweiser y dudó si pedir otra o pasarse a un refresco. Finalmente se decidió por una Coca-cola. Comenzaba a notar un leve mareo, y aunque podía deberse a su nerviosismo, no quiso arriesgarse a una segunda cerveza.
Brian llegó puntual. Esa era una de las cosas que le gustaban de él, su puntualidad a prueba de fuego. Al verla, Brian se le acercó con una sonrisa luminosa. Susan recobró alguna esperanza.
—Pareces de buen humor —le dijo, ilusionada.
—Creo que voy por buen camino en el asunto de Campbell. Vamos a intentar concertar una entrevista con un grupo político sirio —respondió—. Es probable que sean la causa del circo que ha montado Cravitz con la comisión del Congreso. O al menos, que tengan algo que ver —Brian pidió una cerveza al camarero, que se la sirvió casi inmediatamente. Se la acercó a su boca con satisfacción.
Susan notó como comenzaba a hervirle la sangre.
—Brian Wilson, tú y yo somos novios, amigos, amantes, ¿o solo me has utilizado para echar un polvo?
A Brian se le congeló la sonrisa.
—Eh…
Es todo lo que acertó a decir. Repentinamente se encontró completamente bloqueado. La cerveza, a medio camino entre la mesa y su boca, fue su tabla de salvación. Comenzó a beber y deseó que aquella botella no tuviera fin. Apuró de un trago la Budweiser y notó con desánimo cómo el alcohol no le sugería ninguna respuesta salvadora. Para variar.
—Susan, yo…
Intentó examinar sus sentimientos. En aquel momento no se sentía con la energía suficiente para iniciar una relación formal, aunque la verdad era que Susan le gustaba, y probablemente con el tiempo llegarían a algo más serio.
Decidió pedir otra Bud.
—Claro que te aprecio. Quiero decir… bueno, yo te quiero mucho —Brian, azorado, intentaba encontrar las palabras adecuadas—. Me siento cómodo a tu lado.
—No me malinterpretes —le atajó Susan—. No quiero presionarte. Soy consciente de que solo hemos salido un par de veces —Susan observó con preocupación como Brian se bebía casi de un trago la segunda cerveza—. Solo quiero saber si esto puede llegar a significar algo para ti. No sé; si puede llegar a ser algo más.
—Susan, te voy a ser muy sincero —Brian se puso serio, pese a que comenzaba a estar ya un poco achispado—. Tú me gustas. Creo que podemos llegar a algo. Pero en este momento estoy centrado en esta investigación. Llevo poco tiempo en el periódico y necesito sacar la cabeza.
—Siempre va a haber una investigación de por medio, Brian —Susan suspiró.
El teléfono móvil de Brian sonó con estrépito. Era Yaír.
Brian se abalanzó sobre el móvil como si la vida le fuera en ello, mientras Susan le lanzaba una mirada asesina.
—Tengo buenas y malas noticias —dijo Yaír—. La buena es que te he conseguido una entrevista con Tawfik Rateb. Es el Secretario General de Al-Isra en Siria.
—¡Estupendo! ¿Y la mala?
—No quieren publicidad. Han exigido que sea un encuentro privado en un lugar discreto. No les he dicho nada todavía, pero entiendo que esas condiciones son inasumibles.
A Brian comenzó a dolerle la cabeza.
—Diles que aceptamos.
—Brian, ya lo hemos hablado; acudir sin ninguna cobertura es un suicidio.
Susan observó cómo Brian discutía con su interlocutor. Parecía bastante alterado. «Que se altere todo lo que quiera» —pensó—. Aunque le había sorprendido agradablemente oír decir a Brian que le gustaba (casi había perdido toda esperanza), se sentía furiosa con él por haberse abalanzado sobre el móvil para escapar de la conversación.
Tras unos minutos, Brian colgó el teléfono, y con gesto compungido la miró mientras se mordía un labio inconscientemente.
—Lo siento en el alma, Susan —acertó a decir—. No te enfades, pero me tengo que marchar. Lo siento, de verdad —Brian la cogió de las manos, preocupado—. ¡Te lo compensaré, te lo prometo! Pero ahora me tengo que ir.
—¿Cómo dices? —Susan no salía de su asombro.
—Tengo que coger el vuelo que sale esta misma noche hacia Damasco.