7

El Honda Civic cruzó el inmenso puente que llevaba a la isla de Kent. El paisaje había cambiado. La gran megalópolis y sus suburbios habían desaparecido. Ahora abundaban pequeños pueblos adosados a la carretera, y de cuando en cuando surgían ciudades medianas rodeadas por enormes centros comerciales.

El asunto de la huida de la autopista había interrumpido momentáneamente la conversación que estaban manteniendo, pero Campbell volvió a la carga.

—Usted era una agente de nivel tres de la Agencia de Seguridad Nacional, ¿no es así? —preguntó Campbell—. Su agencia emplea a más de treinta mil personas, entre agentes, analistas y funcionarios. Tienen un bonito edificio en Maryland, página Web y alardean en las comisiones del Congreso de que nadie conoce sus secretos. Son como la CIA; una agencia enorme, dudosamente gestionada y demasiado popular. Un residuo de la guerra fría —el general hablaba con frialdad, casi como si estuviera exponiendo un informe negativo sobre una empresa en quiebra—. Pues bien, le advierto que en Orión se va a encontrar con un tipo de organización completamente diferente.

La teniente MacKree se removió en su asiento, incómoda ante la repentina franqueza de su acompañante.

—Con el debido respeto, general, no creo que deba hablar así de la NSA.

—Vaya acostumbrándose. Le recuerdo que ya no pertenece a la Agencia. Ahora trabaja para Orión. Entiéndame bien, teniente; no digo que la NSA no sea eficaz en manejar información geopolítica y en gestionar pequeños secretos —el general moderó el tono, contemporizador—. Evidentemente, tiene su papel. Y en general sale bastante bien parada en las películas de Hollywood —añadió, con malicia—. Pero Orión es diferente. Somos una agencia relativamente pequeña, y basamos toda nuestra eficacia y nuestra seguridad en que casi nadie sabe de nuestra existencia. De hecho, elegimos la isla de Kent para nuestro Cuartel General por ser un lugar discreto, apartado de Washington pero bien comunicado. Queremos pasar lo más desapercibidos posible.

—No lo entiendo —replicó MacKree—. Es imposible que una agencia gubernamental permanezca completamente oculta a la opinión pública. Realizarán informes, presentarán conclusiones… no sé, ¿cómo han conseguido que nadie del Congreso revele su existencia?

—Es muy sencillo. Ni el Congreso, ni el Senado, ni el Gobierno saben que existimos. Orión solo informa y responde ante el Presidente. En realidad, como ya le he comentado, solo nueve personas en el mundo saben que existimos: El presidente Perrie, el secretario de defensa Cravitz y el director de la Agencia de Seguridad Nacional.

La teniente MacKree lo miró, extrañada.

—¿No ha dicho nueve? —preguntó.

—Bueno, cuando dejan el cargo siguen sabiendo que existimos, de modo que hay que contar a los expresidentes, exsecretarios y exdirectores de la Agencia. Eso suma otros seis. La verdad es que aún no hemos conseguido resolver ese asunto. Y nos ha supuesto un verdadero quebradero de cabeza, se lo aseguro —Campbell suspiró, contrariado—. Como le acabo de informar, hace un año casi se descubre nuestra existencia por el incidente de la entrevista con el expresidente Stevenson. Ahora sabemos que los ex altos cargos son nuestro punto más débil. Pensamos en eliminarlos cuando dejaran sus puestos, pero me temo que levantaríamos sospechas —Campbell rió entre dientes—. Es broma.

La teniente MacKree no se rió.

—En fin, —continuó Campbell— el secretario de Defensa y el director de la Agencia de Seguridad Nacional son necesarios para garantizar la cobertura del entramado que protege nuestro anonimato. De hecho, funcionamos como el nivel seis de la NSA.

—¿Nivel seis? —contestó MacKree, extrañada— Que yo sepa, en la NSA solo hay cinco niveles. El nivel cinco corresponde al consejo de dirección y garantiza pleno acceso a toda la información.

—¿Eso cree? —Campbell sonrió—. El nivel seis es Orión. Está oculto para todo el mundo salvo para los tres que le he comentado. Y solo informa al Presidente. El cual puede, por supuesto, compartir la información que le transmitimos con quien desee. Aunque por lo general, no suelen hacerlo con casi nadie. La naturaleza de nuestras informaciones hace que se las suelan guardar para ellos mismos —puntualizó—. Por cierto, ahora que se nos ha unido, debe usted saber que todos los miembros de Orión se someten un protocolo de seguridad especial. Se fundamenta en una modificación biométrica.

—Un momento, general. Acaba de decir que la naturaleza de sus informaciones provoca…

—Que los presidentes no quieran comentarlas con nadie.

—¿Por qué? Me refiero… ¿qué tipo de asuntos tratan?

—Tratamos. Ahora está usted tan dentro como el que más —el general frunció el ceño ligeramente—. Ha entrado de un modo un poco irregular pero desde luego ha tenido un buen padrino. Otra cosa que debe saber es que dentro de Orión no hay niveles de acceso. Todo el mundo tiene acceso a toda la información, aunque… para mayor seguridad tomamos ciertas precauciones. En cuanto al tipo de asuntos… ¿Conoce usted algo del proyecto SETI?

—Lo conozco. Pero no me irá a decir ahora que han contactado con hombrecillos verdes.

—En realidad no son verdes. Y no hemos contactado con ellos. Al menos… no exactamente —Campbell se acomodó en su asiento, adoptando de nuevo esa curiosa actitud, como si se dispusiera a impartir una clase magistral en una facultad—. Como seguramente sabrá, el proyecto SETI tiene como misión la búsqueda de inteligencia extraterrestre. Utiliza el radiotelescopio Allen para rastrear y analizar señales de radio procedentes del espacio. La mayoría de las señales que se analizan son ruido, o proceden de satélites de comunicaciones de la Tierra, o son señales caóticas. Entre todas esas emisiones que recoge, el proyecto SETI busca patrones en las señales que revelen una procedencia inteligente.

—Una señal no aleatoria.

—Exacto. Su esperanza es encontrar en alguna de las señales de radio un mensaje de una civilización extraterrestre. Pero uno de los problemas que se encontraron, ya en sus inicios, fue que sus observaciones generaban una ingente cantidad de datos. Datos que debían analizar. Calcularon que con la potencia de cálculo de que disponían, revisar todos los datos que iban recogiendo les llevaría miles de años. Pues bien, en 1999, la Universidad de Berkeley ideó y puso en marcha un ambicioso sistema para analizar toda esa información. Se les ocurrió que podían trocear esas señales, recibidas pero aún no procesadas, en pequeñas partes. Y después enviarlas por Internet a cientos de miles de ordenadores domésticos dispersos por todo el planeta, de modo que las analizaran por ellos. Diseñaron un salvapantallas, que cualquier usuario doméstico de cualquier parte del mundo podía instalar en el ordenador de su casa, que se encargaba de ir recibiendo pequeñas porciones de información. Las analizaba y devolvía los resultados a Berkeley. Lo llamaron Seti@Home. Huelga decir que la idea tuvo un éxito inmediato. Por todo el planeta, cientos de miles de personas anónimas accedieron entusiastas a colaborar con el proyecto SETI ofreciendo sus ordenadores. Supongo que a la gente le atraía la posibilidad de que el trocito que analizaba su ordenador personal contuviera un mensaje extraterrestre. El caso es que de la noche a la mañana, se encontraron con una potencia de cálculo jamás vista.

—Lo recuerdo —dijo MacKree—. Yo tenía doce años. Y… he de confesar que yo también me bajé ese programa —añadió, ruborizada.

—Mucha gente lo hizo. Lo que nadie sabe es que ese programa estaba intervenido por Orión. La posibilidad de que descubrieran inteligencia extraterrestre, aunque remota, llevó a la Agencia a piratear el programa. En lugar de enviar los resultados de los análisis directamente a la Universidad de Berkeley, antes los hacía pasar por Orión. Nosotros verificábamos que fueran negativos y que no habían descubierto nada, y los dejábamos continuar hasta la universidad. A veces nos llegaban falsos positivos, que reteníamos hasta confirmar que solo eran falsas alarmas. Pero en 2001, una señal procedente de la constelación de Libra mostraba signos evidentes de ser un mensaje inteligente. Sometimos a aquella señal a todo tipo de análisis, y todos ellos llegaron a la misma conclusión: se trataba de un patrón matemático no aleatorio que portaba una información claramente organizada. No cabía duda de que aquella señal de radio contenía información de una civilización de fuera del planeta Tierra.

La teniente MacKree tenía los ojos muy abiertos. Desde pequeña había fantaseado con la posibilidad de que existieran los extraterrestres, ayudada por su rica imaginación y por las películas de Hollywood que especulaban incansablemente con las más variopintas posibilidades.

—¿Y ha… habido contacto? —preguntó, fascinada.

—¿Contacto? ¿Se refiere a un Encuentro en la Tercera Fase, o algo así? —Campbell rió—. No, me temo que no. La señal procede de un planeta situado a 150.000 años-luz. No hay ninguna posibilidad de un encuentro.

MacKree no pudo reprimir un gesto de decepción. Por un instante, se había imaginado llegar a Orión y encontrar un centro de mando poblado por alienígenas. Se reprendió a sí misma por un pensamiento tan frívolo. De todas formas, reconoció que estaba inmersa en un viaje verdaderamente iniciático. En apenas dos horas había cambiado de trabajo, hablado con el Presidente, entrado a formar parte de una agencia ultra secreta de la que nadie había oído hablar y había sido informada de la existencia de inteligencia extraterrestre. Conducía el coche con una extraña sensación de irrealidad, como si todos aquellos acontecimientos le estuvieran sucediendo a otra persona. Se preguntaba qué sería lo siguiente.

—¿Y qué revelaba su mensaje? —acertó a preguntar.

—Nos costó un tiempo interpretarlo, pero al final resultó ser bastante similar a los que solemos enviar nosotros. Básicamente, se trataba de información sobre su planeta, posición, datos químicos… ese tipo de cosas. Su forma de vida está basada en la química del carbono, como la nuestra —el general hizo un esfuerzo por recordar—. No sé… no soy un científico, no recuerdo los detalles técnicos. Lo verdaderamente sorprendente ha sido que el año pasado recibimos un segundo mensaje con algo más de información, que estamos estudiando —Campbell señaló súbitamente a la derecha—. Tiene que coger la siguiente salida. Ya casi hemos llegado.

—¿Y no… les vamos a contestar?

—La conversación tardará más de trescientos mil años, de modo que podemos esperar unos pocos cientos antes de decidir qué contestar. Además, creemos que iremos recibiendo información cada vez más detallada a medida que pasen los años. De hecho, eso mismo hace la Tierra. Cada pocos años aparece una fundación que cree que es momento de volver a enviar un mensaje al espacio. El propio programa SETI lo ha hecho en alguna ocasión. Lo envían a ciegas con la esperanza de que alguien lo recoja. Y claro, cada vez transmitimos información más elaborada.

—No lo entiendo, ¿les estamos contestando ya?

—No. Desde hace más de cincuenta años, la Tierra envía periódicamente información al espacio a través de señales de radio de alta potencia. Las dirigimos al azar con la esperanza de que alguien las reciba. El problema es que las hemos estado enviando a ciegas y a los lugares equivocados. Pero ahora en Orión sabemos a dónde hay que enviarlas. Aunque la decisión de hacerlo, y de cómo contestar, tardará.

La teniente MacKree procuró mantener la calma ante la avalancha de revelaciones, mientras luchaba contra un leve mareo que comenzaba a sentir en la boca del estómago. Por su parte, el general Campbell se sumió en un repentino silencio, que más parecía fruto de la preocupación que del cansancio. Circularon por una carretera comarcal, dejando atrás numerosos pueblos y ciudades, con sus calles comerciales y complejos de ocio.

—General, hay algo que no me ha explicado aún. ¿Cual es la naturaleza de nuestra misión actual? Me refiero… ¿por qué ha vuelto, y qué venimos a hacer?

El general salió de su ensimismamiento, y la observó con una expresión lúgubre.

—Se ha producido un acontecimiento que tenemos que controlar. El más importante al que nos hemos enfrentado jamás.

—¿Más… importante que el descubrimiento de vida extraterrestre?

—Más peligroso. El riesgo de desestabilización y su potencial destructivo es inmensamente superior. La magnitud del acontecimiento que tenemos que controlar es tal, que a su lado la existencia de inteligencia extraterrestre será una nota a pie de página en los libros de historia —replicó, preocupado—. Pero hemos llegado a Orión —el general le hizo una señal para que girara a la derecha—. Teniente, por lo visto a partir de ahora va a ser mi ayudante personal. Cuando entremos, la dejaré con el oficial de ingresos. Le realizarán unas pruebas y volveremos a reunirnos en la sala de crisis. Ahí será informada en detalle.

Las instalaciones de Orión no impresionaban lo más mínimo. Una ruinosa caseta custodiaba la entrada a un aparcamiento bastante grande. Al final del aparcamiento se podía ver un anodino edificio de oficinas, pequeño y de aspecto modesto. Y tras él, una vetusta planta industrial que parecía sacada de una serie de los años setenta.

El guardia de la caseta, una persona mayor que lucía un aspecto desaliñado, veía un concurso en una destartalada televisión en blanco y negro. Cuando el pequeño Civic alcanzó la barrera, sin dejar de mirar la televisión el guardia les informó de que no se podía pasar.

—Sargento, en estos seis meses que llevo sin venir ha conseguido que su uniforme tenga un aspecto aún más mugriento —bramó Campbell.

El guardia abrió desmesuradamente los ojos cuando vio al general, y azorado, salió precipitadamente de su caseta para levantar la rústica barrera que les impedía el paso.

—General, es un placer volver a verlo, pensaba que ya nunca aparecería por aquí —acertó a decir.

—Yo también lo pensaba. Nos dirigimos al centro de mando.

—Por supuesto. Firme aquí —el sargento le tendió un amarillento portafolios—. Ya conoce el camino.

Tras circular brevemente por el aparcamiento, aparcaron cerca del edificio principal. En su interior accedieron a una trasnochada recepción. Las paredes y el suelo eran de un mármol verduzco, y en mitad del amplio vestíbulo se veían unos anticuados sofás de plástico rojo que habían conocido tiempos mejores. Parecía la entrada de una oficina antigua, mal iluminada y con un mostrador enorme de madera oscura y gastada. Tras él, un joven de aspecto pulcro les dio la bienvenida.

—No lo esperábamos hasta la tarde, general —el joven echó una mirada llena de suspicacia a MacKree.

—Me he adelantado. Le presento a la teniente MacKree, de la Agencia de Seguridad Nacional. A partir de ahora trabajará con nosotros.

—Pero… —Comenzó a protestar el joven.

—Ya sé que no es el procedimiento habitual. Llévela a la enfermería y confirme su ingreso por el canal oficial.

Esta vez fue ella la que protestó.

—¿Cómo ha dicho? ¿Enfermería?

—Ahí le colocarán el implante biométrico. Es imprescindible que lo tenga para entrar en Orión. Y dará tiempo a que confirmen su orden de ingreso. Aunque es una mera formalidad —puntualizó—. El hecho de que esté aquí conmigo es suficiente garantía, teniendo en cuenta que nadie sabe que existimos.

A MacKree no le gustó esa repentina noticia de un implante, pero no dijo nada. Campbell desapareció con una rapidez inusitada y sin pronunciar más palabras, y de pronto la teniente se encontró a solas con el recepcionista.

Este estuvo largo rato hablando por teléfono y tecleando en un ordenador portátil. No le habló ni la llevó a ningún otro lugar. Parecía estar esperando instrucciones. La teniente tuvo tiempo de rondar por el vestíbulo y observar con más detenimiento las instalaciones. Para ser la sede de una agencia de inteligencia, era bastante pobre. Junto a la puerta, una gran planta de plástico acumulaba el polvo de los años.

Finalmente, el joven la llamó.

—Teniente, lamento la espera. Hemos confirmado su ingreso. Acompáñeme, por favor.

Se dirigieron a una puerta lateral. Era una de esas típicas puertas de madera maciza: oscura, sólida y firme. Parecía la puerta de una iglesia. El joven la abrió con unas pesadas llaves. Al otro lado de la puerta, caminaron por un pasillo blanco bastante moderno. Entraron en una sala de espera de aspecto inmaculado iluminada por neones.

—Espere aquí. El equipo médico la atenderá enseguida. Yo he de regresar a la entrada.

MacKree se quedó a solas en la sala de espera. A su pesar, se sentía inquieta. Se acercó lentamente a la pared del fondo, que estaba formada por una enorme cristalera. Al otro lado, vio con espanto un pequeño quirófano equipado completamente.