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El general John Campbell aterrizó en la base aérea de Andrews diez horas después de haberse despedido precipitadamente de su familia. Tardó bastante en convencer a su mujer. Aunque estaba acostumbrada a este tipo de repentinas marchas de su marido, había confiado en que con la jubilación todo se hubiera acabado. A cada reproche que le dirigía, con cada nuevo ruego para que no marchara, Campbell se sentía más tentado de explicarle, siquiera por encima, la naturaleza de la crisis. Pero su formación militar y sus largos años en la gestión de secretos le ayudaron a no revelarle nada a su cada vez más asustada esposa.

—Créeme, cariño, que esta situación es la más crítica de cuantas nos hemos enfrentado. Sabes que no me iría si no fuera una verdadera emergencia.

Su mujer lo observaba con un gesto de aprensión.

—John, me estás asustando.

—Lo siento —John la cogió sus manos con dulzura, acercándola a él—. No te preocupes. No corréis ningún peligro, y yo no voy a pasar por ninguno tampoco. Pero me tengo que marchar.

Las siguientes horas las pasó de camino a Fort Bradbrey, que albergaba el aeropuerto militar más cercano. Un Hércules C-130 volaba expresamente hacia allí para recogerlo y llevarlo hasta Washington.

En la instalación militar de Montana nadie sabía nada. Tan solo habían recibido órdenes de recoger al general Campbell y embarcarlo en la aeronave que en esos momentos se dirigía hacia allí. John esperaba que el coronel al mando del cuartel pudiera ampliarle alguna información, pero apenas pudo sacar de aquel hombre la hora de llegada de su vuelo. Era evidente que no sabía lo que estaba pasando, con lo que además de no recibir información, tuvo que aguantar las quejas del coronel acerca de la escasa consideración con que lo trataban.

No tuvo mucha más suerte a bordo del Hércules. Los pilotos tampoco tenían más información que sus órdenes de llevarlo a Washington inmediatamente. Frustrado y cansado, pasó la mayor parte del vuelo dándole vueltas a la poca información de la que disponía, preguntándose por las posibles medidas que había que tomar y preparando una línea de acción. Pero sus planes y pensamientos chocaban siempre con el problema de que tan solo contaba con la escasa información que le había transmitido el presidente en su breve conversación de la tarde. Finalmente, agotado, no tuvo más remedio que intentar dormir en un incómodo asiento militar.

Cuando el avión aterrizó en Washington aún no había despuntado el alba. Un equipo del Servicio Secreto lo esperaba en la pista del aeropuerto. Lo dirigía una joven militar, que se acercó velozmente a los pies de la escalerilla.

—¿General Campbell? Soy la teniente MacKree, tenemos órdenes de llevarlo a la Casa Blanca.

—Un momento, muchacha. ¿A la Casa Blanca? —Campbell parecía molesto—. ¿Y vamos a ir en ese coche que tienen ahí? —señaló un enorme vehículo militar que estaba junto a ellos—. Discúlpeme, agente, pero no pienso ir a la Casa Blanca. Lléveme al centro de mando de Orión.

—¿A dónde? —la teniente lo miraba con expresión asombrada. No estaba acostumbrada a que los VIPs le dijeran cómo y dónde ir. Se suponía que eso lo marcaban ellos—. Señor, no sé qué es eso de Orión, pero tengo órdenes del Presidente de acompañarlo a la Casa Blanca. Y eso es lo que voy a hacer.

Campbell la miró de nuevo, con un repentino gesto de asombro.

—¿Pero quién demonios es usted? —le espetó—. Maldita sea, no me puedo creer que me hayan enviado a un ciego —el general se rascó la frente, preocupado—. Perdóneme, señorita, pero no tiene ni idea de lo que está pasando, ni está al corriente de mi misión, de modo que escúcheme bien: No pienso ir a la Casa Blanca. Tráigame uno de esos teléfonos codificados y póngame con el Presidente.

La teniente estaba atónita.

—General, no… no puedo hacer eso. Tengo órdenes. Además, no tengo autoridad para contactar con el Presidente. No creo que pudiera llegar ni al subsecretario de Defensa.

—Inténtelo. Si lo desea, dígales que no consigue retenerme y que la he amenazado con volverme a Montana. Lo cual bien podría ser cierto —Campbell inició el regreso al avión—. Cuando lo tenga, avíseme.

Veinte minutos más tarde, el general escuchaba nuevamente la voz metálica del Presidente Perrie.

—Jack, ¿es que te has vuelto loco? No puedes ir por ahí hablando de Orión al primero que pasa.

—Maldita sea, no he previsto que me ibais a mandar a un agente desinformado. Además, ayer acordamos que me encargaría de la situación a través de la agencia, ¿no? ¿Para qué demonios quieres que vaya a la Casa Blanca?

—Para hablar conmigo. Joder, tenemos que acordar la línea de acción a seguir. Y quiero tu opinión en otra cuestión.

—Es demasiado arriesgado. Desde lo del Post, soy una persona conocida. No quiero arriesgarme a que alguien me vea en Washington, y mucho menos en la Casa Blanca. Ya sabes como es esto, Don: aquí nadie parece tener nada mejor que hacer que filtrar información y reunirse con periodistas. En cuanto el primer senador, funcionario, policía o miembro de tu administración me pusiera la vista encima, no pasarían ni veinticuatro horas antes de que lo supiera la mitad de la prensa de Washington. Y atraeríamos de nuevo todos los focos —Campbell suspiró—. Estoy quemado, Don.

—Sinceramente, Jack, creo que estás exagerando. Han pasado ya seis meses desde aquello. Además, no creo que nadie se hubiera dado cuenta; había orden de traerte discretamente.

—Si, ya he visto el vehículo tan discreto que han enviado para recogerme. Parece un tanque. Solo me hubiera faltado pasearme por la Avenida Liberty con una escolta de Hummers para que la mitad de los periodistas de la ciudad explotaran de emoción y comenzaran a estrujar a tu gabinete y a atar cabos. Yo también quiero hablar contigo, Don, pero tendremos que hacerlo por teléfono.

El presidente suspiró, resignado.

—De acuerdo, lo haremos a tu modo. Vete a tu querida agencia. El coronel Pyrik es quien ha estado al mando hasta ahora, que te informe. Pero luego quiero hablar contigo. Y llévate a la teniente que ha ido a recogerte. Al fin y al cabo, ya se ha enterado de Orión, gracias a ti. Así que ahora la tomas bajo tu responsabilidad. Será tu ayudante.

Campbell ahogó una palabrota.

—¿Qué? No me jodas, Don. ¡Si no sé ni quién es! Y si no estaba informada, será un estorbo más que una ayuda…

—Haberlo pensado antes de hablarle de Orión —le cortó el presidente—. Pero no te preocupes. Era de la Agencia de Seguridad Nacional, una NSA 3; en realidad pedí expresamente que fuera ella la que te recogiera. Y mira por dónde, le has regalado un ascenso de repente. Enséñale el cotarro, a ver lo que da de sí.

—Mierda —susurró Campbell entre dientes.

El honda Civic de alquiler apenas alcanzaba los 70 Km/h. Campbell había insistido en cambiar de coche y en despachar al resto de los agentes. Pese a las protestas de la teniente, el general se había mostrado inflexible. Ahora MacKree echaba en falta los 200 caballos que le proporcionaba el todoterreno del gobierno en el que había venido. En su lugar conducía un minúsculo utilitario eléctrico de color verde y aspecto anodino.

Circulaban lentamente por el carril derecho de la autopista interestatal, una enorme vía de comunicaciones que conectaba la capital del país con Filadelfia y Nueva York. Campbell no había querido decirle el destino al que se dirigían, y se limitaba a darle instrucciones puntuales cada vez que había que cambiar de carretera.

MacKree aún estaba impresionada por el giro de los acontecimientos. Lo que parecía una rutinaria tarea de escolta había desembocado en una surrealista conversación telefónica con el Presidente de los Estados Unidos. En apenas unos segundos, el Presidente le informó de que cambiaba de misión y pasaba a estar a las órdenes del general Campbell. Y de una agencia de la que jamás había oído hablar: Orión.

Aunque ardía en deseos de realizar todo tipo de preguntas, la teniente MacKree conducía en silencio. Hacía varios años que había aprendido que permanecer en silencio era una buena política cuando entraba a formar parte de un nuevo equipo. La confianza no se gana siendo indiscreta, ni pretendiendo saberlo todo apenas se pisa un nuevo destino. A los jefes les gusta saber que mantienen el control de la situación, pero más pronto que tarde acaban confiando en ella y encargándole las misiones más delicadas.

Claro que esta se llevaba la palma.

—Esta es la última salida hacia Washington; ¿está seguro de que no quiere ir a la Casa Blanca? —la teniente no entendía como podía rechazarse una convocatoria así.

—Absolutamente —el general, que viajaba en el asiento del copiloto, comenzó a mirar a la teniente MacKree con renovado interés. Aún estaba molesto por tener que cargar con ella, pero se dijo que cuanto antes la pusiera al corriente, mejor.

—Teniente, usted trabajaba en la Agencia de Seguridad Nacional, me imagino que conocerá las circunstancias relacionadas con mi temprana jubilación, ¿no es así?

—Por encima —respondió MacKree con cautela—. Algo relacionado con una periodista, ¿no?

—Más bien con un periódico. Y ahora que forma parte de Orión, será mejor que empiece a conocer el por qué de las cosas —Campbell se giró hacia ella, acomodándose en el asiento y adoptando una actitud profesoral—. Verá, hace siete meses, una periodista del Post, empleando malas artes y aprovechándose de la avanzada edad del expresidente Stevenson, accedió a una información altamente sensible. Había solicitado una entrevista con el expresidente en su casa familiar de Dulles. Se suponía que era un reportaje para resaltar su valor humano y para mostrar su dignidad ante la grave enfermedad neurológica que padecía. En lugar de eso, se las arregló para realizar una agresiva entrevista política y sonsacar al pobre Bill información reservada. Aunque no llegó a enterarse directamente de la existencia de Orión, sí que consiguió que el expresidente le hablara de mí.

Afortunadamente, Stevenson se comunicaba con dificultad; las pocas frases que conseguía articular solían ser divagaciones entrecortadas. Pero al parecer, la periodista entendió lo suficiente como para publicar insinuaciones más o menos veladas sobre la existencia de una oscura agencia gubernamental al margen del control de las cámaras. Y de que yo era su máximo responsable.

—Lo recuerdo, señor. De hecho, si no me falla la memoria, pasó por una investigación del Congreso, y el caso fue sobreseído.

—Cierto. El problema es que yo había perdido ya el anonimato. El Congreso liquidó el caso, pero la acusación dejó un poso de desconfianza hacia mi persona. Y aunque fueron derrotados, muchos congresistas votaron a favor de una investigación exhaustiva de mis actividades. A partir de entonces, todos mis pasos eran examinados minuciosamente por un ejército de periodistas ansiosos por confirmar las acusaciones del Post. Allá donde iba, la gente me reconocía y pesaba sobre mí la sombra permanente de la sospecha.

—Lamento lo ocurrido, señor. Es una vergüenza que unas acusaciones sin fundamento acaben con la carrera de alguien.

—Ese es el problema —respondió Campbell sonriendo—. Que tenían todo el fundamento del mundo. La agencia existía y yo era su máximo responsable. Al final llegamos a un arreglo con el Post. Les hicimos ver que estábamos dispuestos a defendernos agresivamente si continuaban hostigando, pero que aceptaríamos una retirada por ambas partes. Es decir, ellos dejaban de hurgar en el asunto y yo desaparecía de la vida pública. Costó que lo aceptaran, pues el propio interés que demostrábamos por tapar el asunto les indicaba que había algo que ocultar, pero comprendieron que nosotros también podíamos jugar sucio y destapar sus numerosas maniobras antiéticas y sus chanchullos. Investigaron un poco más y cuando vieron que no conseguían ningún tipo de información adicional que apoyara sus acusaciones, decidieron cesar en su circo mediático y aceptar el acuerdo —el general miraba al horizonte, como ensimismado—. Así es como tuve que dejar Orión. Y por eso no puedo dejarme ver por Washington.

—Orión… ¿Esa es la agencia que dirigía? Nunca había oído hablar de ella.

—Muy pocos la conocen. De hecho, exceptuando a sus miembros, solo nueve personas en todo el mundo saben de su existencia.

Una densa columna de humo negro apareció en la autopista, interrumpiendo la conversación.

—¿Qué es eso que hay al fondo? —preguntó el general señalando el humo.

—Parece que ha habido un accidente. Mire, está lleno de coches de policía. Creo que es un control.

A medio kilómetro, en el carril izquierdo de la autopista se veía un amasijo de hierros retorcidos. Dos coches de la policía habían impactado en un tercer vehículo, que había volcado y estaba cruzado en mitad del carril, bloqueando parcialmente el camino y formando una enorme caravana de coches en circulación lenta.

—No es un control —dijo Campbell—, debe de haber habido un accidente, o una persecución. Mierda; mire allí al fondo, a la derecha.

Un grupo de tres furgonetas de televisión estaban apostadas en el arcén. Habían desplegado sus parabólicas y se veía el resplandor de los focos que los equipos ENG de noticias usaban en las conexiones en directo. Alrededor de los coches de policía se arremolinaba un ejército de cámaras, y al menos cuatro mujeres de aspecto clónico se paseaban por la zona, micrófono en mano. Un helicóptero de la CNN sobrevolaba el lugar, realizando continuas pasadas con su cámara Wescam.

Campbell soltó un exabrupto.

—Mierda, lo que nos faltaba; que me pesquen en plena conexión en directo. Campbell agudizó la vista. —Joder, aquella es Katty Sullivan, del Canal Seis. Una arpía de mucho cuidado…

—General, viaja en un coche particular y ni siquiera nos dirigimos a Washington. Que yo sepa, aún conserva su derecho de andar libremente por donde quiera. No estamos en la Casa Blanca.

—No se lo van a tragar —Campbell negaba con la cabeza, con gesto preocupado—. Sospecharán. Y hasta es posible que ese maldito helicóptero nos siga a ver a dónde vamos. Usted no conoce al Canal Seis.

Con un repentino volantazo, el Honda Civic giró bruscamente y atravesó un pequeño arcén, comenzando a dar saltos por la hierba que separaba la autopista del carril auxiliar de salida. Cogido de improviso, el general rebotó contra la puerta del vehículo antes de agarrarse al asidero. Un coro de bocinas protestó por la extraña maniobra. Pese a ello, un par de coches los imitaron, invadiendo tras ellos el mismo arcén y dando tumbos por la hierba peraltada. La idea de saltarse el embotellamiento era demasiado atractiva. Tras llegar a la vía de salida, sus compañeros de fuga los saludaron, en la típica actitud de camaradería y complicidad de quien sabe que ha realizado una brillante jugada.

—Maldita sea, teniente, ¿cómo se le ocurre…?

El general se palpó la cabeza, que se había golpeado con la ventanilla durante la maniobra. Tenía sangre.

—Lo lamento, señor, pero después de lo que me ha contado, he interpretado que era la mejor opción. El grupo de coches que nos ha seguido nos ha proporcionado una buena cobertura. Creo ahí delante nadie se ha fijado en nosotros.

—No se disculpe —respondió, repuesto de la sorpresa—. De hecho, ha hecho usted bien. Pero por el amor de Dios, avíseme la próxima vez —añadió, soltando una carcajada—. ¡Hay que ver! Ellen MacKree, creo que podría darle clases de conducir a mi hijo.

Campbell miró hacia atrás, hacia las furgonetas de televisión y sus cámaras, que se alejaban en la distancia, ajenas a su movimiento. El Civic continuó circulando, esta vez por una pequeña carretera comarcal.

—Gracias, señor.

—Por cierto, nos dirigimos a la isla de Kent. Procure llegar sin retorcerme en esta lata.

—¿Es ahí donde está Orión?

—Así es —el general sonrió, absorto por un momento en desconocidos pensamientos—. Recuerdo el día en que me informaron por primera vez de su existencia y me llevaron a su Cuartel General. Es algo que no olvidaré mientras viva —Campbell miró a la teniente—. Señorita MacKree, prepárese para lo que le voy a contar.