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Abdel Alí sale de casa al alba. Quiere pasar por el mercado, que tan buenos recuerdos le trae. De pequeño disfrutaba acompañando a su madre en la compra diaria, y contemplando los coloridos puestos de verduras y hortalizas. Su madre le enseñaba los productos de los aldeanos y éstos le regalaban caramelos y dátiles. En ese mercado había aprendido a contar, y fue precisamente ahí donde conoció a la mujer que se convertiría en su esposa.

Abdel sale temprano porque de un tiempo a esta parte hay escasez de alimentos, y sabe que para las once de la mañana ya se ha vendido todo. Y no quiere llegar tarde. Quiere comprar unas peras confitadas y quiere comérselas tranquilamente mientras contempla el ajetreo de la plaza, con sus mujeres enérgicas y briosas. Y con sus atareados comerciantes, compitiendo a voz en grito por atraer con inocentes halagos a las compradoras. Con el palpitar de actividad frenética. En ese corto espacio de tiempo, por la mañana temprano en el mercado, es cuando Abdel se siente más vivo, siente revivir sus recuerdos y sus triunfos, su vida y sus ilusiones.

Decide entrar en la Ciudad Vieja por la puerta de Damasco. Camina meditabundo entre callejuelas estrechas, entre casas destartaladas de sillares de piedra. Edificios deshechos y reconstruidos mil veces a lo largo de la torturada historia de su ciudad natal, su pobre Jerusalén. Los callejones, angostos, asfixian la luz del sol y serpentean entrecruzándose por media ciudad formando un laberinto de cruces imposibles. Las casas envejecidas acumulan el paso del tiempo sobre sus deshechos pilares.

Finalmente, el resplandor de la plaza se adivina al final de una oscura calle. Abdel llega al mercado. Mucho ha cambiado, piensa melancólico mientras intenta combatir su añoranza. En realidad ya sabía lo que se iba a encontrar. Numerosos puestos están cerrados. Otros ni siquiera existen ya, y dejan ver en la pequeña plaza enormes huecos vacíos, como miembros amputados a un cuerpo moribundo.

La gente que se agolpa en los tenderetes restantes se mueve deprisa. Las mujeres regatean y amagan con retirarse de la compra mil veces, mientras los vendedores fingen una indignación escasamente sentida por los bajos precios que les proponen. Cada puesto es un toma y daca. Los niños corretean y las madres los llaman entre gritos. La plaza bulle de actividad, pero por más que lo intenta, Abdel ya no ve ninguna cara amiga. No reconoce a nadie, y nadie lo reconoce a él. Compra la fruta pero no desea contemplar más el mercado. Ese no es su mercado.

Ha cambiado.

Quizás sea él quien haya cambiado. Deja atrás una vida truncada, rota por la guerra, por las persecuciones, por la destrucción y por el odio. Sin trabajo, sin orgullo y sin esperanza. En la madrasa le enseñaron a temer a Dios, a ayudar al prójimo y a combatir al enemigo.

Junto a la puerta de Herodes toma un autobús, y mientras se aleja de la ciudad, sus últimos pensamientos son para su mujer, Fátima. Muerta por las bombas enemigas, aún recuerda la desesperación, el llanto, el dolor y la sensación de irrealidad de aquel momento. Aún recuerda el cuerpo desmembrado de su esposa, húmedo y caliente entre sus brazos. Y cómo su vida se le escapaba entre las manos.

Piensa con satisfacción que por fin Alá le ha permitido probar su fe con el sacrificio definitivo. Hoy es el día en que se reencontrará con su mujer en el Jannat, colmado de bendiciones. No más sufrimiento, dudas ni lágrimas. Ha elegido la senda de los mártires, tantas veces transitada por muchos de sus hermanos de armas, y que supone la única oportunidad para la liberación de su pueblo y de sus gentes.

Por fin, el autobús lo deja en la entrada del complejo. Ahora tan solo tiene que pasar el puesto de control y llegar hasta el edificio correcto. Sabe que es improbable que lo retengan ni que lo cacheen. A diario entran miles de técnicos al recinto del complejo, y los soldados apenas tienen ocasión de echar un fugaz vistazo a cada uno.

En la fila de acceso, repasa de memoria los versos coránicos, que tantas veces recitara en la Madrasa: "¡Siervos míos! ¡No tenéis que temer hoy! ¡Y no estéis tristes! Los que creísteis en nuestros signos y os sometisteis a Allah, ¡entrad en el Jardín junto con vuestras esposas, para ser regocijados! Se harán circular entre ellos platos de oro y copas. Allí se les ataviará con brazaletes de oro y con perlas, allí vestirán de seda”. Abdel siente cómo con estas palabras se eleva su espíritu.

Un joven soldado israelí con gafas lo hace pasar. Avanzan juntos apenas unos metros, los suficientes para entrar en uno de los puestos de control. El soldado lo mira con desgana.

—Su credencial, por favor.

Es el momento crítico.

Abdel le entrega el documento. Sabe que la falsificación no aguantaría un examen detenido, pero cuenta con que los guardias apenas los revisan. Por sus manos pasan diariamente cientos de documentos en apenas unos minutos, y prácticamente se limitan a comprobar que cada persona tiene un documento. El soldado lo mira brevemente y le deja continuar, indicando al siguiente de la fila que pase. Aliviado, Abdel se dirige a la puerta de salida. Ha sido fácil.

Una voz a su espalda lo llama por sorpresa.

—Perdón, señor, ¿puede venir un momento? —el joven soldado se dirige hacia él, con el ceño ligeramente fruncido.

Abdel siente cómo su corazón se desboca. Lentamente, se acerca al soldado. Quizás quiera decirle algo. Alguna norma.

—¿Me puede mostrar su credencial de nuevo, por favor?

Abdel se la tiende con un sentimiento de pánico creciente.

El soldado la examina de nuevo, esta vez minuciosamente, y comienza a aflorar en su rostro una expresión de preocupación. Lo mira a él, y luego al documento, y luego de nuevo a él.

—Acompáñeme un momento, por favor.

Abdel ve de reojo que el joven soldado hace el gesto de coger el fusil que tiene colgado del hombro.

«Se acabó» —piensa—. Me han descubierto.

En un arranque de determinación, empuja al joven soldado y abre de par en par su chaqueta, desvelando el chaleco de explosivos que cubre su pecho. Desesperado, su objetivo es localizar el botón del detonador, que lleva protegido para evitar una explosión accidental. Ahora su única obsesión es presionarlo. Sus dedos encuentran el pulsador, y con la satisfacción triunfal de quien sabe que está cumpliendo la voluntad de Dios, al grito ¡Allah Agbar! detona los treinta kilos de Cloratita que lleva consigo. Su última visión es la cara de su enemigo, y la expresión aterrorizada del joven soldado, sabedor de que va a morir en ese instante.

La explosión es devastadora.

El puesto de control salta por los aires envuelto en una enorme bola de fuego. La muchedumbre que esperaba para entrar huye aterrorizada, acosada por una lluvia de escombros y miembros despedazados, que caen sobre el gentío como proyectiles del infierno.

—Tu padre es un héroe, joven Habib. Deberías sentirte orgulloso —dijo un hombre con barba, ataviado con la toga marrón característica de los clérigos—. Hoy nos ha mostrado a todos el poder de Allah. Se ha convertido en espada vengadora, y ahora es uno de los elegidos en el paraíso.

El joven que estaba frente a él asintió, henchido de orgullo. Era la primera vez que asistía a una reunión de Muyahidín y estaba un poco nervioso. Lo habían convocado en una casa destartalada, en el barrio este de Jerusalén. No le había sido difícil llegar hasta allí. Pese a los controles, él conocía perfectamente la ciudad y sus atajos.

Se habían reunido en una amplia y oscura sala que ocupaba todo el sótano, casi una catacumba, y asistían más de treinta personas.

Todos varones.

Habib había sido invitado por fin a una reunión, puesto que era tradición que los hijos ocuparan el lugar de los padres y continuaran sus acciones. Y pese a que estaba en el lugar al que tantas veces había soñado llegar, se encontraba tenso e intranquilo.

La figura de Mukhtar al Din imponía. Era uno de los representantes más admirados de todo el movimiento de liberación palestino. Tenía una trayectoria de más de cuarenta años como combatiente, y su ferocidad y determinación frente al enemigo habían hecho de él una leyenda viva. Su turbante negro y su sotana marrón lo revelaban como descendiente directo de Mahoma y firme autoridad religiosa.

Pese a ser un hombre santo, también se habían hecho famosos sus frecuentes arranques de cólera y su mal humor. Sus hombres lo disculpaban argumentando que estaba sometido a una enorme presión, puesto que era el pilar fundamental en que se sustentaba la yihad palestina, y la única referencia a la que todo el mundo solicitaba consejo o dirección. Él solo aglutinaba con su enorme ascendencia las distintas facciones armadas del movimiento de liberación Al-Isra.

Pero Habib se sentía especialmente impresionado por la presencia física de Mukhtar. En su juventud, cuando aún era un combatiente desconocido, una explosión provocada por una acción mal coordinada le había hecho perder el ojo derecho. En su lugar se podía ver la cuenca del ojo vacía, formando una cicatriz mal cerrada que convertía al líder de Al-Isra en alguien imponente a los ojos de un joven e inexperto muyahidín como Habib.

Al perder el ojo, su rostro quedó desfigurado y fácilmente reconocible, lo que obligó a Mukhtar a pasar a una segunda línea. Marchó a Irán, y durante varios años estudió en una de sus madrasas más reputadas, revelándose como un líder religioso nato por su capacidad de movilizar a la gente con arengas antisionistas. Pasó también por Siria, donde ayudó a fundar el movimiento Al-Isra junto a otros activistas comprometidos. Fue entonces cuando decidió regresar a Palestina y dirigir desde la clandestinidad las operaciones militares de liberación, convirtiéndose en poco tiempo en uno de los líderes espirituales y militares de las numerosas y dispersas facciones del Jihadismo Palestino.

El suelo de tierra de la enorme sala subterránea atenuaba el bullicio de las conversaciones entremezcladas de los asistentes. En la penumbra, los hombres discutían la acción de aquella mañana. Todos conocían el inesperado resultado, y se dividían entre quienes lo percibían como un éxito más y quienes se sentían decepcionados por su escaso alcance. Cuando Mukhtar se levantó lentamente para tomar la palabra, la sala quedó sumida en un respetuoso silencio. Las conversaciones cesaron, y toda la atención de los presentes se dirigió hacia su líder, que parecía de mal humor.

—Hermanos musulmanes, hoy hemos dado un gran paso. Hemos atacado al corazón del enemigo. La reacción de miedo y temor entre los cruzados y sionistas debe llenarnos de satisfacción, y nos revela que estamos en el buen camino. Saben de nuestro poder. Y de nuestra determinación. Pero tenemos que golpear con más dureza. Tenemos que ser más audaces.

Mukhtar hablaba con parsimonia, como si estuviera enseñando en una escuela coránica. Había aprendido que hablar con un tono pausado reforzaba la solidez del discurso, y los hombres solían escucharle como alumnos hipnotizados ante su clarividencia.

—Aunque ello suponga correr más riesgos —añadió, con preocupación.

Uno de los asistentes tomó la palabra.

—Hermano Mukhtar, que Allah te guarde. Sabes que cuentas con mi apoyo y con mi vida para cumplir los designios del Todopoderoso. Pero no entiendo por qué debemos atacar una instalación de investigación científica que no tiene ningún valor. ¿No deberíamos centrarnos en las estructuras de opresión? El ejército invasor, que tanto dolor nos produce; sus cuarteles militares, el aparato político sionista, el centro de mando de la coalición extranjera… ¿No son esos los objetivos más valiosos que destruir?

Un murmullo de asentimiento recorrió toda la sala. Mukhtar observó con desagrado cómo su círculo más cercano ponía objeciones a sus directrices, aunque fuera de un modo tan leve. Notó cómo la cólera empezaba a ascenderle por las venas.

—¿Quién eres tú para discutir mis decisiones? ¿Qué sabes tú de nuestra situación, de los peligros a los que nos enfrentamos? No sabes nada. ¡No eres nadie! ¡No conoces la voluntad de Allah! —Bramó Mukhtar, cuyo rostro, visiblemente irritado, comenzaba a dar signos de una inminente explosión de furia.

El hombre que había cuestionado los objetivos se sentó inmediatamente.

—No era mi intención cuestionarte —acertó a decir, visiblemente avergonzado—. Sabes… sabéis todos que estoy listo para derramar hasta la última gota de mi sangre por cumplir la voluntad de Allah y por combatir a los enemigos que nos humillan.

Mukhtar al Din se relajó.

—Hermano Yusuf, hermanos musulmanes, perdonad mi mal humor —suspiró—. Habéis de saber que la situación es mucho más grave de lo que pensábamos —el líder comenzó a moverse entre los asistentes, dirigiéndose a cada uno de ellos—. Hace tres semanas tuve una reunión con Tawfik Rateb. Todos lo conocemos y lo respetamos. Está asumiendo enormes riesgos al frente de nuestro partido, siendo la cara visible de nuestra organización. El mes pasado me entregó una revelación de vital importancia. No me dijo de dónde la había obtenido ni quiero saberlo. Como sabéis, es especialmente hábil en obtener información de la estructura política de nuestros enemigos. Según sus noticias, el enemigo sionista y los gobiernos extranjeros están a punto de culminar un proyecto de investigación militar al que llaman Iova. Se trata del desarrollo de una nueva tecnología armamentística de enorme alcance.

Mukhtar, que había pronunciado las últimas palabras lenta y dramáticamente, hizo una pausa, dejando tiempo para que calaran entre sus hombres, que comenzaban a revolverse inquietos en sus asientos.

—Si, hermanos, están construyendo un arma de enorme capacidad destructiva, que tendrá efectos devastadores. Ignoramos de qué se trata, pero sabemos que están utilizando investigaciones en física de materiales y sistemas láser de altas energías.

Mukhtar sabía que apenas ninguno de sus muyahidín había entendido esta última parte. Le gustaba emplear términos científicos, ya que le permitían aparecer ante sus hombres como alguien de inteligencia superior que manejaba verdades inaccesibles.

—Además, están forzando los plazos desarrollo y estarán en disposición de disponer de ella en pocas semanas, si es que no la han conseguido ya. Y creedme cuando os digo que no dudarán en utilizarla contra nuestro pueblo.

La sala se había quedado en completo silencio. Los Muyahidín, que habitualmente interrumpían y comentaban entre sí los discursos, habían enmudecido.

—Cuando nos hayan eliminado —continuó Mukhtar, que había atrapado completamente la atención de la sala—, habrá caído la única oposición que tienen a sus planes genocidas. Y entonces nuestro pueblo estará indefenso. Usarán su nueva tecnología para eliminar a nuestros hermanos. Pero su ambición no se detendrá ahí. Todo el Islam está amenazado, puesto que su locura asesina se dirigirá después hacia nuestras naciones hermanas. Tras Palestina caerán Irán, Siria y Arabia. Una tras otra las naciones islámicas sucumbirán ante la nueva arma de los cruzados. Y Allah desaparecerá de la mente de los hombres.

Mukhtar se detuvo un momento y comprobó satisfecho el efecto que había conseguido en sus compañeros. Una vez más, había aparecido como el revelador de grandes noticias, la figura salvadora que domina la situación y sabe lo que hay que hacer. Ahora se disponía a dar el golpe de gracia.

—Esa arma se está desarrollando en el complejo que hemos atacado esta mañana. Y no hemos conseguido destruirla.