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La bocina señaló con su estruendo el final del tercer cuarto. El equipo local, los Washington Wizards, perdían por doce puntos a falta del último cuarto, y el Verizon Center era un hervidero de estruendos, sudor y ánimos encendidos.

Un ejército de camareros salió de la nada y comenzó a desfilar por las escaleras del graderío, vendiendo a voz en grito sus bebidas, atentos a la más leve indicación de los asistentes. El aire retenía y concentraba un olor penetrante, fruto del sudor y del calor que destilaban quince mil espectadores cabreados, semi borrachos y ahítos de perritos calientes y palomitas grasientas.

Un señor bajito de tripa rechoncha gritaba hasta desgañitarse, indignado por la nefasta actuación arbitral. Aunque hacía grandes aspavientos con las manos y la piel de su rostro había adquirido un consistente color rojizo, su voz apenas resultaba audible en el estrépito.

Aquel señor era una víctima más del cambio radical que habían sufrido los ciudadanos corrientes que poblaban las gradas. Padres, empleados, consultores de modales exquisitos y hasta políticos acostumbrados a la sonrisa y al temple se habían transformado como por arte de magia en bárbaros especímenes de actitud irracional y conducta agresiva. Se sofocaban, gritaban, insultaban y mostraban una conducta gregaria característica de sociedades tribales. Todo valía en defensa de la tribu. Y no importan razones, sentimientos ni modales en atacar al contrario hasta destruirlo, siempre que la masa ignorante de compañeros de bandera aplauda y jalee los ataques.

El señor de la tripa se sentó, gritando aún hirientes comentarios y amargas quejas a quien quisiera escucharlo.

A su lado, un hombre joven, casi de mediana edad, se le unió al coro de reproches. Pese a los gritos, aún mantenía cierto decoro y compostura, seguramente preocupado por no parecer demasiado exaltado ante la joven mujer que lo acompañaba.

Ella hervía de rabia por los puntos robados. Pero sobre todo se preguntaba por Brian Wilson, que era como se llamaba su acompañante. La había invitado al partido y habían salido ya un par de veces. La joven confiaba en que su relación pudiera consolidarse.

En realidad tan solo habían salido una vez, pero ella aceptaba quedarse con su perro en las numerosas ocasiones en que Brian salía de viaje, y eso debía contar como, al menos, un par de citas. Al fin y al cabo, hablaban mucho en presencia del animal, y Susan Sullivan creía percibir cierto feeling en sus conversaciones.

Brian era atractivo, seguro de sí mismo y tenía la capacidad de resultar encantador cuando se lo proponía. Claro que por otra parte, Susan odiaba cuando se ponía distante y adoptaba esa pose de cinismo, esa actitud desapegada y distante de quien no desea que nadie perfore el espeso caparazón con el que se protege.

En el trabajo, Brian se mostraba cortés y exclusivamente profesional en el trato. No se veían demasiado, puesto que, aunque trabajaban en el mismo periódico, ella lo hacía en el departamento de documentación y grafismo y él se movía en la calle, buscando rematar alguno de los reportajes de investigación en los que siempre estaba trabajando. No era mal periodista, hasta podría decirse que era uno de los mejores, si no fuera por su tendencia a saltarse las normas, a ir por libre y a elegir amistades de dudosa reputación.

La bocina que anunciaba el último cuarto resonó en todo el recinto, fugazmente calmado tras el descanso, pero ávido de arremeter de nuevo contra los árbitros, contra el equipo contrario, contra el entrenador del adversario y contra las madres de todos ellos.

Si algún partido de baloncesto mereció el calificativo de grandioso, fue aquel Washington Wizards – Boston Celtics. Tras una agonía de tres cuartos, en los últimos quince minutos el equipo local consiguió un parcial de 14-1, llevándose el partido y la victoria en una última canasta de tres puntos sobre la bocina. Por primera vez, el todopoderoso Boston Celtics doblaba la rodilla en los playoffs a manos del humilde equipo capitolino. El estadio se vino abajo, y la gente celebraba el inesperado triunfo con gritos renovados y con la fuerza destructiva que otorga la oportunidad de la venganza. El señor bajito parecía haber enloquecido, y más que celebrar su éxito voceaba hirientes comentarios al equipo caído.

El entusiasmo por la victoria llevó a Brian a sugerir una cena a solas en el Lucio’s, un afamado —y costoso— restaurante, visitado a menudo por congresistas, senadores y demás gente del mundillo de la política, desde ejecutivos de lobbys llegados a la capital hasta corresponsales y periodistas especializados en los asuntos de Washington.

No les costó demasiado conseguir una mesa. Aunque no tenían reserva y había una cola notable, Brian era un cliente habitual y tenía buenas relaciones con el maître, al que mantenía contento con discretas propinas y abundantes halagos.

En Washington abundan personajillos y altos funcionarios que se creen superiores al resto de los mortales y que acostumbran a tratar con menosprecio a camareros y a sumilleres. De modo que éstos suelen reaccionar muy bien a la política de la zanahoria. En realidad disfrutan con la ocasión de vengarse de los pequeños tiranos otorgando buenas mesas a sus amigos y haciéndoles saltar las colas.

—Señor Wilson, siempre es un placer verle.

—Buenas noches, Louis —saludó Brian—. He invitado a esta encantadora señorita a cenar, y me he dicho… ¡que mejor lugar que el Lucio’s! Ambiente agradable y un trato exquisito. Y la cocina no quema la carne —continuó, sonriendo, mientras un modesto billete cambiaba discretamente de manos—. Pero veo que estás a tope.

El maître simuló mirar en el atril de reservas, para sonreírles, elevando la voz.

—Si, una reserva telefónica. Mesa para dos. Acompáñenme, por favor.

El Lucio’s, toda una institución en la ciudad, se caracterizaba por una decoración sobria a modo de imitación de club inglés: paredes empaneladas de madera oscura, moqueta granate y ambientación tenue. Quizás por eso era el preferido por los congresistas, que encontraban en ese entorno discreto y acogedor el escenario perfecto para sus conversaciones conspiratorias y sus arreglos políticos fuera del congreso.

Sin embargo, atento a una clientela algo más popular que el restaurante, el bar había camuflado para la ocasión su sobrio aspecto. Los señoriales cuadros estaban tapados con camisetas de los Wizards, del techo colgaban carteles vistosos anunciando el partido y las camareras lucían atuendos deportivos.

La barra estaba abarrotada y se respiraba un intenso jolgorio, fruto del exceso de cerveza y de la enorme pantalla que repetía machaconamente las mejores jugadas.

El maître condujo a Brian y a Susan hasta el restaurante.

—Aquí tienen. Una mesa discreta y elegante. Esta noche les recomiendo la crema de Roseta. ¿Qué desean para beber?

El maître anotó las dos cervezas y los dejó con la carta. El restaurante no había cambiado tanto para la ocasión. Sus modificaciones con motivo del partido se limitaban a unas flores del color de los Wizards en cada mesa con una leyenda que animaba al equipo a seguir adelante.

Pese a todo, se notaba que el partido era objeto de todas las conversaciones. Brian echó un vistazo a su alrededor, y pudo ver a algunos colegas periodistas y a muchos congresistas y senadores, que habían acudido al calor de la victoria a mezclarse con el pueblo, atraídos por la idea de asociar su propia imagen al éxito deportivo.

En muchas de las mesas había botellas semivacías de refinados licores, lo cual siempre ayuda a animar una velada. Al fondo había una gran mesa con un grupo de ruidosos congresistas, que contagiados del ambiente festivo discutían indistintamente de política y de las jugadas del partido como si estuvieran en el Congreso.

—Menudo escándalo están montando esos del fondo —comentó Susan, divertida—. Me gusta cuando hay partido y los bares se llenan, y la gente está tan… alegre. Me hace sentir positiva.

—Entonces no se te ocurra venir mañana. Te encontrarías con gente deprimida, aburridas reuniones supuestamente informales y senadores momificados en los sillones.

—No suena muy romántico, la verdad.

—Desde luego que no. A menos que quieras pillar con algún juez del Tribunal Supremo. Por ti seguro que saldrían de sus sarcófagos —añadió Brian, malicioso.

—¿Ah si? Pues mira, igual me animo. Tú en cambio no creo que consiguieras seducir a una vieja rica. Ya no estás en la treintena, y te están empezando a salir canas —Susan adoptó una postura de estar evaluando el físico de Brian. Le dio un repaso de arriba abajo—. No. Te tendrás que conformar con pobretonas de tu edad.

—¿Como tú? —contestó Brian con tono desenfadado.

—Bueno, yo estoy en la treintena. Pero vamos, que por un par de años de diferencia no vamos a discutir. Eso si, creo que no llevaría bien tu manía de separar los calcetines por pie derecho y pie izquierdo. Acabaría prendiéndoles fuego.

—¡Brian Wilson! —le interrumpió una voz desconocida—. Caramba, amigo, no esperaba encontrarte hoy en el Lucio’s.

Un hombre joven, vestido con un elegante traje azul y bastante achispado se paró en la mesa que ocupaban.

—Bobby, pedazo de crápula, pues a mí no sé por qué no me sorprende verte por aquí —Brian, que sonreía abiertamente, le dio una palmada en la espalda—. Allá donde está el cotarro, allá donde te mueves en tu salsa. ¿A que eras tú el responsable del follón que había montado al fondo?

—Culpable, señoría. No hay como el Whiskey para animar una charla política. Aquí los debates son más animados que en el Capitolio. Deberían trasladarlos —el hombre se había agarrado al respaldo de la única silla vacía de la mesa—. Veo que por una vez vienes bien acompañado —le soltó, mirando descaradamente a Susan.

—Así es, te presento a Susan Sullivan, una amiga.

—¿Amiga? —el joven lo interrumpió con un fingido tono de reproche—. ¿Solo amiga? Brian, Brian, ¿todavía estamos así? Si no te lanzas pronto, seré yo quien pruebe suerte —añadió, guiñándole un ojo.

—Susan, este impresentable de modales asnales es Robert Lagravenese, congresista. Compañero de batallas y amigo por una cruel jugada del destino.

—Ah, esa jugada te salvó la vida, y por aquel entonces no te pareció tan cruel. Verás, Susan —Robert, que había tomado asiento, cogió la mano de Susan, e inclinándose hacia ella comenzó a hablarle en un tono de confidencia—. Con veintinueve años estábamos ambos destinados en lo que llamábamos “El Frente de las Dunas”. Imagínate: País subdesarrollado, calor abrasador y guerrilleros fanáticos surgiendo como lagartijas de debajo de las piedras. Aquí el chaval tenía un enorme talento para meterse en líos; creo que por aquel entonces quería ganar la guerra él solito. El caso es que en una de las incursiones tuvo un serio percance. Lo alcanzaron en una emboscada. Y se quedó medio muerto en mitad de la nada, mientras su unidad se desperdigaba en medio del caos.

—Bobby, por favor, no nos aburras con batallitas del frente de abuelo trasnochado. Y suéltale la mano, por Dios, que no es una de tus secretarias.

Robert Lagravenese se dirigió a Susan en voz baja.

—Le da vergüenza que lo cuente. Pero si no llega a ser porque me cambiaron de sector y aparecí por ahí, tu novio no lo cuenta.

—Bobby, no te cambiaron de sector, te perdiste… —Brian sonreía, resignado—. Y te chocaste conmigo mientras escapabas… Y no somos novios.

—No sabía que habías estado en el ejército —intervino Susan, que con intención maliciosa se había acercado a Robert y lo había cogido de ambas manos.

—Bueno, solo estuve un par de años —contestó Brian—. Y la verdad es que no guardo muy buen recuerdo. Lo poco bueno que me pasó fue conocer al zopenco este. Por lo demás, un montón de generales visionarios que envían a críos a misiones casi suicidas —Brian se puso serio—. Demasiados abusos en nombre de la Seguridad Nacional.

—¡Y ahora Brian es un caballero de la Justicia! —rió Robert, hablando alto, y soltando súbitamente las manos de Susan para elevar las suyas al techo—. Allá donde huele un escándalo, allá donde mete sus narices. Por su culpa, la mitad de los secretos del Congreso son de dominio público. ¿Qué interés tiene ser congresista si no puedes fardar con información clasificada?

—Lo cual me recuerda que hace tiempo que no me cuentas nada. ¿Acaso te has vuelto un pusilánime con la edad?

—Ojito, abuelo, que yo todavía estoy en la treintena. Además, hay cosas que no te puedo contar. Tendría que matarte —Robert se echó a reír, divertido con su propia ocurrencia.

—Seguro… el caso es que desde que te quitaron de la Comisión de Seguridad y te pusieron en la de energía, no me cuentas nada interesante. Ya solo me informas de centrales térmicas que van a cerrar y de funcionarios de tercera fila que fingen enfermedades. ¿Qué ha sido de tu magia? Antes no había información relevante que se te escapara.

Robert dejó de reír.

—Oye, tú. Todavía tengo oídos y amigos en el Capitolio. Y para que lo sepas —comenzó a bajar la voz, mirando alrededor—, se está cociendo una gorda en el Pentágono. Billy Wine, que está en la Comisión de Secretos Oficiales, me ha comentado que el secretario de defensa Cravitz ha cancelado la sesión de control del viernes. Tenían que supervisar los fondos reservados que se destinan a operaciones en Oriente Medio. Pero ha invocado el acta de Seguridad Nacional por sorpresa y les ha dejado con un palmo en las narices.

—Pues vaya una cosa, que corten las alas a la Comisión de Secretos. Todo el mundo sabe que lo que se escucha en esa sala se acaba desvelando tarde o temprano. Tu mismo te encargabas de filtrarlo cuando estabas en ella.

—Puede ser, pero se trata de los fondos de operaciones en Oriente Medio. Brian, es un área sensible; solo hace unos años que terminó la guerra. Y eso no se filtra. Además, hasta ahora nunca habían retenido información invocando el Acta de Seguridad Nacional. La última vez que lo hicieron era porque nos íbamos a la guerra —Robert estaba indignado—. Ahora ni el plenario del Congreso podría desbloquear esa información. Solo el Tribunal Supremo, en sentencia firme, podría emitir una requisitoria, y ya sabes como son esos viejos.

—Si, aún tienen la mentalidad de la guerra fría. No se opondrían al gobierno en un asunto de seguridad nacional ni aunque se estuviera torturando bolcheviques en la plaza pública. Pero no sé… ¿Qué podría querer ocultar el viejo Cravitz? No me lo imagino con tentaciones de volver a embarcarse en un lío como aquel. Tiene que ser algo distinto. Estará manteniendo a una querida en Jerusalén.

Robert bajó aún más el tono, acercándose a Brian en un gesto teatral, como si se dispusiera a revelar el secreto de la vida eterna.

—De acuerdo, te voy a contar lo último, a ver si te convences. ¿A que no sabes a quién han llamado de vuelta a las catacumbas de la Casa Blanca?

Brian se encogió de hombros, pensativo. Tras un rato, levantó súbitamente la vista.

—No será a… —pero comenzó a rechazar, negando con la cabeza—. No. Se ha retirado. Y dudo mucho que quiera volver. ¿No estarás… hablando del general Campbell, verdad?

—El mismo.

La cara de Brian comenzó a reflejar una gran preocupación. En un gesto característico suyo, se llevó la mano a la boca, pensativo. Lo que había comenzado como una agradable cena, animada además por su amigo Robert, se estaba arruinando con una noticia que a Brian lo inquietaba sobremanera. Siempre empezaba del mismo modo: Un hecho aislado, un vago rumor… otro suceso aparentemente no relacionado… y al final formaban una maraña de acontecimientos que respondían a un mismo patrón. Y casi nunca era algo positivo.

—No lo entiendo —intervino Susan—. ¿Qué más da que traigan a Washington a un general retirado? Seguro que lo quieren para organizar algún homenaje a veteranos de la guerra, o algo así.

Brian comenzó a sonreír, nervioso.

—No… Campbell no. Si vuelve a la Casa Blanca es que es que algo muy grave está pasando. Y nada bueno.

Robert asintió.

—Que algo está pasando… o que va a pasar.