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El Sol inundaba de luz el sencillo dormitorio del piso superior. Era una luz cristalina, acogedora, que revelaba con su tono cobrizo el polen suspendido en el aire, irradiándole un brillo irreal. Traía consigo el aliento fresco de la mañana. El empanelado de las paredes lucía en todo su esplendor, y la madera blanca imitaba el color amarillo de los cercanos campos de avena.

Una tosca y gastada lámpara colgaba del techo sobre una cama de forja, vestida con unas luminosas sábanas blancas que ocultaban un enorme colchón de lana. La ventana entreabierta dejaba colarse el monótono ruido del campo, y si se agudizaba el oído podía escucharse el lejano murmullo del bosque.

Era la época del año en que los días se alargan hasta tarde y las mañanas se aprovechan desde muy temprano. En aquellos días de verano, John Campbell procuraba cumplir su costumbre de aprovechar los domingos para ir a pescar con su hijo Andrew.

Hacía rato que su mujer había bajado a desayunar y a echar un vistazo a las gallinas, pero John no la había sentido y se le habían pegado las sábanas. Frente al espejo del aparador, procuraba recuperar el tiempo perdido vistiéndose eficientemente. Realizaba un repaso mental de las tareas que tenía que realizar antes de tomar los aparejos y emprender el viejo sendero del río con su hijo. Tenían un largo camino por delante hasta alcanzar la mejor zona de pesca. Las mayores truchas se encontraban más allá de la colina, donde el pequeño río perdía su mansedumbre y se revolvía en busca de una fiereza que era solo aparente.

—Si conseguimos llegar a los oficios de las ocho, podremos estar pescando para las once —pensó con ánimo—. Siempre y cuando el Padre Smith no se alargue en el sermón. El viejo reverendo McDerrie, que en paz descanse, nunca se extendía más de la cuenta, especialmente en verano.

El olor del café que se preparaba en el piso de abajó lo apartó de sus pensamientos. Bajó las viejas y quejumbrosas escaleras que tanto apreciaba. Al fin y al cabo eran como él, con bastantes años a la espalda pero aún dando un buen servicio. Si de él dependiera, no realizaría en su casa más reformas que las imprescindibles. Pero su mujer, y sobre todo su hijo, no eran de la misma opinión. Hacía no mucho que había accedido a que Andrew instalara un ordenador en su cuarto, bajo la excusa de que era para ayudarle en las tareas escolares. Pero por lo que no había pasado era por conectarlo a Internet mediante banda ancha, decisión que había originado no pocas protestas de su hijo.

—Ya me dejé engañar con la consola, no pienso dejar que me cueles otra. Además, con la conexión que tienes ya es suficiente —le dijo a su hijo el día en que este le mostró un folleto de AT&T sobre las bondades de la fibra óptica.

—¿No ha bajado Andrew aún? —preguntó John al ver a su esposa sola, preparando el desayuno en el comedor.

—Ayer llegó muy tarde. Déjalo dormir un poco más.

—No me gusta que llegue tan tarde. Solo tiene diecisiete años —Campbell echó una mirada furtiva a las escaleras, ceñudo—. Más le convendría llevar una vida más ordenada —añadió, mirando de reojo a su mujer. Ella le dirigió una mirada de reproche, que John acogió con resignación—. Está bien, no digo nada. Pero si se retrasa mucho, no llegaremos al oficio de las ocho, y ni el Señor, ni el Padre Smith, ni sobre todo las truchas, esperan. Será mejor que se apresure —gruñó entre dientes mientras se sentaba a la mesa.

—Si descubres algún sistema para hacer madrugar de buena gana a un chico de diecisiete años un domingo por la mañana, házmelo saber —le respondió su mujer, mientras cortaba una mazorca de maíz con la habilidad propia de quien había pasado toda su vida en una granja—. Seguro que recuerdas tus diecisiete años, y cómo tu padre te obligaba a levantarte a las seis de la mañana con tal de no verte ocioso. Y de las protestas airadas con que lo recibías.

—Hace mucho tiempo de aquello. Ya no me acuerdo. ¿Me pasas la mantequilla?

—Tú no te acuerdas de lo que no quieres —respondió su mujer mientras se acercaba con la mantequilla. Le besó en la cabeza, agarrándolo con sus manos menudas—. Voy a llamarlo.

John Campbell contempló desde el comedor la vista que se le ofrecía desde su ventana. Si había algo que había echado de menos gran parte de su vida era aquella sensación de desayunar un domingo por la mañana, sin nada que hacer y contemplando apaciblemente cómo el Sol doraba lentamente los campos de su granja.

Había nacido en ella, aunque la vida lo había llevado muy lejos de su tierra natal. Le había obligado a pasar largas temporadas lejos de su mujer y de su hijo, cumpliendo con su deber y con su país. Cada fin de semana que podía regresar, cada festividad y cada verano, exprimía al máximo sus horas, disfrutando de su familia y de la apacible vida sencilla que le ofrecía el Condado de Fergus, Montana.

Por eso ahora su felicidad era plena. Por fin había llegado el momento de resarcirse de tantas privaciones, de tantos viajes y de tanta presión. Había tomado la decisión de jubilarse, y la verdad es que había sido la mejor decisión de su vida. Ahora se le presentaban años tranquilos en los que disfrutar del trabajo del campo, del ganado y de una charla sin prisas con el capataz de su rancho al final de la jornada.

—¡Aquí está el perezoso! —rió John al ver el rostro somnoliento y medio dormido de su hijo, que se desplomó en una silla con cara de pocos amigos.

—Me duele la cabeza, papá, ¿no puedes hablar más bajo? —acertó a decir Andrew, con voz cavernosa—. Mamá, ¿me traes un vaso de agua, por favor? Tengo la boca pastosa.

—Te la tendría que tirar por la cabeza, a ver si así se te pasa la curda —respondió su madre con tono firme—. John, ayer tu hijo llegó a las tres de la mañana. A ver si le dices algo, o lo tiras al río para que se espabile.

John miraba a su mujer con asombro, incapaz de determinar si su esposa le hablaba en serio o simplemente interpretaba un papel para su hijo.

—Mamá, ¡que ayer era sábado! —protestó Andrew, con los codos sobre la mesa, soportando su dolorida cabeza.

—Mujer, que ayer era sábado —repitió, malévolamente, John.

—Menudos estáis hechos los dos. Y a ver si termináis ya de desayunar y os ponéis en marcha.

John se levantó apurando la taza de café, para detenerse en la puerta de la cocina.

—Jovencito, antes de ir a pescar quiero que limpies el establo.

—¡Papá, tengo sueño! —protestó Andrew—. ¿No es justo, tengo que hacerlo precisamente ahora?

—Ya que no vas a venir al los oficios, al menos emplea el tiempo en algo útil. Además, si ayer tenías tanta energía como para llegar a las tres de la mañana, seguro que aún te queda un poco para los establos. Volveremos en un par de horas —su padre se alejaba por el exterior de la casa—. ¡Y estate preparado para la pesca!

Aquel día Andrew y John solo consiguieron pescar una trucha. Compensaba el hecho de que fuera enorme, la más grande que ambos habían visto en todo el verano. La había pescado Andrew, con una especial técnica que sacaba de quicio a su padre. John era partidario de la pesca con mosca, que exigía unos complejos movimientos de la caña, un profundo conocimiento del entorno y una práctica continua. Requería un arte consumado a la hora de presentar la mosca en la superficie del río, pero obtenía como resultado la satisfacción de ver al pez tomar el señuelo en la superficie.

Su hijo, más práctico, gustaba de la pesca con cucharilla, una técnica más sencilla basada casi exclusivamente en el arrojo del lanzador, que apuntaba con un cebo plomado directamente a las zonas del río con mayor probabilidad de encontrar un banco de truchas. Como generalmente estas se refugian bajo ramas, o entre piedras y raíces, la probabilidad de perder el aparejo se incrementaba notablemente.

Sin embargo, ambos sentían la misma pasión por la pesca y la misma satisfacción al entrar en el río. Pues era cuando les llegaba el agua a la cintura y sentían la corriente rodearles, y el lecho irregular de cantos rodados moverse bajo sus pies cuando disfrutaban plenamente de la espera paciente, el acecho continuo y la emoción de decidir una nueva tentativa de lanzamiento hacia un prometedor recodo del río.

Pero aquel día no había sido especialmente provechoso en cuanto a capturas. Tras la jornada, el sol rojizo de la tarde caía hacia el horizonte tiñendo el paisaje de un espectacular color anaranjado. Camino de vuelta a casa, Andrew apuraba las mieles de su éxito.

—No sabía que habías perdido tantas facultades, papá. Creo que deberías cambiar de técnica —Andrew sonreía burlón.

—Ya me gustaría verte a ti lanzar la caña como es debido. Y si, yo prefiero la mosca a tu técnica de asalto y bombardeo —contestó su padre con una mueca—. Serías un buen marine.

—Ya te dejo eso a ti. Por cierto, papá… —comenzó a decir Andrew con titubeo—. Mañana tengo que realizar la prematricula, ¿me dejas el coche para ir a Missoula?

A John se le desvaneció la sonrisa. Andrew había aprobado las clases de conducción ese mismo curso, hacía apenas unos meses. Y con gran esfuerzo, ya que para desesperación de sus profesores el chaval no estaba especialmente dotado en el arte de pilotar un automóvil. Al final le habían aprobado, más por evitar nuevos y estresantes exámenes prácticos que por pensar que estaba preparado. Sus profesores tuvieron en cuenta su impecable expediente académico y asumieron con naturalidad que su padre terminaría de afinar sus habilidades con clases particulares.

—Hijo, no quiero que lleves el coche por la carretera estatal. Una cosa es que lo cojas para ir al pueblo, pero deberías esperar unos meses hasta que estés familiarizado con el coche. Mejor te llevo yo.

—Vamos, papá; voy con Kevin. Déjame cogerlo, ¡te prometo que iré con mil ojos!

—¿Al final os vais a matricular en la misma universidad? Hijo, espero que sepas lo que estás haciendo. No deberías planificar tu futuro profesional solo porque… porque Kevin vaya a esa universidad.

—Papá, ¡por favor! Lo hemos discutido mil veces. No voy ahí por Kevin. Lo sabes muy bien.

Al llegar a la granja, vieron cómo un hombre de uniforme esperaba a John junto al porche exterior de su casa. Junto a él, un coche del ejército. Al verlo, John no puedo evitar un gesto de desagrado.

—Bueno, ya veremos. Toma tu trucha. Y dásela a tu madre, que tú eres capaz de dejarla pudrirse en medio de la cocina. Ahora entro yo.

El hombre que les aguardaba saludó a John con energía.

—¿General Campbell? Soy el teniente Rickson, señor.

—Baje la mano, teniente —respondió John con cansancio—. Ahora soy un civil.

—Si, señor. He venido para informarle de que el alto mando solicita su colaboración para un asunto importante.

—¿De veras? —le cortó—. ¿Un asunto importante, eh? —Campbell sonreía—. Los que lo han enviado saben perfectamente que me he retirado. Ya ni soy general, ni soy senador, ni asesoro a nadie más que a mi hijo. Y con él tengo bastante, créame.

—General, me han informado que se trata de algo de la máxima importancia. Si… si usted pudiera acercarse a Fort Harrison, estoy seguro de que…

—¿Le han ordenado que me convenza?

—Así es, señor.

—Pues me temo que lo han enviado a una misión imposible, teniente. No quiero saber nada de amenazas terroristas, ni de agentes en peligro, ni de gobiernos problemáticos —respondió Campbell, mientras se dirigía a la entrada de su casa—. Estoy retirado.

El teniente pareció azorado por la inesperada negativa de John a acompañarlo. Había oído hablar mucho del general, y en su mente había imaginado una situación diferente.

Más fácil.

—Señor, me advirtieron de que quizás no querría acompañarme —señaló—. Y que si me veía obligado, marcara este número y le entregara el teléfono —el teniente le tendía un teléfono Iridium. Se trataba de un tosco terminal militar de aspecto prehistórico pero que conectaba directamente con un satélite protegido de telecomunicaciones sin pasar por las redes terrestres. Era una tecnología enormemente sofisticada, aunque el concepto militar de la belleza y el estilo había hecho estragos en diseño del aparato.

Campbell se detuvo frente a la entrada de su casa, observando sorprendido el terminal que le tendía el joven teniente.

—Por favor, tómelo. Solo tiene que escuchar —el teniente lo miraba, muy serio, con un gesto de aprensión—. Por favor.

Campbell dudaba. Sabía que aunque lo cogiera no lo iban a convencer, pero no le seducía la idea de tener que discutir con algún general agobiado ni que le dijeran cómo tenía que comportarse. Finalmente, tomó el aparato con desgana. Tras una larga pausa sin escuchar nada, una voz que reconoció instantáneamente brotó metálica del teléfono.

—Sabía que te negarías, viejo cabezota insensato.

Campbell se sorprendió al escuchar aquella voz.

—¿Don? —dudó unos instantes, confundido—. No… no me puedo creer que me llames.

—Jack, sé que te prometí que esto se había acabado para ti, pero créeme que en esta ocasión es diferente. Ha surgido algo importante. Necesito a alguien de completa confianza en el grupo —era una voz convincente, segura de sí misma—. Te necesito, Jack.

—Señor Presidente… —Campbell hizo una pausa—. Don, lo siento. En algún momento tengo que marcar la línea. Siempre va a haber situaciones de emergencia.

Al otro lado del teléfono, tras breve silencio, la voz del Presidente de los Estados Unidos sonó tensa. Acostumbrado a moverse entre ayudantes serviciales y complacientes, y a que su voluntad se cumpliera con solo ser expuesta, Donald Perrie no pudo sino admirar la resistencia de su viejo colaborador.

—¿Estás solo? —preguntó el Presidente con cautela.

—¿Cómo dices? Estoy en mi granja. Tengo delante de mí al hombre que habéis enviado a recogerme.

—Pues aléjate unos metros. O mejor aún, vete a ese viejo granero tuyo destartalado que tanto te gusta. Y asegúrate de que no tienes a nadie cerca.

—Don, estoy cansado de estos juegos —suspiró. Campbell se dirigió al hombre que aguardaba frente a él, expectante—. Perdóneme, teniente, ahora vuelvo.

Rickson observó cómo el general se alejaba hacia el granero, hablando por teléfono. Lentamente, desapareció tras la enorme puerta roja del edificio. Ya había oído hablar de otros altos mandos que se desentienden del mundo tras retirarse, pero nunca lo habría esperado del general Campbell. Al fin y al cabo, había dedicado su vida a su país, y había ostentado responsabilidades más elevadas que las que nadie podría aspirar.

Cuando inició su carrera política como senador, muchos creyeron ver en él a un futuro presidente, pero finalmente Campbell optó por mantenerse en un segundo plano y apoyar la candidatura presidencial de Donald Perrie, que había sido alumno suyo en la academia y a quien le unía una vieja amistad.

Los años de presidencia de Perrie habían llevado al general a oscuros puestos de la administración, ejerciendo a las órdenes del Presidente un poder en la sombra en la gestión de crisis internacionales. Al frente de comités, gabinetes de crisis y reuniones de defensa, John Campbell era la voz, los oídos y la mente del Presidente en los lugares en los que éste no podía dejarse ver.

Tras unos minutos, John salió del granero con el teléfono en la mano.

Estaba pálido.

Ensimismado, se apoyó brevemente en la puerta roja, mirando sin ver el suelo que tenía frente a él. Finalmente, pareció reponerse y se dirigió a la entrada de su casa, pasando frente al coche del ejército y al confundido teniente Rickson.

—Teniente, ponga el coche en marcha —le espetó—. Nos vamos en cinco minutos.