La sala de control olía a miedo.
Una y otra vez, los técnicos revisaban febrilmente los sistemas de control, asegurándose de que todo estuviera correcto. El experimento estaba a punto de comenzar.
Todo el recinto tenía el aspecto frío y funcional propio de un complejo de investigación: suelo técnico de loseta blanca, mobiliario impersonal y una ingente cantidad de ordenadores. El resplandor azulado de decenas de monitores destacaba entre la penumbra, proyectando una luz irreal sobre los numerosos científicos, que se removían inquietos en sus asientos.
Por encima del ruido de los generadores se percibía claramente un murmullo callado. Una letanía de voces monocordes que, acompasadas, intercambiaban información técnica en un lenguaje ininteligible. Sin que ninguno destacara sobre los demás, se cruzaban cientos de pequeños diálogos y preguntas. Mensajes secos, tensos y urgentes, que reclamaban una respuesta precisa y fiable. Una respuesta científica.
En aquella sala se respiraba concentración. El sonido de las voces, a modo de mantra tibetano, ayudaba a concentrarse, a no desviarse, a no fallar.
No podían fallar.
Las enormes torres de servidores de datos aguardaban, expectantes, a que se produjera el acontecimiento. Apiladas en un lateral de la enorme sala, tenían una gigantesca, nunca vista capacidad de almacenamiento. La primera vez que alguien entraba en el Sancta Sanctórum, que era como el personal llamaba a la sala de control, no podía evitar una sensación desapacible. Aquel lugar no estaba diseñado para las personas, ni para los asuntos propios de la condición humana. Era territorio de las máquinas.
Frente a ellas, un técnico de aspecto preocupado maldecía en silencio la insensata ambición profesional que lo había llevado a esa sala. Medio año atrás, la oferta de participar en el experimento le había parecido una gran oportunidad para su carrera. Por no decir de la fascinante y gigantesca apuesta científica que representaba. Ahora, melancólico, añoraba la feliz ignorancia en la que vivía antes de embarcarse en el proyecto. Escuchó por sus auriculares la voz de su jefe de sección requiriéndole información. Empleó unos pocos minutos en conferenciar con su interlocutor, procurando ocultar su nerviosismo y sonar igual de serio y concentrado. En realidad lo estaba.
Finalmente, y tras un examen bastante más exhaustivo de lo que preveía, la voz pareció darse por satisfecha y lo abandonó, volando hacia nuevas comprobaciones y nuevas presas, no sin antes desearle buena suerte.
Tras participar en aquella letanía, miró al reloj de la pared. Ya solo faltaban diez minutos para que se produjera el acontecimiento. Un sudor frío le resbalaba por la frente, y sintió cómo un escalofrío le recorrió la columna, haciéndolo temblar. Maldita responsabilidad.
Aquella mañana, el profesor Dematisse se lo había dejado meridianamente claro. El viejo director del experimento se encargó de recordarles que debían de estar absolutamente concentrados.
—Caballeros, creo que son plenamente conscientes de lo que nos jugamos esta tarde. No puede haber errores. No puede haber dudas. No podemos fallar. Cada uno de ustedes son pieza clave y crítica del experimento. Les recomiendo que revisen una última vez el protocolo de actuación de sus responsabilidades y de sus tareas. Recuerden que esta vez todo ha de ser realizado conforme al protocolo. Se diseñó como garantía de integridad y de seguridad, por lo que no quiero que nadie se relaje, ni que vaya por libre, ni que se descuide. Lo que digamos mañana al mundo, lo hemos de decir sabiendo que no hay posibilidad de error.
Y sus palabras habían causado efecto. Vaya si lo habían causado. Aquella sala rebosaba tensión por sus paredes. El aire acondicionado la mantenía en unos efectivos diecinueve grados, y se encargaba de que el sudor y la preocupación no se percibieran.
Sin éxito. Un miedo apenas contenido aguardaba ansioso la oportunidad de desatarse.
Dematisse, sentado en el puesto de dirección, estaba muy desmejorado. Había pasado ya un mes desde que realizó el experimento por primera vez. Aún recordaba cómo en el transcurso del mismo se produjo aquel extraordinario acontecimiento. Un suceso que lo llevó al mayor descubrimiento científico de todos los tiempos.
Y a sus aterradoras implicaciones.
Desde entonces, su única obsesión había sido repetir el ensayo y encontrar algún fallo. El viejo profesor confiaba en haber cometido algún error y que sus conclusiones estuvieran equivocadas. En el transcurso del último mes había exprimido a su equipo hasta casi la extenuación, revisando meticulosamente las instalaciones y el procedimiento. Cada uno de los técnicos del proyecto había llegado a tener el mismo aspecto avejentado que él, aplastado por la disyuntiva de desear el fracaso del experimento, al tiempo que intuía un éxito no deseado.
Henri Dematisse era un personaje peculiar. Premio Nobel, especialista multidisciplinar, dominaba ampliamente una enorme variedad de conocimientos, desde Biología Molecular hasta Física Cuántica. Aunque como el mismo decía, su afición personal era la cocina.
Reconocido gourmet, hombre erudito y de modales informales, no era raro verle hasta altas horas de la madrugada trabajando en su despacho del complejo, en ocasiones acompañado de un Gran Reserva, generalmente Chateau du Courlat o Petrus, sus vinos favoritos.
Sacaba lo mejor de sí mismo en la investigación pura, “la que expande la mente de los hombres”. Al recibir el premio Nobel por sus descubrimientos en superconductividad, en su discurso de aceptación realizó un encendido elogio de su colega y finalista al premio, Richard Jones, cuyas investigaciones sobre física teórica habían impresionado profundamente a Dematisse.
Aunque su aspecto se había deteriorado últimamente, aún conservaba una energía vibrante y un carácter arrollador, especialmente en un momento tan crucial como aquel. A través de megafonía, la voz del director del proyecto, metálica y reverberante, retumbó por la sala de control:
—Estamos alcanzando la energía crítica. T menos veinte segundos. Caballeros, es la hora, prepárense.
La sala redujo aún más la iluminación, hasta quedar tan solo iluminada por los monitores y la luz individual de trabajo de las mesas. El fragor de los generadores eléctricos del complejo había alcanzado una dimensión ensordecedora, anulando el murmullo de los técnicos, ya apenas audible, que se escuchaban tan solo por el canal interno de los auriculares. Un zumbido sordo, grave y penetrante, dominaba el espacio oscuro del santuario. Un estruendo insano, casi sobrenatural, fruto de la desbocada potencia eléctrica del complejo.
Estaban a punto de conseguirlo.
—¡T menos cinco segundos!
Dematisse se santiguó y apretó los dientes. En su fuero interno rezó febrilmente por que no sucediera nada.
Y tras unos segundos que parecieron eternos, apareció súbitamente una cegadora explosión de datos. De forma simultánea, todas las pantallas de los ordenadores y los enormes monitores que colgaban de las paredes recibieron un deslumbrante fogonazo de información que iluminó el recinto por un instante. Una catarata de datos que esta vez no cogió desprevenido a nadie. Los enormes supercomputadores y las torres de almacenamiento masivo parecieron cobrar vida, alumbrando una actividad frenética mientras duraba el acontecimiento. Henchidos de actividad, emitieron todo tipo de sonidos, absorbiendo y guardando aquel torrente de información, para después callar súbitamente, sumiendo al recinto en la oscuridad total.
El acontecimiento se había producido de nuevo.
Unos tímidos aplausos comenzaron a resonar desde la zona de control de servidores, intuyendo el éxito por la repetición del evento. Se había vuelto a producir la misma explosión de información que la primera vez. Ahora quedaba comprobar que esta concordaba con la obtenida en el primer experimento. Por eso los aplausos sonaban aislados, casi inoportunos, como si tentaran la suerte o llamaran al mal fario. Unos pocos técnicos se unieron a la celebración. Muchos no aplaudieron. Este escaso entusiasmo pronto acabó con el incipiente júbilo, que debido a su escasa concurrencia más parecía un fúnebre saludo a un distinguido difunto que la celebración de un experimento exitoso.
Dematisse, aparcado como un tentetieso en su puesto de dirección, murmuraba para sí lamentos callados. Con las manos en la cabeza y ensimismado en sus propios pensamientos, el director del experimento parecía desolado. Faltaba aún por verificar que los datos coincidían, pero el hecho de que el acontecimiento se hubiera producido de nuevo había paralizado a Dematisse y lo había sumido en la desesperanza.
Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, se acercó al micrófono de la megafonía. Hizo un esfuerzo por serenarse antes de hablar.
—Quiero a cada uno de los jefes de área en mi despacho dentro de media hora. Realicen antes las verificaciones operativas y confirmen que los equipos han funcionado conforme a la planificación establecida. Pongan a sus equipos a trabajar.
Antes de que el personal técnico de base se percatara de su estado, abandonó la sala de control y se dirigió a su despacho. Su esperanza de que hubieran cometido algún error se había evaporado de un plumazo. Para su desgracia, el experimento había funcionado de nuevo. Ahora tendría que enfrentarse a los hechos. Y a sus consecuencias. Como un espasmo, notó como el pánico volvía a apoderarse de él.
Con mano firme, descorchó la botella que tenía reservada para celebrar su éxito. Nunca pensó que la abriría en el fracaso. Tras servirse una copa, contempló brevemente la etiqueta: Petrus. Millésime 1965.
Regalo de su amigo, protector y compañero de universidad Pierre Jeunet, fue un obsequio de éste cuando sus caminos profesionales se separaron definitivamente.
—Dios mío, ¿por qué yo? ¿Por qué? —susurró, cabizbajo—. ¿Por qué he de traer esta noticia al mundo? —Dematisse, con la mirada perdida, sostenía la copa en la mano, sin apenas probarla—. He intentado evitarlo, estaba convencido de que había un error, de que algo estábamos haciendo mal. Pero ya no queda esperanza.
Tras una breve llamada a la puerta, el pequeño grupo de personas que componían los directores de área entraron en el despacho con semblante serio. Y aunque algunos rostros permanecían serenos, la mayoría de ellos acusaban el tremendo peso de la responsabilidad y del temor.
Un hombre joven, de aspecto cuidado, tomó la palabra.
—Henri, la información se ha volcado correctamente según el protocolo previsto y no hay signos de que los equipos se hayan desviado en su funcionamiento. Aún falta por comprobar que la información es concurrente, y eso nos llevará un tiempo, pero creo que el experimento ha sido un éxito.
—¿Un éxito? —replicó Dematisse elevando la voz—. Estamos a punto de confirmar un descubrimiento de implicaciones catastróficas, ¿y te parece un éxito?
—Bueno… a ver; es cierto que algunas de sus derivadas son inquietantes, pero no creo que debamos ser tremendistas con eso. El mundo está preparado. Y si no, deberá prepararse.
—Amigo mío, creo que no lo has meditado seriamente, y que no te haces una idea de las consecuencias de nuestro descubrimiento. Va a ser altamente destructivo. De hecho, va a caer como una auténtica bomba. Y con ella van a caer todas las estructuras. Ninguna se salvará del impacto de esta noticia. Ni la política, ni la religión, ni los gobiernos. Ni siquiera el Hombre, tal y como lo conocemos, va a sobrevivir cuando la noticia del acontecimiento se desvele.
—Por el amor de Dios, Henri, no exageremos. Estás especulando sobre asuntos que no podemos conocer. No… no estás siendo objetivo.
Henri Dematisse apuró la copa de Burdeos que tenía frente a sí para decir, sereno y con voz clara y pausada:
—Es el fin del mundo.