57

Una semana después

Moscú

21 de julio

Leo y Raisa estaban sentados en el despacho del director del Orfanato 12, cerca del zoológico. Leo miró a su mujer y preguntó:

—¿Por qué tardan tanto?

—No lo sé.

—Algo no va bien.

Raisa negó con la cabeza:

—No lo creo.

—Al director no le hemos caído muy bien.

—A mí me parece un buen tipo.

—Pero ¿qué pensará él de nosotros?

—No lo sé.

—¿Crees que le hemos caído bien?

—En realidad no importa mucho lo que piense él. Importa lo que piensen ellas.

Leo se levantó, intranquilo, y dijo:

—Él es quien tiene que firmar los papeles.

—Los firmará. Ése no es el problema.

Leo se sentó de nuevo, asintiendo.

—Tienes razón. Estoy nervioso.

—Yo también.

—¿Tengo buen aspecto?

—Sí.

—¿No parezco demasiado formal?

—Relájate, Leo.

Se abrió la puerta y el director, un hombre de unos cuarenta años, entró.

—Las he encontrado.

Leo se preguntaba si era una frase hecha o si había buscado literalmente por todo el edificio. Aquel hombre se echó a un lado. Junto a él había dos niñas, Zoya y Elena, las hijas de Mijaíl Zinóviev. Habían pasado varios meses desde que vieron cómo ejecutaban a sus padres sobre la nieve, frente a su casa. La transformación física había sido dramática. Habían perdido peso, color. La más pequeña, Elena, de tan sólo cuatro años, tenía la cabeza rapada. La mayor, Zoya, de diez, tenía el pelo muy corto. Casi con toda seguridad tenían piojos.

Leo se levantó. Miró al director.

—¿Podríamos quedarnos un momento a solas?

Al director no le gustó aquella petición. Pero aceptó y se marchó, cerrando la puerta. Las dos niñas se quedaron con la espalda pegada a la puerta, tan alejadas como les fue posible.

—Zoya, Elena, me llamo Leo. ¿Os acordáis de mí?

No hubo respuesta, no alteraron su gesto. En sus ojos se percibía la alerta, la sensación de peligro. Zoya cogió la mano de su hermana pequeña.

—Ésta es mi esposa, Raisa. Es profesora.

—Hola, Zoya, hola, Elena. ¿Por qué no os sentáis? Se está mucho más cómodo sentado.

Leo cogió las sillas y las acercó a las pequeñas. Aunque al principio parecían reacias, se acercaron y se sentaron, todavía cogidas de la mano y sin decir nada.

Leo y Raisa estaban agachados, de modo que las niñas los miraban desde arriba, manteniendo todavía la distancia. Tenían las uñas negras —perfectas líneas de mugre— pero, aparte de eso, sus manos estaban limpias. Era evidente que las habían arreglado apresuradamente antes del encuentro. Leo empezó a hablar:

—Mi esposa y yo queremos ofreceros un hogar, nuestro hogar.

—Leo me ha explicado por qué estáis aquí. Lo siento mucho si os molesta hablar de ello, pero es importante que tratemos esto ahora.

—Aunque intenté evitar el asesinato de vuestros padres, fracasé. Quizá no veáis diferencia alguna entre el agente que cometió aquel terrible crimen y yo. Pero os lo prometo, yo soy distinto.

Leo dudó. Esperó un segundo y recuperó la compostura.

—Quizá penséis que al vivir con nosotros estáis traicionando la memoria de vuestros padres. Pero yo creo que vuestros padres habrían querido lo mejor para vosotras. Y la vida en estos orfanatos no os ofrecerá nada. Después de cuatro meses estoy seguro de que entendéis eso mejor que nadie.

Raisa prosiguió:

—Os pedimos que toméis una decisión complicada. Las dos sois muy jóvenes. Por desgracia vivimos en una época en la que los niños tienen que tomar decisiones de adultos. Si os quedáis aquí, vuestras vidas serán duras, y no es probable que vayan a mejor.

—Mi esposa y yo queremos devolveros vuestra niñez, queremos daros la oportunidad de disfrutar vuestra juventud. No ocuparemos el lugar de vuestros padres. Nadie puede reemplazarlos. Seremos vuestros guardianes. Os cuidaremos, os daremos de comer y os proporcionaremos un hogar.

Raisa sonrió y añadió:

—No queremos nada a cambio. No tenéis que querernos, ni siquiera hace falta que os caigamos bien, aunque esperamos que así sea algún día. Podéis aprovecharos de nosotros simplemente para salir de aquí.

Leo, que imaginó que las niñas iban a decir que no, añadió:

—Si decís que no, intentaremos encontrar otra familia que os acoja, una que no esté relacionada con vuestro pasado. Si eso os resulta más fácil, podéis decírnoslo. Lo cierto es que no puedo reparar lo sucedido. Pero sí puedo ofreceros un futuro mejor. No queremos nada a cambio. Os seguiréis teniendo la una a la otra. Tendréis vuestro propio cuarto. Pero siempre me conoceréis como el hombre que llegó un día a vuestra granja a arrestar a vuestro padre. Quizá el recuerdo disminuya con el tiempo, pero sé que nunca desaparecerá. Eso hará que nuestra relación sea complicada. Pero creo, por propia experiencia, que puede funcionar.

Las niñas se quedaron en silencio, sentadas, mirando a Leo, a Raisa. No habían reaccionado ni se habían movido. Seguían sentadas, cogidas de la mano. Raisa comentó:

—Sois libres de decir sí o no. Podéis pedirnos que busquemos otra familia. Depende completamente de vosotras.

Leo se levantó.

—Mi mujer y yo vamos a dar un paseo. Os dejaremos que lo habléis, las dos solas. Tenéis el despacho para vosotras. Tomad la decisión que queráis. No tenéis por qué tener miedo.

Leo pasó junto a las niñas y abrió la puerta. Raisa se levantó y salió al pasillo, seguida de Leo, que cerró la puerta tras ellos. Juntos caminaron por el pasillo, más nerviosos que nunca en sus vidas.

En el despacho, Zoya abrazó a su hermana pequeña.