Moscú
18 de julio
Leo estaba frente al mayor Grachev, en el despacho en el que se había negado a denunciar a su esposa. No reconocía a aquel hombre. No había oído hablar de él. Nadie aguantaba mucho en los escalones más altos de la Seguridad del Estado, y habían pasado cuatro meses desde la última vez que había estado allí. Esta vez no había ninguna posibilidad de que los castigaran con un exilio supervisado o que los enviaran a los gulags. Sus ejecuciones tendrían lugar allí, ese mismo día.
El mayor Grachev dijo:
—Su anterior superior era el mayor Kuzmín, un hombre de Beria. Ambos han sido arrestados. Su caso depende ahora de mí.
Frente a él tenía el arrugado archivo confiscado en Voualsk. Grachev hojeó las páginas, las fotografías, las declaraciones, las transcripciones de los juicios.
—En aquel sótano encontramos restos de tres estómagos, dos de los cuales habían sido cocinados. Se los habían arrancado a niños, aunque todavía tenemos que averiguar quiénes eran las víctimas. Tenía usted razón. Andréi Sidórov era un asesino. He comprobado su historial. Al parecer era un colaborador de la Alemania nazi al que soltaron por equivocación después de la guerra en lugar de procesarlo como es debido. Fue un error imperdonable por nuestra parte. Era un agente nazi. Lo enviaron con instrucciones de vengarse de nosotros, por nuestra victoria contra el fascismo. La venganza se materializó en forma de asesinatos de nuestros niños; atacaron al futuro mismo del comunismo. Es más, era una campaña de propaganda. Querían que nuestro pueblo creyera que nuestra sociedad era capaz de producir un monstruo como éste, cuando en realidad había sido corrompido y educado en Occidente, transformado por el tiempo que pasó lejos de su hogar. Regresó con un corazón extranjero, envenenado. Me he fijado en que ninguno de los asesinatos tuvo lugar antes de la Gran Guerra Patriótica.
Hizo una pausa y miró a Leo.
—¿No era eso lo que había pensado usted?
—Era exactamente lo que había pensado, señor.
Grachev le tendió la mano.
—Su servicio al país ha resultado loable. He ordenado que lo asciendan, que le den un puesto mayor en la Seguridad del Estado; tendría el camino abierto para entrar en política, si ése fuera su deseo. Nuestro líder, Kruschev, considera que los problemas que padeció usted durante la investigación forman parte de los imperdonables excesos del estalinismo. Su mujer ha sido liberada. Como le ayudó a capturar a ese agente extranjero, ya no cabe duda de su lealtad. Los historiales de ambos quedarán totalmente limpios. Sus padres recuperarán su antiguo apartamento. Si no está disponible, encontraremos uno mejor.
Leo permaneció en silencio.
—¿No tiene nada que decir?
—Es una oferta muy generosa. Y me honra. Comprenderá que actué sin pensar en ningún momento en ser ascendido. Lo único que sabía era que había que detener a ese hombre.
—Entiendo.
—Pero me gustaría pedir permiso para rechazar su oferta y, en su lugar, hacer otra propuesta.
—Adelante.
—Me gustaría hacerme cargo de un departamento de homicidios en Moscú. Si no existe tal departamento, me gustaría crearlo.
—¿Qué necesidad hay de un departamento como ése?
—Como ya ha mencionado usted, el asesinato se convertirá en un arma contra nuestra sociedad. Si no pueden difundir su propaganda por medios convencionales, recurrirán a métodos menos ortodoxos. Creo que el crimen será un nuevo frente en nuestra lucha contra Occidente. Lo usarán para minar la armoniosa naturaleza de nuestro país. Cuando lo hagan, quiero intentar impedirlo.
—Continúe.
—Me gustaría que trasladaran al general Nésterov a Moscú. Me gustaría que trabajase conmigo en este nuevo departamento.
Grachev sopesó la petición, asintiendo con solemnidad.
—Estaré encantado de promover su propuesta.
Raisa esperaba fuera mirando la estatua de Dzerzhinski. Leo salió del edificio y le cogió la mano; un descarado despliegue emocional, que sin duda estaría siendo examinado por los que miraban por las ventanas de la Lubianka. No le importaba. Estaban a salvo, al menos de momento. Eso era suficiente; era más tiempo del que nadie podía esperar. Miró la estatua de Dzerzhinski y se dio cuenta de que no podía recordar ni una palabra de lo que había dicho aquel hombre.