El mismo día
Estaban el uno junto a la otra, a cincuenta pasos de la puerta principal. Leo miró a su mujer. Ella no se dio cuenta de la locura que poseía a su marido. Él se sentía mareado: como si hubiera tomado un narcótico. Había pensado que, de alguna manera, aquella sensación desaparecería y volvería la normalidad, que habría otra explicación y que ésa no sería la casa de su hermano pequeño.
Andréi Trofimovich Sidórov.
Pero ése era el nombre de su hermano.
Pável Trofimovich Sidórov.
Y ése había sido el suyo, hasta que cambió de identidad, como un reptil muda de piel. La pequeña foto del archivo había confirmado que se trataba de Andréi. Los rasgos eran los mismos: una expresión de despiste. Las gafas eran nuevas. Pero por eso era tan torpe de pequeño, era miope. Su hermano pequeño, patoso y tímido: el asesino de al menos cuarenta y cuatro niños. No tenía ningún sentido, y al mismo tiempo encajaba perfectamente: la cuerda, la corteza, la caza. Leo se vio obligado a concentrarse en todos aquellos recuerdos que había decidido borrar. Recordó cómo le había enseñado a su hermano a hacer una trampa con la cuerda, a mascar la corteza para soportar el hambre. ¿Se habían convertido aquellas enseñanzas en el origen de un frenesí psicótico? ¿Cómo es que no se le había ocurrido antes? No, era ridículo esperar que lo hiciera. Muchos niños habían aprendido cosas semejantes, habían aprendido a cazar. Al ver a las víctimas, no se había fijado demasiado en aquellos detalles. ¿O sí? ¿Había escogido él aquel camino, o lo había escogido el camino a él? ¿Había sido ésa la razón por la que se había obsesionado con la investigación, cuando lo más seguro era mirar para otro lado? De forma inconsciente, aquello lo había atrapado, lo había arrastrado como el agua que se arremolina en un desagüe. Todo aquel tiempo, además de los asesinatos, había estado investigando su propio pasado, dejándose arrastrar hasta llegar a enfrentarse con un hermano al que había intentado evitar.
Cuando vio el nombre de Andréi impreso sobre el papel, Leo tuvo que sentarse, mirar el archivo para comprobar las fechas, verificándolas una y otra vez. Se había quedado conmocionado, sin percatarse de los peligros que lo rodeaban. No recuperó la conciencia hasta que no vio al contable acercándose de puntillas al teléfono. Había atado a aquel hombre a una silla, había cortado el cable del teléfono y había encerrado a ambos hombres en la oficina, amordazados. Tenía que escapar. Tenía que espabilar. Pero cuando salió al pasillo no era capaz ni de andar erguido, se tambaleaba de un lado a otro. Una vez fuera, todavía confuso, completamente perdido, había caminado de forma instintiva hasta la verja de entrada, hasta que fue demasiado tarde para darse cuenta de que era mucho más seguro salir por donde había entrado. Pero no podía cambiar de dirección. Los guardias lo habían visto venir. Tenía que pasar frente a ellos. Empezó a sudar. Le dejaron ir sin problemas. Una vez en el taxi, le dio la dirección al conductor; le dijo que se diera prisa. Temblaba: le temblaban las piernas, los brazos; no podía parar. Observó a Raisa mientras ésta examinaba el archivo. Ella conocía ya la historia de su hermano: conocía su nombre, pero no el apellido. Observó su reacción mientras leía los documentos. No lo había deducido, no se había dado cuenta. ¿Cómo iba a hacerlo? No había sido capaz de decírselo.
Ese hombre es mi hermano.
No había manera de saber cuánta gente habría en casa de su hermano. Los demás ocupantes eran un problema. Casi con toda seguridad, desconocerían la verdadera naturaleza de aquel hombre, aquel asesino. No sabrían nada de sus crímenes; seguramente por eso mataba lejos de casa. Su hermano pequeño se había creado una segunda personalidad, tenía su vida en casa y su vida como asesino, exactamente igual que él, que había partido su vida en dos, el niño que había sido y el niño en que se había convertido. La pregunta era cómo iban a evitar a los demás habitantes de la casa. Ni él ni Raisa tenían armas de fuego. Raisa percibió sus dudas y preguntó:
—¿Qué es lo que te preocupa?
—Los demás habitantes de la casa.
—Ya has visto su cara. Hemos visto la foto. Puedes colarte y matarlo mientras duerme.
—No puedo hacer eso.
—Leo, es lo que se merece.
—Tengo que estar seguro, tengo que hablar con él.
—Lo negará. Cuanto más hables con él, más difícil será.
—Puede ser. Pero no lo mataré mientras duerme.
Sarra les había dado un cuchillo. Leo se lo ofreció a Raisa.
—No lo voy a necesitar.
Raisa no quiso cogerlo.
—Leo, ese hombre ha matado a más de cuarenta niños.
—Y lo mataré por ello.
—¿Y qué pasa si se defiende? Debe de tener un cuchillo. Quizá tenga incluso una pistola. Puede que sea fuerte.
—No es un luchador. Es torpe, tímido.
—Leo, ¿cómo lo sabes? Coge el cuchillo. ¿Cómo vas a matarlo con las manos?
Leo le dio el cuchillo y le cerró la mano sobre la empuñadura.
—Te olvidas de que me entrenaron para esto. Confía en mí.
Era la primera vez que se lo pedía.
—Confío en ti.
No tenían futuro, ni esperanzas de escapar, de seguir juntos después de todo aquello. Raisa se dio cuenta de que una parte de ella no quería que aquel hombre estuviera en casa, quería que estuviera de viaje. Entonces tendrían una razón para estar juntos, para evitar ser capturados un par de días más, antes de volver y terminar su trabajo. ¿Cuántas personas habían arriesgado sus vidas para que ellos pudieran estar allí? Besó a Leo, deseando que lo consiguiera, que matara a aquel hombre.
Leo se acercó a la casa dejando a Raisa escondida. Ya habían elaborado un plan. Ella debía permanecer lejos de la casa, observando y esperando. Si aquel hombre intentaba escapar, ella lo interceptaría. Si había algún problema, si por cualquier motivo Leo fallaba, ella lo intentaría por su cuenta.
Leo llegó a la puerta. Dentro había una luz tenue. ¿Significaba eso que había alguien despierto? Empujó la puerta, dubitativo, y ésta se abrió. Se encontró con la cocina: una mesa, una estufa. La luz provenía de una lámpara de aceite. Una llama bailaba dentro de un vidrio lleno de hollín. Entró en la casa y caminó por la cocina hasta la habitación contigua. Para su sorpresa, sólo había dos camas. En una de ellas dormían juntas dos niñas. Su madre dormía en la otra. Estaba sola: Andréi no estaba por ninguna parte. ¿Era aquélla la familia de su hermano? De ser así, ¿era entonces su familia también? ¿Era aquélla su cuñada? ¿Y sus sobrinas? No, quizá hubiera otra familia en el piso de abajo. Se dio la vuelta. Una gata lo miraba, dos fríos ojos verdes. Era blanca y negra. Aunque estaba mejor alimentada que el gato del bosque, el gato que habían cazado y matado, era del mismo color, de la misma raza. Leo se sintió como en un sueño, rodeado de fragmentos del pasado. La gata se coló por otra puerta y bajó las escaleras. Leo la siguió.
La estrecha escalera llevaba a un sótano mal iluminado. La gata bajó por las escaleras y desapareció. Desde el primer escalón no se veía casi nada. Lo único que pudo ver era el borde de otra cama. Estaba vacía. ¿Era posible que Andréi no estuviera en casa? Leo bajó las escaleras intentando no hacer ruido.
Al llegar abajo, miró tras de sí. Había un hombre sentado a una mesa. Llevaba unas gruesas gafas cuadradas y una camisa blanca y limpia. Alzó la vista. Andréi no parecía sorprendido. Se levantó. Desde donde estaba, Leo pudo ver la pared que había detrás de su hermano. Había un collage de recortes de periódico que parecía nacer de su cabeza, pegados con cinta adhesiva, la misma foto una y otra vez. Su foto: Leo, de pie, con gesto triunfante, junto a un tanque alemán en llamas, el héroe de la Unión Soviética, el chico del cartel triunfal.
—Pável, ¿por qué has tardado tanto?
Su hermano señaló el asiento vacío que tenía enfrente.
Leo se limitó a obedecer. Se daba cuenta de que ya no controlaba la situación. Andréi no se sentía alarmado ni desprevenido, no balbucía ni intentaba escapar. Parecía preparado para enfrentarse a él. Leo, al contrario, estaba desorientado, confuso: le resultaba difícil no seguir las órdenes de su hermano. Se sentó.
Andréi se sentó también. Hermano frente a hermano: reunidos después de más de veinte años. Andréi preguntó:
—¿Supiste que era yo desde el principio?
—¿El principio?
—Desde que encontraste el primer cuerpo.
—No.
—¿Qué cuerpo encontraste primero?
—Larisa Petrova, Voualsk.
—Una chica joven, la recuerdo.
—¿Y Arkadi, en Moscú?
—En Moscú hubo varios.
Varios. Usó aquella palabra como si fuera lo más normal. Si había habido varios, entonces los habían encubierto todos.
—Arkadi fue asesinado en febrero de este año, en las vías del tren.
—¿Un niño pequeño?
—Tenía cuatro años.
—Yo también lo recuerdo. Ambos son recientes. Por aquel entonces ya había perfeccionado mi método. Pero aun así, ¿seguías sin saber que era yo? Los primeros no me salieron tan bien. Estaba nervioso. No podía ser demasiado evidente. Tenía que ser algo que sólo pudieras reconocer tú. No podía escribir mi nombre. Me estaba comunicando contigo, sólo contigo.
—¿De qué estás hablando?
—Hermano, nunca creí que hubieras muerto. Siempre supe que estabas vivo. Y sólo tenía un deseo, una ambición…: recuperarte.
¿Era ira lo que escuchaba en la voz de Andréi? ¿Era cariño? ¿O una mezcla de ambas cosas? ¿Cuál había sido su deseo, volver a verlo o vengarse de él? Su sonrisa era cálida —amplia y sincera—, como si acabara de ganar a las cartas.
—Tu estúpido y torpe hermano pequeño tenía razón en una cosa. Tenía razón en cuanto a ti. Intenté decirle a nuestra madre que estabas vivo. Pero no me hacía caso. Estaba segura de que alguien te había atrapado y te había matado. Le dije que no era verdad, le dije que te escaparías con nuestra presa. Le prometí que te encontraría y que cuando lo hiciera, no estaría enfadado, te perdonaría. Ella no me escuchaba. Se volvió loca. Olvidaba quién era yo y me trataba como si fuera tú. Me llamaba Pável y me pedía que la ayudase, como hacías tú. Yo me hacía pasar por ti, era más fácil, eso la hacía feliz, pero en cuanto cometía algún error, ella se daba cuenta de que no era tú. Se enfadaba, me pegaba una y otra vez hasta que se le pasaba. Y entonces se echaba a llorar por ti de nuevo. Nunca dejaba de llorar por ti. Todo el mundo tiene una razón para vivir. Tú eras la suya. Pero también eras la mía. La única diferencia era que yo estaba seguro de que estabas vivo.
Leo escuchaba como un niño escucharía a un adulto que le explicara cómo funciona el mundo, en un silencio absoluto. No podía levantar las manos, ponerse de pie; no podía hacer nada que interrumpiese a su hermano. Andréi prosiguió:
—Mientras nuestra madre se venía abajo, yo cuidé de mí mismo. Afortunadamente, el invierno se estaba acabando, y las cosas fueron mejorando poco a poco. Sólo sobrevivieron diez personas en nuestro pueblo, once si te contamos a ti. Los demás pueblos estaban completamente muertos. Cuando llegó la primavera y la nieve destapó el olor, había pueblos enteros pudriéndose y apestando. Uno no podía ni acercarse. Pero en invierno eran tranquilos, apacibles, totalmente silenciosos. Y durante aquel tiempo, yo salía a cazar al bosque, todas las noches, solo. Seguía las huellas. Te buscaba, gritaba tu nombre, gritaba entre los árboles. Pero no volviste.
Como si su cerebro empezara a asimilar lentamente aquellas palabras, partiéndolas en trozos, Leo preguntó, dubitativo:
—¿Mataste a esos niños porque pensabas que te había abandonado?
—Los maté para que me encontraras. Los maté para que vinieras a casa. Los maté para comunicarme contigo. ¿Quién más habría podido entender las pistas de nuestra niñez? Sabía que te llevarían hasta mí, igual que supiste seguir las huellas en la nieve. Eres un cazador, Pável, el mejor cazador del mundo. No sabía si estabas en la milicia o no. Cuando vi aquella foto tuya, hablé con la redacción de Pravda. Les pedí tu nombre. Les conté que nos habían separado y que pensaba que tu nombre era Pável. Me dijeron que no te llamabas así, y que los detalles sobre ti estaban clasificados. Les supliqué que me dijeran en qué división luchabas. No quisieron decirme ni siquiera eso. Yo también fui soldado. No como tú, no era un héroe, no pertenecía a la élite. Pero al menos sabía que debías estar en una fuerza especial. Por el secretismo que rodeaba tu nombre, supe que era muy probable que estuvieras en el ejército o en la Seguridad del Estado, o en el Gobierno. Sabía que serías alguien importante, no podías ser otra cosa. Tendrías acceso a la información de estos asesinatos. Por supuesto, eso no era indispensable. Si mataba a muchos niños en muchos lugares estaba seguro de que te cruzarías con mi obra, cualquiera que fuera tu trabajo. Estaba seguro de que te darías cuenta de que era yo.
Leo se echó hacia delante. Su hermano parecía una persona educada, razonaba de manera inteligente. Preguntó:
—Hermano, ¿qué te pasó?
—¿Después de vivir en el pueblo, quieres decir? Lo mismo que le pasó a todo el mundo: me reclutaron para el ejército. Perdí mis gafas en combate y acabé cayendo en manos de los alemanes. Me atraparon. Me rendí. Al volver a Rusia, después de haber sido prisionero de guerra, me arrestaron, me interrogaron, me pegaron. Me amenazaron con enviarme a prisión. Les dije que no podía ser un traidor porque apenas podía ver. Durante seis meses no tuve gafas. El mundo era borroso más allá de mi nariz. Y todos los niños que veía se convertían en ti. Deberían haberme ejecutado. Pero los guardias se reían de mí cuando chocaba contra los objetos. Tropezaba todo el rato, como cuando era niño. Sobreviví. Era demasiado torpe y estúpido como para ser un espía alemán. Me insultaron, me pegaron y me dejaron marchar. Regresé aquí. Incluso aquí me odiaban y me llamaban traidor. Pero eso no me importaba. Te tenía a ti. Me concentré en una única tarea: traerte de vuelta a casa.
—¿Y empezaste a matar?
—Empecé por esta zona. Pero después de seis meses, pensé que podías estar en cualquier parte del país. Por eso conseguí el trabajo de tolchak, para poder viajar. Necesitaba dejar un rastro por todo el país, señales que tú pudieras encontrar.
—¿Señales? Eran niños. Los hijos e hijas de otras personas.
—Al principio mataba animales, los atrapaba como atrapamos aquel gato. Pero no funcionó. Nadie prestaba atención. A nadie le importaba. Nadie se daba cuenta. Un día me crucé con un niño en el bosque. Me preguntó qué estaba haciendo. Le dije que estaba preparando un cebo. Aquel niño tenía la edad que tú tenías cuando te fuiste. Y entonces me di cuenta de que aquel niño sería mucho mejor cebo. A la gente le llamaría la atención un niño muerto. Tú entenderías el significado. ¿Por qué crees que mataba tantos niños en invierno? Para que pudieras seguir mis huellas en la nieve. ¿No seguiste mis huellas en el bosque, como seguiste las del gato?
Leo escuchaba la suave voz de su hermano como si fuera una lengua extranjera que apenas podía entender.
—Andréi, tienes una familia. He visto a tus hijas, arriba, son niñas, como los que tú has matado. Tienes dos hijas preciosas. ¿No entiendes que lo que hiciste está mal?
—Era necesario.
—No.
Andréi golpeó la mesa con el puño, furioso.
—¡No me hables en ese tono! ¡No tienes derecho a enfadarte! ¡Nunca te preocupaste por mí! ¡Nunca regresaste! ¡Sabías que estaba vivo y no te importó! ¡Olvidemos, al estúpido y torpe Andréi! ¡No significa nada para ti! ¡Me dejaste tirado, con una puta madre loca y un pueblo lleno de cadáveres putrefactos! ¡No tienes derecho a juzgarme!
Leo se quedó mirando la cara de su hermano, retorcida de ira, repentinamente transformada. ¿Era aquél el rostro que veían los niños antes de morir? ¿Qué habría tenido que vivir su hermano? ¿Qué horrores indecibles? Pero ya no era tiempo de compasión ni de comprensión. Andréi se limpió el sudor de la frente.
—Era la única manera de que me encontrases, la única forma de llamar tu atención. Podías haberme buscado. Pero no lo hiciste. Me borraste de tu vida. Me sacaste de tu cabeza. El momento más feliz de mi vida fue cuando atrapamos aquel gato, juntos, como un equipo. Cuando estábamos juntos, nunca me pareció que el mundo fuera injusto, aunque no tuviéramos comida, aunque hiciera un frío terrible. Pero entonces te marchaste.
—Andréi, yo no te abandoné. Me llevaron. Un hombre me golpeó la cabeza en el bosque. Me metió en un saco y me llevó. Yo nunca te habría abandonado.
Andréi negó con la cabeza.
—Eso es lo que me dijo nuestra madre. Pero es mentira. Me traicionaste.
—Estuve a punto de morir. Aquel hombre iba a matarme. Querían convertirme en comida para su hijo. Pero cuando llegamos a la casa, su hijo ya había muerto. Estaba conmocionado. No podía ni recordar mi nombre. Tardé semanas en recuperarme. Para cuando lo conseguí, ya estaba en Moscú. Habíamos abandonado el campo. Tenían que encontrar comida. Me acordé de ti. Me acordé de nuestra madre. Me acordé de nuestra vida juntos. Por supuesto que me acordé. Pero ¿qué podía hacer? No tenía elección. Tenía que seguir adelante. Lo siento.
Leo se estaba disculpando.
Andréi cogió las cartas y las barajó.
—Podías haberme buscado cuando fuiste mayor. Podías haberte esforzado. No me he cambiado el nombre. Era fácil encontrarme, especialmente para alguien poderoso.
Era cierto. Leo podría haber encontrado a su hermano; podría haberlo buscado. Había intentado sepultar su pasado. Y ahora su hermano se había abierto camino hasta su vida a base de asesinatos.
—Andréi, me pasé toda la vida intentando olvidar el pasado. Crecí con miedo de enfrentarme a mis nuevos padres. Me aterrorizaba la idea de recordarles el pasado, porque tenía miedo de que se acordasen de que habían intentado matarme. Me despertaba todas las noches sudoroso, aterrado, preocupado de que hubieran cambiado de idea y quisieran matarme otra vez. Hice todo lo posible para que me quisieran. Era una cuestión de supervivencia.
—Siempre quisiste hacer cosas sin mí, Pável. Siempre quisiste librarte de mí.
—¿Sabes por qué estoy aquí?
—Has venido a matarme. ¿Para qué otra cosa vendría un cazador? Después de matarme, a mí me odiarán y a ti te adorarán. Como siempre.
—Hermano, se me considera un traidor por buscarte.
Andréi parecía bastante sorprendido.
—¿Por qué?
—Han culpado a otras personas de tus asesinatos. Han muerto muchos inocentes, de manera directa o indirecta, por tus crímenes. ¿Lo entiendes? Tu culpabilidad es una vergüenza para el Estado.
Andréi no cambió su gesto. Finalmente dijo:
—Escribiré una confesión.
Otra confesión. ¿Y qué diría?
Yo, Andréi Sidórov, soy un asesino.
Su hermano no lo entendía. Nadie quería su confesión, nadie quería que fuera culpable.
—Andréi, no estoy aquí para llevarme tu confesión. Estoy aquí para asegurarme de que no matas a más niños.
—No voy a detenerte. Ya he hecho lo que tenía que hacer. He demostrado que tenía razón. Te has arrepentido de no haberme buscado antes. De haberlo hecho, imagina todas las vidas que se habrían salvado.
—Estás loco.
—Antes de que me mates, me gustaría jugar una partida de cartas. Por favor, hermano, es lo menos que puedes hacer por mí.
Andréi barajó las cartas. Leo las miró.
—Por favor, hermano, una partida. Si juegas, te dejaré que me mates.
Leo cogió sus cartas, no por la promesa que le había hecho su hermano, sino porque necesitaba tiempo para aclarar sus ideas. Necesitaba imaginar que Andréi era un desconocido. Empezaron a jugar. Andréi, concentrado, parecía totalmente satisfecho. Escuchó un ruido a un lado. Asustado, Leo se dio la vuelta. Al final de la escalera había una preciosa niña, con el pelo enmarañado. Se quedó en el último escalón, apenas visible, como una especie de voyeur.
—Nadia, éste es mi hermano, Pável.
—¿El hermano del que me hablaste? ¿El que me dijiste que vendría de visita?
—Sí.
Nadia miró a Leo.
—¿Tienes hambre? ¿Has hecho un largo viaje?
Leo no sabía qué contestar. Andréi lo hizo en su lugar.
—Deberías volver a la cama.
—Ya estoy despierta. Ahora no me podré dormir. Me quedaré arriba, escuchando vuestra conversación. ¿No puedo sentarme con vosotros? Yo también quiero conocer a tu hermano. Nunca he conocido a ningún miembro de tu familia. Me gustaría mucho. Por favor, papá, por favor.
—Pável ha viajado mucho para encontrarme. Tenemos mucho de qué hablar.
Leo tenía que librarse de la pequeña. Corría peligro de verse envuelto en una reunión familiar, con vasos de vodka, rodajas de carne y preguntas sobre su pasado. Había venido a matar.
—Quizá podríamos tomar algo de té. ¿Queda algo?
—Sí, yo sé cómo se hace. ¿Despierto a mamá?
Andréi dijo:
—No, deja que duerma.
—Entonces puedo hacerlo yo.
—Sí, hazlo tú.
Sonrió y subió corriendo las escaleras.
Nadia estaba emocionada. El hermano de su padre era guapo, y estaba segura de que tendría muchas historias interesantes. Era un soldado, un héroe. Podía explicarle cómo convertirse en piloto de guerra. Quizá estuviera casado con una piloto. Abrió la puerta del salón y soltó un gritito. En la cocina había una mujer muy hermosa. Estaba completamente quieta, con una mano a la espalda, como si un gigante hubiera metido la mano en la cocina y la hubiera dejado allí: una muñeca en una casa de muñecas.
Raisa tenía el cuchillo oculto tras la espalda, el acero apretado contra el vestido. Había esperado afuera durante lo que le había parecido demasiado tiempo. Debía de haber habido algún problema. Tendría que terminar el trabajo ella misma. Nada más entrar por la puerta, se sintió aliviada al ver que había poca gente en la casa. Había dos camas, una hija y una madre. ¿Quién era aquella niña que tenía enfrente? ¿De dónde salía? Parecía contenta y emocionada. No estaba en absoluto asustada o tensa. No había muerto nadie.
—Me llamo Raisa. ¿Está aquí mi marido?
—¿Se refiere a Pável?
Pável… ¿Por qué lo llamaba Pável? ¿Por qué lo llamaba por su antiguo nombre?
—Sí…
—Me llamo Nadia. Encantada de conocerla. Nunca he conocido a ningún familiar de mi padre.
Raisa siguió con el cuchillo a la espalda. Familia… ¿De qué estaba hablando?
—¿Dónde está mi marido?
—Abajo.
—Me gustaría decirle que estoy aquí.
Raisa se acercó a las escaleras y se colocó el cuchillo delante para que Nadia no pudiera verlo. Abrió la puerta.
Empezó a bajar las escaleras muy despacio, mientras escuchaba una conversación tranquila. Bajó. Llevaba el cuchillo por delante, con el brazo extendido. Temblaba. Recordó que, cuanto más tardase en matar a aquel hombre, más difícil le resultaría. Al llegar al final de la escalera vio a su marido jugando a las cartas.
Vasili ordenó a sus hombres que rodearan la casa. Era imposible que escapara nadie. En total lo acompañaban quince agentes. Muchos de ellos eran de allí, y no los conocía de nada. Tenía miedo de que siguieran las reglas, que arrestaran a Leo y a su mujer. Tendría que llevar el asunto de forma personal. Lo terminaría allí, se aseguraría de destruir cualquier prueba que pudiera hablar en favor de ellos. Se acercó con la pistola preparada. Dos hombres lo acompañaban. Les hizo un gesto para que se quedaran donde estaban.
—Dadme cinco minutos. Si no os llamo, no entréis. ¿Ha quedado claro? Si no salgo en cinco minutos, entrad en la casa y matad a todo el mundo.
A Raisa le temblaba la mano, con el cuchillo por delante. No podía hacerlo. No podía matar a aquel hombre. Estaba jugando a las cartas con su marido. Leo se acercó a ella.
—Yo lo haré.
—¿Por qué juegas a las cartas con él?
—Porque es mi hermano.
Más arriba se oyeron gritos. La pequeña chillaba. Oyeron una voz de hombre. Antes de que nadie pudiera reaccionar, Vasili apareció en lo alto de las escaleras, con la pistola en la mano. Examinó la situación. Él también parecía confuso. Se fijó en las cartas.
—Has viajado mucho para jugar a las cartas. Pensé que estabas buscando a tu supuesto asesino de niños. ¿O es que esto forma parte de tu interrogatorio?
Leo lo había retrasado demasiado. Ahora no había forma de matar a Andréi. Si hacía cualquier movimiento brusco, recibiría un disparo y Andréi seguiría libre. Aunque su hermano ya no tuviera un motivo para matar (se habían encontrado), no creía que Andréi fuera capaz de parar. Había fracasado. Había hablado cuando debería haber actuado. Había olvidado que había mucha más gente que prefería verlo muerto a él que a su hermano.
—Vasili, necesito que me escuches.
—De rodillas.
—Por favor…
Vasili amartilló la pistola. Leo cayó de rodillas. Lo único que podía hacer era obedecer, suplicar, pedir. Pero aquél era un hombre que no escuchaba, a quien no le importaba otra cosa que no fuera su venganza personal.
—Vasili, es importante…
Vasili le puso la pistola en la cabeza.
—Raisa, agáchate junto a tu marido, ¡ahora!
Ella se unió a su marido, igual que en las ejecuciones del granero. La pistola estaba en su nuca. Raisa cogió la mano de su marido y cerró los ojos. Leo gritó:
—¡No!
En respuesta, Vasili le dio unos golpecitos en la cabeza a Raisa, burlándose de él.
Ella obedeció. Él le puso la pistola en la nuca. Vasili dijo:
—Leo…
La voz de Vasili se apagó. Raisa sujetaba con fuerza la mano de Leo. Pasaron los segundos, en silencio. No sucedía nada. Leo se dio la vuelta muy despacio.
El cuchillo de sierra había penetrado por la espalda de Vasili y había salido por el estómago. Allí estaba Andréi, con el cuchillo en la mano. Había salvado a su hermano. Había cogido el puñal con calma —sin tropezar ni chocar con nada— y había apuñalado a aquel hombre limpia y silenciosamente, con suma habilidad. Andréi estaba contento, tan contento como lo había estado cuando mataron a aquel gato. Más contento que nunca.
Leo se levantó y le quitó a Vasili la pistola de la mano. De su boca salía sangre. Seguía vivo, pero su mirada ya no era calculadora, ya no pergeñaba plan alguno. Levantó la mano y la colocó sobre el hombro de Leo, como si estuviera despidiéndose de un amigo, antes de desplomarse. Aquel hombre, que había dedicado su existencia a cazar a Leo, estaba muerto. Pero Leo no sintió alivio ni satisfacción. Lo único que podía pensar era que tenía que cumplir con una tarea.
Raisa se levantó junto a Leo. Andréi se quedó donde estaba. Nadie hizo nada. Leo levantó el arma lentamente y apuntó justo al puente de las gafas de su hermano. En aquella pequeña habitación apenas había medio metro de separación entre el cañón de la pistola y la cabeza de su hermano.
Una voz gritó:
—¿Qué haces?
Leo se dio la vuelta. Nadia estaba en las escaleras. Raisa susurró:
—Leo, no nos queda mucho tiempo.
Pero Leo no podía hacerlo. Andréi dijo:
—Hermano, quiero que lo hagas.
Raisa extendió la mano, rodeó con ella la mano de Leo. Juntos apretaron el gatillo. La pistola se disparó, sintieron el retroceso. La cabeza de Andréi se fue hacia atrás y él cayó al suelo.
Al escuchar el disparo, los agentes entraron en la casa y bajaron por las escaleras. Raisa y Leo soltaron el arma. El agente que estaba al cargo miró el cuerpo de Vasili. Leo habló primero. Le temblaba la mano. Señaló a Andréi, su hermano pequeño.
—Este hombre era un asesino. Su superior ha muerto intentando capturarlo.
Leo cogió el maletín negro. No sabía si sus sospechas serían acertadas, pero lo abrió. Dentro había un bote de cristal envuelto en papel. Desenroscó la tapa y echó el contenido sobre la mesa, sobre las cartas. Era el estómago de la última víctima de su hermano, envuelto en un ejemplar de Pravda. Leo añadió con una voz casi inaudible:
—Vasili murió como un héroe.
Mientras los agentes se movían alrededor de la mesa, examinando aquel espantoso descubrimiento, Leo se echó hacia atrás. Nadia lo miraba fijamente, con la furia de su padre en la mirada.