Oblast de Rostov
Ocho kilómetros al norte de Rostov del Don
16 de julio
Estaban sentados en el elektrichka, se dirigían a las afueras de la ciudad, cada vez más cerca de su destino: el centro de Rostov del Don. El conductor del camión no les había traicionado. Los había hecho pasar a través de distintos puntos de control y los había dejado en la ciudad de Shajti, donde habían pasado la noche en casa de la suegra del conductor, una mujer llamada Sarra Karlovna, y su familia. Sarra, de cincuenta y tantos años, vivía con algunos de sus hijos, entre ellos una chica que estaba casada y tenía tres hijos. Los padres de Sarra también vivían en aquel apartamento. En total había once personas en tres dormitorios; uno por cada generación. Por tercera vez Leo relató la historia de su investigación. Al contrario que en los pueblos del norte, ellos ya habían oído hablar de aquellos crímenes: los asesinatos de niños. Según Sarra, había poca gente en aquel oblast que no hubiera escuchado los rumores. A pesar de ello, no conocían los datos. Al escuchar la cifra estimada de muertes, todos se quedaron en silencio.
No se planteó la duda de si estaban dispuestos a ayudar: toda la familia se había puesto a planear cosas inmediatamente. Leo y Raisa decidieron esperar al anochecer antes de viajar a la ciudad, porque por la noche habría menos gente en la fábrica. También era más probable que el asesino estuviera en casa. Asimismo se había decidido que no debían viajar solos. Por ese motivo, ahora los acompañaban tres niños y dos enérgicos abuelos. Leo y Raisa interpretaban los papeles de un padre y una madre, mientras que los progenitores reales se habían quedado en Shajti. Fingir que eran una familia era una medida de precaución. Si la búsqueda había llegado hasta Rostov, si el Estado había adivinado que su objetivo no era abandonar el país, estarían buscando a un hombre y a una mujer que viajaban juntos. Les había resultado imposible cambiar su aspecto de manera determinante. Se habían cortado el pelo, les habían dado ropa nueva. Aun así, sin aquella familia junto a ellos sería fácil detectarlos. Raisa no estaba muy convencida de tener que valerse de los niños, le preocupaba que fuera un peligro para ellos. Se había decidido que, de haber cualquier problema, si los atrapaban, los abuelos asegurarían que Leo los había amenazado y que temían por sus vidas si no les ayudaban.
El tren se detuvo. Leo miró por la ventana. En la estación había mucha gente: vio a varios agentes de uniforme, patrullando por el andén. Los siete se bajaron del tren. Raisa llevaba al más pequeño de los niños. A los tres les habían indicado que debían portarse mal. El mayor de los dos chicos entendía aquel disfraz y actuaba en consecuencia, pero el más pequeño estaba confuso y no hacía otra cosa que mirar a Raisa, mordiéndose el labio, preocupado por el peligro y deseando estar en casa. Sólo un agente sumamente observador sospecharía que aquella familia era un fraude.
Había guardias en el andén y en el vestíbulo, demasiados para un día normal en una estación normal. Buscaban a alguien. Aunque Leo intentó tranquilizarse pensando que había mucha gente a la que perseguían y arrestaban, su instinto le decía que era a ellos a quienes buscaban. La salida estaba a cincuenta pasos. Debía concentrarse en eso. Ya casi habían llegado.
Dos agentes armados se plantaron frente a ellos.
—¿De dónde vienen y adónde van?
Por un instante, Raisa no pudo hablar. Las palabras se evaporaron. Para no dar la impresión de que se había quedado petrificada, se pasó al niño de un brazo a otro y se rió.
—¡Cuánto pesan!
Leo se entrometió.
—Venimos de visitar a su hermana. Vive en Shajti. Se va a casar.
La abuela añadió:
—Con un borracho. Yo no lo apruebo. Le dije que no lo hiciera.
Leo sonrió y miró a la abuela.
—¿Quieres que se case con un hombre que sólo beba agua?
—Eso sería mejor.
El abuelo asintió y dijo:
—No me importa que beba, pero ¿por qué es tan feo?
Los dos abuelos se rieron. Los agentes, no. Uno de ellos miró al niño.
—¿Cómo se llama?
La pregunta se la habían hecho a Raisa. De nuevo se le quedó la mente en blanco. No lo recordaba. No le venía nada. Dijo un nombre al azar.
—Aleksandr.
El niño negó con la cabeza.
—Me llamo Iván.
Raisa rió.
—Me gusta meterme con él. Siempre mezclo los nombres de los hermanos, les vuelve locos. Este jovencito que llevo aquí se llama lván. Ése es Mijaíl.
Aquél era el nombre del mediano. Raisa recordó entonces que el mayor se llamaba Aleksei. Pero para que se creyeran la mentira, tendría que fingir que su nombre era Aleksandr.
—Y el mayor se llama Aleksandr.
El niño abrió la boca para contradecirlo, pero el abuelo se dio cuenta y le pasó la mano por la cabeza en señal de afecto. Molesto, el niño se apartó.
—No hagas eso. Ya no soy un niño.
Raisa se esforzó en no dejar que se notara su alivio. Los agentes se apartaron de su camino, y ella condujo a su falsa familia al exterior de la estación.
En cuanto perdieron de vista la estación, se despidieron de la familia. Leo y Raisa subieron a un taxi. Ya habían transferido a la familia de Sarra todos los detalles de la investigación. Si por cualquier razón fracasaban, si los asesinatos continuaban, la familia heredaría el caso. Organizarían a otros para intentar encontrar a aquel hombre, asegurándose de que si un grupo fracasaba, habría otro dispuesto a ocupar su lugar. No podían permitir que sobreviviera. Leo se daba cuenta de que aquello era un linchamiento: no había tribunal ni pruebas ni juicio. Era una ejecución basada en sospechas y en pruebas circunstanciales. Se daba cuenta de que, en su intento por conseguir que se hiciera justicia, estaban imitando al mismo sistema contra el que se rebelaban.
Ni Leo ni Raisa abrieron la boca mientras iban en el taxi, un Volga fabricado casi seguro en Voualsk. No les hacía falta. El plan estaba en marcha. Leo iba a entrar en la fábrica Rostelmash y llegar hasta los archivos de los empleados. No sabía cómo hacerlo exactamente. Improvisaría. Raisa se quedaría en el taxi, convenciendo al taxista de que todo iba bien si le entraban sospechas. Ya le habían pagado por adelantado y de manera generosa, para que estuviera tranquilo y fuera obediente. En cuanto Leo hubiera encontrado el nombre del asesino y la dirección, necesitarían que el conductor los llevara hasta su casa. Si no estaba allí, si estaba de viaje, intentarían averiguar cuándo iba a volver. Regresarían a Shajti, se quedarían con la familia de Sarra y esperarían.
El taxi se detuvo. Raisa cogió la mano de Leo. Estaba nervioso, su voz no era más que un susurro.
—Si no vuelvo en una hora…
—Lo sé.
Leo salió y cerró la puerta.
Había guardias en la verja de entrada, aunque no parecía que estuvieran especialmente alerta. A juzgar por la falta de seguridad, Leo estaba casi seguro de que en el MGB nadie había adivinado que aquella fábrica de tractores era su destino. Era posible que hubieran reducido el número de guardias en la puerta para que entrara, para que no se asustase, pero lo dudaba. Quizá hubieran llegado a la conclusión de que se dirigía a Rostov, pero no podían saber exactamente adonde. Rodeó la fábrica y descubrió un punto en el que la valla estaba oculta tras un edificio de ladrillo. Trepó por ella evitando el alambre de espino y bajó por el otro lado. Estaba dentro.
La fábrica tenía una cadena de montaje que funcionaba las veinticuatro horas del día. Había trabajadores de aquel turno pero en general no había mucha gente. El terreno era muy extenso. Allí debían de trabajar varios miles de personas, Leo pensó que alrededor de diez mil: contables, limpiadores, encargados de envíos y los que trabajaban en la cadena de montaje. Además, sumando los trabajadores del turno de día y los del turno de noche, dudaba que nadie se diera cuenta de que no pertenecía a la empresa. Caminó tranquilamente con aire confiado, como si aquél fuera su sitio, abriéndose camino hasta el mayor de los edificios. Dos hombres salieron por la puerta, fumando, en dirección a la verja de entrada. Quizá hubieran terminado su turno de la noche. Lo vieron y se detuvieron. Leo, que no podía ignóralos, se acercó a ellos.
—Soy un tolchak de la fábrica de coches Volga en Voualsk. Debía haber llegado mucho antes, pero mi tren se ha retrasado. ¿Dónde está el edificio de administración?
—No hay un edificio sólo para eso. La oficina principal está dentro, en uno de los pisos de arriba. Te llevaré hasta ella.
—Seguro que sabré llegar.
—No tengo ninguna prisa en volver a casa. Te llevo.
Leo sonrió. No podía negarse. Aquellos hombres se despidieron el uno del otro, y Leo siguió a su acompañante no deseado hasta la planta de montaje.
Al entrar, Leo se quedó anonadado. El inmenso tamaño, el techo alto, el ruido de la maquinaria; todo creaba una sensación de asombro que normalmente se reservaban las instituciones religiosas pero, claro, aquélla era la nueva iglesia, la catedral del pueblo, y había que venerarla casi tanto como las máquinas que producía. Leo y aquel hombre caminaban el uno junto al otro charlando. De repente Leo se alegró de que lo acompañara; de esa manera nadie se extrañaría de su presencia. De todas formas seguía preguntándose cómo podría librarse de él.
Subieron por las escaleras del piso principal de la fábrica hasta el departamento de administración. El hombre dijo:
—No sé cuánta gente habrá. Normalmente no trabajan por las noches.
Leo seguía sin saber muy bien qué iba a hacer. ¿Podría abrirse paso con mentiras? No parecía probable, teniendo en cuenta la importancia de la información que necesitaba. No se la iban a dar, por muchos pretextos que se le ocurrieran. De haber tenido todavía su carné de la Seguridad del Estado, habría sido mucho más fácil.
Doblaron una esquina. El pasillo que llevaba hasta la oficina daba a la fábrica. Hiciera lo que hiciera, los obreros podrían verlo desde abajo. Aquel hombre llamó a la puerta. Ahora todo dependía de cuánta gente hubiera dentro. La abrió un hombre mayor, un contable quizá, vestido con traje, de piel amarillenta y expresión amarga.
—¿Qué quiere?
Leo miró por encima del hombro de aquel contable. La oficina estaba vacía.
Se dio la vuelta y golpeó a su acompañante en el estómago, obligándole a agacharse. Antes de que el contable tuviera tiempo de reaccionar, Leo le rodeó el cuello con las manos.
—Haga lo que le digo y vivirá, ¿entiende?
Él asintió. Leo le soltó lentamente el cuello.
—Cierre las persianas. Y quítese la corbata.
Leo tiró del más joven, que seguía retorciéndose afuera. Cerró la puerta tras él y echó el pestillo. El contable se quitó la corbata y se la tiró a Leo antes de acercarse hasta las ventanas y echar las persianas, para que nadie los viera desde la fábrica. No creía que tuvieran armas ni alarmas, no había nada que robar. Una vez echadas las persianas, el hombre miró a Leo.
—¿Qué es lo que quiere?
—El historial de empleados.
Asombrado pero obediente, abrió el archivador. Leo se acercó y se quedó a su lado.
—Quédese aquí, no se mueva y ponga las manos encima del archivador.
Había miles y miles de archivos, documentación abundante, no sólo de los empleados actuales, sino de los que ya no trabajaban allí. Supuestamente, los tolchaks no existían, porque ello implicaba algún fallo en la distribución y la producción. Era poco probable que estuvieran clasificados con ese nombre.
—¿Dónde están los archivos de los tolchaks?
Aquel hombre abrió un cajón y sacó un grueso archivo. En la etiqueta decía INVESTIGADORES para disimular. Leo pudo ver que había al menos cinco tolchaks a sueldo de la empresa. Nervioso —toda la investigación dependía de aquellos papeles— comprobó el historial de aquellos hombres. ¿Adónde los habían enviado y cuándo? Si las fechas se correspondían con los asesinatos, habría encontrado al asesino, al menos eso pensaba. Si se acercaba lo suficiente, iría a ver a ese hombre y se enfrentaría a él. Estaba seguro de que cuando se encontrase con él cara a cara y él lo acusara del crimen, el asesino se vendría abajo. Recorrió la lista con el dedo y comparó las fechas y los lugares con los que tenía en la memoria. La primera lista no encajaba. Leo hizo una pausa, dudando de su propia capacidad para recordar. Pero las tres fechas que no podía haber olvidado eran los tres asesinatos de Voualsk y el de Moscú. Aquel tolchak no había estado nunca allí ni en ninguno de los puntos por los que pasaba el Transiberiano. Leo abrió el segundo archivo, ignorando los datos personales y pasando directamente al registro de empleo. Aquella persona había empezado a trabajar allí el mes anterior. Leo dejó la ficha a un lado y abrió el tercer archivo. No encajaba. Sólo quedaban otros dos. Hojeó el cuarto.
Voualsk, Molotov, Viatka, Gorki: una hilera de ciudades que seguían la línea del tren en dirección a Moscú. Al sur de la capital estaban las ciudades de Tula y Orel. Ya en Ucrania, Leo vio las ciudades de Jarkov y Górlovka, Zaporoshi y Kramatorsk. En todas ellas se habían producido asesinatos. Cerró el archivo. Antes de estudiar los detalles personales quería ver el quinto. Casi sin poder concentrarse, recorrió la lista con el dedo. Había algunas referencias que encajaban, pero no todas. Volvió al cuarto archivo. Miró la primera página y se quedó mirando la pequeña fotografía en blanco y negro de aquel hombre.