Sureste del Oblast de Rostov
14 de julio
Leo y Raisa iban en una caja de no más de un metro de alto y dos de ancho: eran un cargamento humano —contrabando— de camino al sur. Después de que los militares acabasen de buscar en el koljós, los aldeanos llevaron a Leo y a Raisa en un camión hasta el pueblo más cercano, Riazán, donde les presentaron a amigos y familiares. En un pequeño apartamento, con un calor sofocante y entre el humo de cigarrillos baratos, ante un público de casi treinta personas, Leo había relatado la historia de su investigación. No hizo falta convencer a nadie de la urgencia de su objetivo, y a nadie le costó creer que la milicia no hubiera podido hacer nada contra el asesino. Ellos nunca recurrían a la milicia para pedirles ayuda ni llevaban sus disputas ante las autoridades. Dependían siempre unos de otros. En este caso sucedía lo mismo, sólo que lo que estaba en juego eran las vidas de un número indeterminado de niños.
Juntos, de manera colectiva, elaboraron un plan para transportarlos al sur. Uno de ellos trabajaba como camionero, llevando cargas entre Moscú y ciudades como Samara o Jarkov. Jarkov estaba a unos trescientos kilómetros al norte de Rostov, a medio día de camino en camión. Aunque se decidió que llegar hasta Rostov sería demasiado peligroso, pues el conductor no tenía ningún negocio que hacer allí, estaba dispuesto a llevarlos hasta la cercana ciudad de Shajti. Podía explicar aquella desviación perfectamente, diciendo que iba a visitar a unos familiares. Los mismos familiares que, después de escuchar la historia, casi con toda seguridad estarían dispuestos a ayudar a Leo y a Raisa a ir a la ciudad.
Como mínimo tendrían que pasar un día y medio en aquella caja, apretados en una oscuridad absoluta. El conductor llevaba plátanos, un exótico lujo destinado a los spetztorgi, las tiendas para los miembros importantes del Partido, aquellas en las que antaño hacían la compra Leo y Raisa. Su caja estaba en la parte trasera del vehículo, debajo de otras cajas que contenían también fruta valiosa. Hacía un calor seco y el viaje era incómodo. Cada tres o cuatro horas el conductor paraba, sacaba las cajas que tenían encima y dejaba que estirasen las piernas y se aliviasen en el arcén.
En la más absoluta oscuridad, con las piernas cruzadas el uno con el otro, en lados opuestos de la caja, Raisa preguntó:
—¿Te fías de él?
—¿De quién?
—Del conductor.
—¿Tú no?
—No lo sé.
—¿Y por qué lo preguntas?
—De todos los que escucharon la historia, él fue el único que no hizo preguntas. No parecía interesarle. Y no le impresionó como a los demás. Me parece que es demasiado indiferente, que no tiene emociones.
—No tenía por qué ayudarnos. Y no va a poder traicionarnos y volver con su familia y sus amigos.
—Podría inventarse algo. Que había un control en la carretera. Que nos atraparon. Que intentó ayudarnos pero no pudo hacer nada.
—¿Y qué sugieres?
—En la próxima parada podrías luchar con él, atarlo y conducir tú mismo el camión.
—¿Hablas en serio?
—La única forma que tenemos de estar seguros, de estar completamente seguros, es hacernos con el camión. Tendríamos sus papeles. Tendríamos otra vez nuestras vidas en nuestras manos. Así no podemos valemos por nosotros mismos. No sabemos adónde nos lleva.
—Fuiste tú quien me enseñó a confiar en la bondad de los desconocidos.
—Éste no es como los demás. Parece ambicioso. Se pasa el día entero transportando artículos de lujo. Debe de pensar: yo también quiero eso, yo quiero esos tejidos excelentes, esa comida exótica. Pensará que somos una oportunidad. Sabe que puede ganar mucho dinero con nosotros. Y sabe el precio que pagaría si lo cogieran con nosotros.
—Quizá no sea el más apropiado para decirlo, Raisa, pero estás hablando de un hombre inocente, que al parecer está arriesgando su vida por nosotros.
—Lo único que quiero es asegurarme de que llegamos a Rostov.
—¿No es así como empieza todo? Tienes una causa en la que creer, una causa por la que merece la pena morir. Muy pronto se convierte en una causa por la que merece la pena matar. Después se convierte en una causa por la que merece la pena matar a gente inocente.
—No tendríamos que matarlo.
—Sí, porque no podríamos dejarlo atado en el arcén. Eso sería mucho más arriesgado. O lo matamos o confiamos en él. Raisa, así es como todo acaba pudriéndose. Esta gente nos ha dado de comer, nos ha acogido y nos ha transportado. Si les traicionamos, si ejecutamos a uno de sus amigos sólo por precaución, me convertiría en el mismo hombre al que odiabas en Moscú.
Aunque no podía verla, supo que estaba sonriendo.
—¿Me estabas poniendo a prueba?
—Sólo quería hablar de algo.
—¿He pasado la prueba?
—Eso depende de si llegamos a Shajti o no.
Después de un rato de silencio Raisa preguntó:
—¿Qué pasará cuando esto acabe?
—No lo sé.
—Te querrán en Occidente. Te protegerán.
—Nunca dejaría este país.
—¿Ni aunque este país te quiera matar?
—Si tú quieres huir, haré todo lo que pueda para conseguirte un barco.
—¿Qué harás? ¿Esconderte en el monte?
—Cuando ese hombre esté muerto, cuando estés a salvo y fuera del país, me entregaré. No quiero vivir en el exilio, con gente que quiera que le proporcione información pero me odie. No quiero vivir como un forastero. No puedo. Eso significaría que todo lo que dijeron de mí en Moscú era cierto.
—¿Y eso es lo más importante?
Raisa parecía herida. Leo le tocó el brazo.
—Raisa, no te entiendo.
—¿Tan difícil es? Quiero que sigamos juntos.
Leo no dijo nada durante un rato. Por fin respondió:
—No puedo vivir como un traidor. No puedo.
—Está bien. Eso significa que nos quedan unas veinticuatro horas, ¿verdad?
—Lo siento.
—Deberíamos aprovechar el tiempo que nos queda juntos de la mejor manera posible.
—¿Y cómo lo haremos?
—Nos diremos la verdad el uno al otro.
—¿La verdad?
—Seguro que tenemos secretos. Yo sé que los tengo. ¿Tú no? Cosas que nunca me dijiste.
—Sí.
—Entonces empezaré yo. Te escupía en el té. Cuando me enteré del arresto de Zoya, estaba segura de que habías sido tú quien la había denunciado. Así que durante una semana te escupí en el té.
—¿Me escupías en el té?
—Durante una semana más o menos.
—¿Por qué paraste?
—No parecía importarte.
—No me di cuenta.
—Exacto. Bueno, es tu turno.
—A decir verdad…
—Ésa es la idea del juego.
—No creo que te casaras conmigo porque tuvieras miedo. Creo que me buscaste. Diste la impresión de estar asustada. Me diste un nombre falso y yo te busqué. Pero creo que fuiste tú quien me tenía por objetivo.
—¿Crees que soy una espía extranjera?
—A lo mejor conoces a gente que trabaja para agencias occidentales. A lo mejor les ayudas. A lo mejor pensabas en eso cuando te casaste conmigo.
—Eso no es un secreto, es una especulación. Tienes que compartir secretos. Hechos.
—Encontré un kopek entre tu ropa, podía partirse en dos. Es un ingenio para llevar microfilms. Los agentes los usan. Nadie más tendría uno.
—¿Por qué no me denunciaste?
—No pude hacerlo. Sencillamente no pude.
—Leo, no me casé contigo para estar más cerca del MGB. Ya te dije la verdad: estaba asustada.
—¿Y la moneda?
—La moneda era mía…
Hablaba más bajo, como si estuviera sopesando si debía continuar o no.
—No la usaba para llevar microfilms. La usaba para llevar pasta de cianuro cuando era una refugiada.
Raisa nunca había hablado de la época posterior a la destrucción de su casa, de los meses itinerantes…; la parte más oscura de su vida. Leo esperaba, repentinamente nervioso.
—Estoy segura de que puedes hacerte una idea de la clase de cosas que les pasaban a las refugiadas. Los soldados tenían necesidades, arriesgaban sus vidas…; les debíamos algo. Nosotras éramos su paga. Después de un tiempo —y pasó varias veces— me dolía tanto que juré que si volvía a pasar, si me parecía que iba a volver a pasar, les restregaría aquella pasta por las encías. Podían matarme, ahorcarme, pero al menos se lo pensarían dos veces antes de volver a hacérselo a otra mujer. De todas formas se convirtió al momento en mi moneda de la suerte, porque desde que empecé a llevarla conmigo no volví a tener problemas. Quizá los hombres pudieron intuir a una mujer con cianuro en el bolsillo pero, claro, eso no podía curar mis heridas. No había medicinas. Por eso no puedo quedarme embarazada, Leo.
Leo miró en la oscuridad, hacia donde imaginaba que estaría su mujer. Durante la guerra las mujeres habían sido violadas en tiempo de ocupación, y violadas de nuevo por sus libertadores. Como soldado sabía que tales actividades estaban reguladas por el Estado, se consideraban parte de la guerra y premios adecuados para los valientes soldados. Algunas habían usado el cianuro para suicidarse cuando no podían soportar aquellos horrores imposibles. Leo imaginaba que la mayoría de los soldados cachearían a las mujeres en busca de una navaja o una pistola, pero una moneda…, eso podía haber pasado inadvertido. Le frotó la palma de la mano. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Disculparse?
¿Decir que lo comprendía? Él había enmarcado aquel recorte de periódico, lo había colgado en la pared, orgulloso, sin darse cuenta de lo que la guerra había significado para ella.
—Leo, tengo otro secreto. Me he enamorado de ti.
—Yo siempre te he querido.
—Eso no es un secreto, Leo. Te llevo tres secretos de ventaja.
Leo la besó:
—Tengo un hermano.