El mismo día
El muchacho caminó agachado, nervioso, con las manos temblorosas hasta la mitad de la carretera, casi sin ver nada. Enfrente tenía una bolsa de grano tirada en el suelo. Oyó cómo se acercaban los camiones, cómo los neumáticos hacían saltar el barro: estaban a doscientos metros escasos, venían deprisa. Cerró los ojos y esperó que lo vieran. ¿Irían demasiado rápido para parar a tiempo? Escuchó el chirriar de unos frenos. Abrió los ojos y giró la cabeza. Unos potentes faros lo iluminaban. Levantó los brazos. Los camiones se detuvieron atropelladamente. El parachoques de metal casi toca el rostro del muchacho. Se abrió la puerta de la cabina. Un soldado gritó:
—¿Qué cojones estás haciendo?
—Se me ha roto la bolsa.
—¡Sal de la carretera!
—Mi padre me matará si no lo recojo todo.
—Yo sí que te voy a matar si no te apartas.
El chico no sabía qué hacer. Siguió recogiendo los granos. Escuchó un sonido metálico: ¿era el martillo de una pistola? Como nunca había visto una, no tenía ni idea del sonido que hacían. Le entró miedo, pero siguió recogiendo los granos y metiéndolos en la bolsa. No iban a dispararle; no era más que un chico que recogía el grano de su padre. Entonces recordó la historia de aquel forastero: estaban matando a niños. Quizá aquellos hombres también fueran así. Cogió todos los granos que pudo, recogió la bolsa y se fue corriendo hacia la aldea. Los camiones salieron tras él, persiguiéndolo, tocando la bocina, haciéndole correr más deprisa. Escuchó sus risas. No había corrido tanto en su vida.
Leo y Raisa estaban escondidos en el único lugar en el que esperaban que los soldados no fueran a buscar: bajo sus camiones. Mientras el niño los distraía, Leo se metió debajo del segundo vehículo, y Raisa, debajo del tercero. Como no podían saber cuánto tiempo tendrían que aguantar allí, quizá hasta una hora, Leo envolvió sus manos y las de ella en trozos rasgados de una camisa para mitigar el dolor.
Cuando los camiones se detuvieron, Leo clavó los pies en el eje. Tenía la cara pegada a la parte inferior del camión, que era de madera. En el momento en que los soldados descendieron y saltaron del camión sintió cómo vibraban las tablas. Se miró los pies y vio que uno de ellos se agachaba para atarse los cordones de las botas. Lo único que tenía que hacer era darse la vuelta, y entonces vería a Leo y lo atraparían. Se irguió y salió corriendo hacia las casas. No le había visto. Leo volvió a colocarse de manera que pudiera ver el tercer camión.
Raisa tenía miedo, pero sobre todo estaba enfadada. Era un plan astuto, cierto, y a ella no se le había ocurrido nada mejor. Pero dependía únicamente de su capacidad de aguante. Ella no era un soldado bien entrenado, no había pasado años arrastrándose por trincheras, trepando muros. No tenía la fuerza necesaria de cintura para arriba para hacer algo así. Ya le molestaban los brazos. No le molestaban, le dolían. No podía imaginarse cómo iba a soportar un minuto más, y menos una hora. Pero se negaba a aceptar que la atrapasen por no ser lo bastante fuerte, que fueran a fracasar porque ella era débil.
Luchaba contra el dolor, lloraba en silencio de frustración. No podía aguantar más, tenía que bajar al suelo y descansar los brazos. De todas formas, aunque descansara, sólo se recuperaría para aguantar otro minuto o dos. Cada vez sería capaz de aguantar menos tiempo, hasta que no pudiera aguantar ya más. Tenía que pensar en ese problema. ¿Qué solución había que no dependiera de la fuerza? Las tiras de la camisa: si no podía aguantar, se ataría, se ataría las muñecas al eje. Eso funcionaría siempre que el camión no se moviera. Aun así tendría que bajar al suelo durante un par de minutos, mientras se ataba. Una vez en el suelo, aunque siguiera debajo del camión, las posibilidades de que la vieran eran mucho mayores. Miró a ambos lados, intentando hacerse una idea de dónde estaban los soldados. El conductor, o alguien, se había quedado montando guardia en el vehículo. Podía ver sus botas y oler el humo de su cigarrillo. De hecho a ella no le molestaba su presencia. Eso quería decir que no sospechaban que alguien pudiera haberse colado debajo. Lentamente, con cuidado, Raisa bajó las piernas al suelo, intentando no hacer ruido.
Hasta el más leve tropiezo alertaría a aquel hombre de su presencia. Desenrolló las tiras de la camisa y se ató la muñeca izquierda al eje antes de atarse parcialmente la derecha. Tuvo que rematar el nudo con la mano ya atada. En cuanto hubo terminado y asegurado el nudo, satisfecha, estaba a punto de volver a subir cuando escuchó un gruñido. Miró a un lado y se encontró cara a cara con un perro.
Leo pudo ver los perros que tenían sujetos detrás del tercer camión. El hombre que estaba con ellos no había visto a Raisa todavía. Pero los perros sí. Escuchó sus gruñidos: estaban al nivel adecuado para verla. Incapaz de hacer nada, giró la cabeza y vio al niño, el mismo que les había ayudado en la carretera. Fascinado sin duda por lo que sucedía, estaba mirando desde el interior de su casa. Leo se dejó caer al suelo para ver mejor. El soldado a cargo de los perros estaba a punto de irse. Pero uno de ellos tiraba de la correa; casi con toda seguridad había visto a Raisa. Leo miró al pequeño. Necesitaba su ayuda otra vez. Señaló a los perros. El niño salió corriendo de la casa. Leo, asombrado por la sangre fría de aquel muchacho, observó cómo se acercaba a los perros. Casi al instante éstos se dirigieron al chico y empezaron a ladrarle. El soldado dijo:
—Quédate dentro de tu casa.
El niño alargó la mano, como si quisiera acariciar a uno de los perros. El soldado se rió.
—Te arrancará el brazo.
El niño retiró la mano. El soldado se llevó a los perros y volvió a ordenar al niño que entrara en la casa. Leo volvió a subir, colocándose plano, contra el suelo del camión. Le debían la vida a aquel chico.
Raisa no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba debajo del camión. Le parecía un tiempo imposible. Oyó cómo los soldados llevaban a cabo la búsqueda: pateaban los muebles, tiraban los cacharros, destrozaban objetos. Escuchó los ladridos de los perros y contempló las explosiones de luz cuando dispararon las bengalas. Los agentes volvieron a los camiones. Escuchó órdenes. Empezaron a subir a los perros a la parte trasera del camión. Estaban a punto de marcharse.
Excitada, se dio cuenta de que el plan había funcionado. Entonces se encendió el motor. El eje vibró. En un par de segundos empezaría a girar. Seguía atada a él. Debía soltarse. Pero tenía las muñecas atadas y era difícil deshacer los nudos. Sus manos estaban entumecidas, no sentía los dedos. Luchó. El último soldado subió al camión. Los aldeanos empezaron a reunirse alrededor de los camiones. Raisa seguía sin soltarse. Los camiones estaban a punto de salir. Se echó hacia delante e intentó deshacer el nudo con los dientes. Lo consiguió y cayó al suelo, golpeándose la espalda. Los motores silenciaron el ruido. El camión se marchó. Estaba en medio de la carretera. A la luz de la aldea, los soldados que estaban sentados en la parte trasera del camión podrían verla. No podía hacer nada.
Los aldeanos se acercaron, arremolinándose. Mientras el camión se marchaba, dejando a Raisa en el camino, la rodearon. Al mirar hacia atrás, los soldados no vieron nada fuera de lo normal. Raisa estaba oculta entre las piernas de los aldeanos.
Esperó, todavía en la carretera, agachada. Finalmente un hombre le tendió la mano. Estaba a salvo. Se levantó. Leo no estaba. No habría querido arriesgarse a soltarse hasta que los camiones estuvieran en la oscuridad. Supuso que le preocupaba que lo viera el conductor del tercer camión. Quizá esperase hasta la curva. Pero no estaba preocupada. Él sabía lo que tenía que hacer. Todos esperaron en silencio. Raisa cogió la mano del pequeño, el niño que les había ayudado. Y poco después oyeron a un hombre que corría hacia ellos.