Doscientos kilómetros al sureste de Moscú
El mismo día
No iban corriendo, pero tampoco caminaban despacio. Miraban constantemente a sus espaldas. Su velocidad dependía del equilibrio entre el miedo y el agotamiento. El clima jugaba a su favor: algo de sol y unas pocas nubes. No hacía demasiado calor, al menos en comparación con el vagón. Por la posición del sol, Leo y Raisa supieron que era por la tarde, pero no había forma de saber la hora exacta. Leo no podía recordar dónde ni cómo había perdido el reloj, o si se lo habían quitado. Calculó que tendrían como mucho una ventaja de cuatro horas sobre los guardias. Creía que iban caminando a unos ocho kilómetros por hora, mientras que el tren no debía de pasar de los dieciséis, con lo que los separaba una distancia de unos ochenta kilómetros. Eso en el mejor de los casos. Era posible que los guardias se hubieran dado cuenta de la huida mucho antes.
Salieron del bosque al campo. Sin los árboles, se les podía ver desde varios kilómetros. No podían hacer más que continuar a descubierto. Al bajar por una pendiente vieron un pequeño riachuelo y se dirigieron a él, aumentando la velocidad. Era la primera vez que veían agua. Al llegar cayeron de rodillas y bebieron con avidez, haciendo un cuenco con las manos y llevándose el agua a la boca. Al ver que no bastaba con eso, metieron la cara. Leo bromeó:
—Al menos moriremos limpios.
El chiste no había sido una buena idea. No bastaba con que hicieran todo lo posible por detener a aquel hombre. La intención no bastaba. Tenían que conseguirlo.
Raisa miró la herida de Leo. No se cerraba, no dejaba de sangrar, se había rajado demasiada piel y demasiada carne. El jirón de la camisa con que la habían cubierto estaba ahora empapado en sangre. Leo se lo quitó.
—Puedo soportarlo.
—Dejará un rastro muy fuerte para los perros.
Raisa se alejó del arroyo y se acercó a un árbol. Había una telaraña entre dos ramas. Con mucho cuidado la rompió con los dedos, la sacó entera y la colocó sobre la piel destrozada del brazo de Leo. Inmediatamente la sangre empezó a coagularse al contacto con aquellos filamentos plateados. Estuvo un buen rato buscando más telarañas, recogiéndolas y poniéndolas unas encima de otras, hasta que la herida estuvo cubierta de multitud de hilillos sedosos. Cuando terminó ya no sangraba.
Leo la miró mientras le trataba la herida.
—Deberíamos seguir el curso del río mientras podamos. Los árboles son lo único que nos puede ocultar, y el agua camuflará nuestro olor.
El agua era poco profunda, cubría como mucho hasta las rodillas. No corría con la fuerza ni la velocidad suficiente como para dejarse llevar por la corriente. Tendrían que caminar. Estaban hambrientos, agotados. Leo sabía que no podrían aguantar mucho más tiempo.
Aunque a los guardias les daba igual que los prisioneros vivieran o murieran, huir era algo imperdonable. Era una burla, no sólo a los guardias, sino a todo el sistema. No importaba quiénes fueran los prisioneros ni lo irrelevantes que fueran; desde el momento en que escapaban, eran importantes. El hecho de que a Leo y Raisa se les considerase contrarrevolucionarios de alto nivel haría de su huida un asunto de relevancia nacional. En cuanto el tren se detuviera en la próxima parada y los guardias vieran el cadáver atrapado entre los ganchos, harían un recuento de prisioneros. Identificarían el vagón de los fugitivos; harían preguntas sobre la hora de la huida. Si no obtenían respuestas, fusilarían a los prisioneros. Leo esperaba que hubiera alguien lo bastante sensato como para decir la verdad inmediatamente. Aquellos hombres y mujeres habían hecho ya más que suficiente. Aunque confesaran, nada les garantizaba que los guardias no decidieran dar ejemplo y fusilaran a todos los ocupantes del vagón.
La cacería comenzaría junto a las vías. Usarían perros. En cada tren viajaba una jauría de perros, en condiciones mucho mejores que los humanos. Si la distancia entre el lugar de la fuga y el lugar donde comenzaba la búsqueda era grande, entonces sería más difícil. Como llevaban huidos al menos tres cuartas partes de aquel día sin ver a sus perseguidores, Leo pensó que sería así. Eso quería decir que informarían a Moscú. La búsqueda se ampliaría. Se movilizarían camiones y coches. Se dividiría la zona en franjas. Los aviones sobrevolarían el campo. Informarían a las organizaciones militares y de seguridad locales, coordinarían sus acciones con las organizaciones nacionales. Les darían caza con un esmero que iría más allá del deber profesional. Se ofrecerían recompensas, incentivos. El capital humano y mecánico puesto en marcha para perseguirlos no tendría límite. Él lo sabía. Él mismo había participado en cacerías similares. Y ésa era su única ventaja. Leo sabía cómo se organizaban las búsquedas. Había sido entrenado por el NKVD para actuar tras las líneas enemigas sin ser visto, y ahora esas líneas eran sus fronteras, las fronteras por las que había luchado. La magnitud de aquellas búsquedas las hacía complejas, muy difíciles de manejar. Estarían centralizadas, serían de gran alcance pero escasa eficiencia. Confiaba sobre todo en que se centrasen en la zona equivocada. Lo más lógico era que Leo y Raisa se dirigieran a la frontera más cercana, hacia Finlandia, a la costa báltica. Un barco era la mejor forma de salir del país. Pero iban al sur, al mismo corazón de Rusia, a la ciudad de Rostov. En aquella dirección no había posibilidad alguna de encontrar la libertad; aquel camino no les conducía a la seguridad.
Al caminar por el agua mucho más despacio a menudo tropezaban y se caían; cada vez era más difícil levantarse. Ni siquiera la adrenalina de la cacería les bastaba. Leo tenía cuidado de no mojar la tela de araña: llevaba el brazo levantado. De momento ninguno de los dos había hablado de su situación, como si no tuvieran el porvenir suficiente como para hacer planes. Leo calculó que estarían a unos doscientos kilómetros al sur de Moscú. Habían pasado casi cuarenta y ocho horas en el tren. Por tanto pensó que debían de estar cerca de la ciudad de Vladimir. Si tenía razón, entonces ahora viajaban en dirección a Riazán. Desde allí normalmente se tardaba unas veinticuatro horas en llegar a Rostov si se viajaba en coche o en tren. Pero no tenían dinero ni comida; estaban heridos, vestidos con harapos. Todas las secciones nacionales y locales de la Seguridad del Estado iban tras ellos.
Se detuvieron. El río cruzaba por en medio de una aldea, una granja colectiva. Salieron del agua unos quinientos pasos antes de llegar a las casas. Era tarde, había poca luz. Leo dijo:
—Algunos campesinos deben de estar trabajando todavía; estarán en el campo. Podemos colarnos sin que nadie nos vea y buscar algo de comida.
—¿Quieres robar?
—No podemos comprar nada. Si nos ven, nos denunciarán. Siempre hay recompensas para los que entregan prisioneros, mucho más dinero de lo que esta gente gana en un año.
—Leo, has trabajado mucho tiempo en la Lubianka. Esta gente no le tiene mucho aprecio al Estado.
—Necesitan dinero, como todo el mundo. Quieren sobrevivir, como todo el mundo.
—Tenemos que cruzar varios cientos de kilómetros. No podemos hacerlo solos. No podemos. Date cuenta. No tenemos amigos ni dinero; nada. Tenemos que convencer a desconocidos para que nos ayuden; tenemos que venderles nuestra causa. Es la única forma. Es nuestra única oportunidad.
—Somos forajidos. Si nos acogen, los fusilarán, no sólo al individuo que nos ayude, sino a todo el pueblo. Los oficiales de la Seguridad del Estado no se lo pensarán dos veces antes de sentenciarlos a todos a veinticinco años, de deportar a todo el pueblo, niños incluidos, a un campo del norte.
—Y precisamente por eso nos ayudarán. Has perdido la fe en la gente de este país porque has estado rodeado de gente poderosa. El Estado no representa a estos pueblos, no los entiende y no se interesa por ellos.
—Raisa, hablas como una disidente de ciudad. En el mundo real eso no significa nada. Ayudarnos sería una locura por su parte.
—Tienes mala memoria, Leo. ¿Cómo acabamos de escapar? Les contamos a los prisioneros de aquel vagón la verdad. Nos ayudaron, todos ellos; eran varios cientos, probablemente el mismo número de personas que vive en esta aldea. Los prisioneros de nuestro vagón quizá tengan que enfrentarse a algún castigo colectivo por no alertar a los guardias. ¿Por qué lo hicieron? ¿Qué les ofreciste a cambio?
Leo se quedó en silencio. Raisa siguió insistiendo.
—Si robas a esta gente, serás su enemigo, cuando en realidad son nuestros amigos.
—Así que quieres entrar a pie en el centro del pueblo, como si fuéramos su familia, y saludarles, ¿no es así?
—Eso es exactamente lo que haremos.
Hombro con hombro caminaron hasta el centro de la aldea, como si volvieran del trabajo, como si tuvieran derecho a estar allí. Hombres, mujeres y niños se reunieron a su alrededor, formando un círculo. Sus casas eran de barro y madera. El material de sus granjas tenía más de cuarenta años. Lo único que tenían que hacer era entregarlos al Estado y serían bien recompensados. ¿Cómo podían negarse? Aquella gente no tenía nada.
—Somos prisioneros. Nos hemos escapado del tren que nos llevaba a la región de Kolymá, donde íbamos a morir. Y ahora nos persiguen. Necesitamos su ayuda. No la pedimos por nosotros. Antes o después nos atraparán y nos matarán. Lo hemos asumido. Pero antes de morir hay algo que tenemos que hacer. Por favor, déjennos explicarles por qué necesitamos su ayuda. Si no les gusta lo que tenemos que decirles, entonces no tienen por qué tener nada que ver con nosotros.
Se acercó un hombre, de unos cuarenta años, de aspecto importante.
—Como jefe de este koljós, es mi deber señalar que lo mejor sería entregarlos.
Raisa miró a los demás aldeanos. ¿Se había equivocado? ¿Se había infiltrado el Estado entre aquellos pueblerinos? ¿Había metido espías e informadores entre los jefes? Escuchó una voz masculina.
—¿Y qué harías con la recompensa, dársela también al Estado?
Se escucharon risas. El jefe se marchó, ruborizado, avergonzado. Aliviada, Raisa se dio cuenta de que aquel hombre era un personaje cómico, una marioneta. No era la autoridad real. Más atrás se escuchó la voz de una anciana:
—Dadles de comer.
Fue como si hubiera hablado un oráculo: el debate había terminado.
Los llevaron a la casa más grande. Los sentaron en el salón, donde estaban preparando la comida, y les dieron tazas con agua. Mientras tanto la casa se fue llenando hasta que no cupo más gente. Los niños se colaban por entre las piernas de los adultos, mirando a Leo y a Raisa como si estuvieran en un zoológico. De otra casa trajeron pan, todavía caliente. Comieron mientras su ropa, empapada, se secaba frente a la chimenea. Cuando un hombre se disculpó por no poderles ofrecer otra cosa que una muda nueva, Leo no pudo hacer otra cosa que asentir, desconcertado ante aquella generosidad. Él podía ofrecerles una historia: eso era todo. Cuando terminó con el pan y el agua se levantó.
Raisa observó a aquellos hombres, mujeres y niños mientras ellos escuchaban a Leo. Empezó por el asesinato de Arkadi, el niño de Moscú, un asesinato que a él le habían ordenado encubrir. Relató la vergüenza que había sentido al tener que convencer a la familia de que había sido un accidente. Prosiguió explicando su expulsión del MGB, su traslado a Voualsk. Contó cómo se había sorprendido al encontrarse con un nuevo asesinato infantil, de casi la misma factura. El público se atragantó, como si estuviera asistiendo a un truco de magia, cuando escucharon que aquellos crímenes se habían cometido por todo el país. Algunos padres sacaron a sus hijos de la casa cuando Leo les advirtió lo que estaba a punto de relatar.
Incluso antes de empezar su historia, el público había empezado a pensar en quién podría ser el responsable. Ninguno de ellos podía imaginarse que aquellos asesinatos fueran obra de un hombre con trabajo, con familia. A los hombres les costaba creer que no se pudiera identificar inmediatamente a aquel asesino. Todos estaban convencidos de que reconocerían a aquel monstruo con sólo mirarlo a los ojos. Leo miró a su alrededor y se dio cuenta de que acababa de perturbar la visión del mundo que tenían aquellas personas. Intentó tranquilizarlos describiendo la trayectoria que seguían los crímenes a lo largo de la línea férrea, por las principales ciudades. Mataba como parte de una rutina; una rutina que no lo llevaría hasta aldeas como aquélla.
A pesar de las tranquilizadoras palabras, Raisa se preguntaba si aquellas personas seguirían siendo igual de confiadas y acogedoras. ¿Volverían a dar de comer a un desconocido? ¿O quizá a partir de ahora temerían que los extraños escondieran un espíritu malvado indetectable? El precio de aquella historia era la inocencia de su público. No era que nunca hubieran presenciado la brutalidad y la muerte. Pero nunca habían podido imaginar que el asesinato de un niño pudiera producir placer.
Afuera estaba oscuro y Leo llevaba un buen rato hablando, bastante más de una hora. Estaba a punto de terminar su historia cuando un niño entró corriendo en la casa.
—He visto luces en las colinas del norte. Hay camiones. Vienen hacia aquí.
Todos se levantaron. Leo pudo leer en sus rostros que no había posibilidad alguna de que aquellos camiones fueran otros que los del Estado. Preguntó:
—¿Cuánto tiempo tenemos?
Al hacer aquella pregunta se había puesto en el mismo lugar que ellos, asumiendo una conexión que no tenía por qué existir. Les resultaría bastante fácil entregarlos y exigir una recompensa. Y, sin embargo, parecía que él era el único al que se le había pasado por la cabeza una idea semejante. Hasta el jefe había acatado la decisión colectiva de ayudarlos.
Algunos adultos salieron de la casa a toda prisa, quizá para salvarse. Los que se quedaron interrogaron al muchacho.
—¿Qué columna?
—¿Cuántos camiones?
—¿Hace cuánto?
Eran tres camiones, tres pares de luces. El chico los había visto desde una esquina de la granja de su padre. Venían del norte, estaban a varios kilómetros. Llegarían en cuestión de minutos.
No había ningún sitio en el que poder esconderse entre aquellas casas. Los aldeanos no tenían pertenencias, nada que pudiera llamarse mobiliario. Y la búsqueda sería exhaustiva, brutal. Si había algún lugar donde esconderse, lo encontrarían. Leo sabía que los guardias se estaban jugando su orgullo. Raisa lo cogió de los brazos:
—Podemos correr. Primero tendrán que buscar en la aldea. Si les dicen que no hemos pasado por aquí, podemos sacarles ventaja; quizá podamos escondernos en el campo. Está oscuro.
Leo negó con la cabeza. Sintió una punzada en el estómago, pensó en Anatoli Brodski. Así debía de haberse sentido cuando se giró y vio a Leo en la cresta de la colina, cuando se dio cuenta de que el cerco se había estrechado a su alrededor. Leo recordó cómo aquel hombre se había detenido, lo había mirado durante un momento, incapaz de hacer otra cosa que contemplar cómo lo atrapaban. Aquel día él había corrido. Pero ahora no había forma de correr más rápido que aquellos guardias. Estaban en buena forma, equipados para cazar, con rifles de largo alcance, miras telescópicas, bengalas para iluminar el cielo y perros para seguir rastros sospechosos.
Leo miró al niño que había visto los camiones.
—Necesito tu ayuda.