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Moscú

El mismo día

Vasili no se encontraba bien. Había hecho algo que nunca había hecho antes: se había tomado un tiempo libre en el trabajo. Aquel comportamiento no era sólo potencialmente peligroso, sino que además no era propio de él. Prefería estar malo en el trabajo que en casa. Había conseguido arreglar su alojamiento de manera que vivía casi solo. Por supuesto estaba casado; era impensable que un hombre permaneciera soltero. Tener hijos era un deber social. Y él había seguido las reglas: se había casado con una mujer sin opiniones, o al menos que no expresaba ninguna, que le había dado, como era su deber, dos hijos (el mínimo aceptable para que no les hicieran preguntas). Ella y los niños vivían en un apartamento familiar a las afueras de la ciudad, mientras que él tenía un hogar en el centro. Lo había apañado para que diera la impresión de que aquel lugar era para sus amantes. Pero lo cierto era que sólo tenía aventuras extramatrimoniales muy de vez en cuando.

Después del exilio de Leo a los Urales Vasili había pedido mudarse al apartamento de éste, el apartamento 124. Su deseo se había cumplido. Los primeros días había disfrutado. Había ordenado a su mujer que fuera a los spetztorgi, las tiendas restringidas, a comprar comida y bebida de calidad. Celebró una fiesta para sus compañeros de trabajo en el nuevo apartamento, a la que no fueron invitadas las esposas y en la que sus nuevos subordinados bebieron, comieron y le felicitaron por su éxito. Algunos de los hombres que habían trabajado para Leo estaban ahora a su cargo. Y aun así, a pesar de todas las ironías, y del espléndido giro de la fortuna, no disfrutó de aquella fiesta. Se sintió vacío. Ya no tenía a nadie a quien odiar. Ya no tenía a nadie contra quien maquinar. Ya no le irritaba ni el ascenso de Leo ni su eficiencia ni su popularidad. Tenía a otros hombres con los que competir, pero no era lo mismo.

Se levantó de la cama y decidió que era mejor beber algo más. Se sirvió un buen trago de vodka y se quedó mirando el vaso, agitando aquel líquido de un lado a otro, incapaz de llevárselo a los labios. El olor le ponía enfermo. Lo dejó. Leo estaba muerto. Pronto recibiría una notificación oficial, informándole de que ninguno de los dos había llegado a su destino. Habían muerto en el camino, como tantos otros, después de enzarzarse en una pelea por unos zapatos, comida o lo que fuera. Era la derrota definitiva del hombre que lo había humillado. La misma existencia de Leo había sido como un castigo perpetuo para Vasili. ¿Por qué lo echaba de menos, entonces?

Oyó que llamaban a la puerta. Esperaba que el MGB enviase a alguien para verificar su enfermedad. Se acercó a la puerta, la abrió y vio a dos jóvenes agentes frente a él.

—Señor, dos prisioneros han escapado.

Pudo notar cómo se desvanecía aquel vago dolor que sentía en el momento en que pronunció el nombre.

—¿Leo?

Los agentes asintieron. Vasili se encontraba mejor.