Doscientos veinte kilómetros al este de Moscú
13 de julio
Leo estaba echado en el suelo, con los brazos dentro del pequeño agujero que los prisioneros usaban como retrete. Con el trozo de acero rascaba los clavos de hierro que sujetaban la tabla a la parte inferior del vagón. Desde el interior no se podía alcanzar ninguno de los clavos: estaban clavados a la parte inferior. La única forma de llegar a ellos era a través de aquel agujerito, que no era mucho más grande que su muñeca. Leo había intentado limpiarlo todo lo posible con la camisa del muerto. No había servido de mucho. Para alcanzar los tres clavos tenía que pegar la cara a la madera manchada de meados y de mierda, que le provocaban arcadas mientras tanteaba a ciegas, guiándose únicamente por el tacto. Tenía la piel llena de astillas. Raisa se había ofrecido a hacerlo ella, pues su muñeca y sus brazos eran más pequeños. Aunque esto era cierto, Leo podía llegar más lejos y, si se estiraba al máximo, podía llegar a cada uno de los tres clavos.
Se había tapado la nariz y la boca con un jirón de la camisa. Llegó al último clavo; empezó a rascar y cortar la madera como si fuera una gubia, dejando el espacio justo para poder meter la punta del acero bajo la cabeza del clavo y sacarlo. Había tardado varias horas en quitar los dos primeros, pues tenía que parar cada vez que uno de los prisioneros tenía que usar el retrete.
El último clavo resultó ser el más difícil. En parte era debido al cansancio —era tarde, quizá la una o las dos de la madrugada—; pero había otro problema. Leo podía meter la uña debajo de la cabeza del clavo, pero éste no salía. Parecía torcido, como si lo hubieran martillado desde un lado y hubiera quedado retorcido por los golpes. No podía sacarlo. Tendría que horadar más la madera, hasta el final quizá. Al darse cuenta, al pensar que aquello le llevaría al menos una hora, se sintió repentinamente agotado. Tenía los dedos ensangrentados, le dolían, los brazos también, y no podía quitarse el olor a mierda de la nariz. De repente el tren viró hacia un lado, perdió la concentración y el trozo de acero se le resbaló de entre los dedos y cayó a la vía.
Leo sacó la mano del agujero. Raisa estaba junto a él.
—¿Has terminado?
—Se me ha caído. Se me ha caído el trozo de acero.
Estaba furioso por su propia estupidez: como había tirado los otros clavos, ya no tenía más herramientas.
Al ver los dedos llenos de sangre de su marido, Raisa agarró la tabla e intentó levantarla. Salió una parte, una fracción, pero no lo suficiente como para agarrar por debajo, para arrancarla toda. Leo se limpió las manos y buscó otra cosa que pudiera usar.
—Tengo que rascar la madera y llegar al extremo del último clavo.
Raisa había visto cómo cacheaban exhaustivamente a todos los prisioneros antes de subir al tren. No creía que nadie tuviera ningún tipo de herramienta metálica. Sopesó el problema y su mirada recayó sobre el más cercano de los cadáveres. Estaba boca arriba, con la boca abierta. Miró a su marido.
—¿Cómo tiene que ser de largo o afilado?
—Ya casi está. Me vale cualquier cosa que sea más dura que mi dedo.
Raisa se levantó y caminó hasta el cuerpo del hombre que había intentado violarla y asesinarla. Sin sentir la más mínima sensación de justicia o satisfacción, sólo asco, colocó la mandíbula hacia arriba. Levantó el pie justo por encima de la mandíbula. Dudó, miró a su alrededor. Todo el mundo la estaba mirando. Cerró los ojos y pisó la mandíbula superior.
Leo se acercó, palpó el interior de la boca y sacó un diente que seguía pegado a un trozo de encía sangrienta, un incisivo. No era lo ideal, pero sí lo suficientemente afilado y duro como para proseguir con lo que ya había empezado. Volvió al agujero y se tumbó boca abajo. Sujetando el diente, metió el brazo y encontró el clavo que faltaba. Continuó rascando la madera, sacando las astillas que iban saltando.
El clavo estaba al aire. Sujetó el diente en la palma de la mano, por si necesitaba hurgar más, y agarró la cabeza del clavo.
Pero no tenía mucha sensibilidad en los dedos y no conseguía asirlo. Sacó el brazo, se limpió el sudor y la sangre de los dedos y los envolvió en un jirón de camisa antes de intentarlo de nuevo. Se esforzó por no perder la paciencia y cogió el clavo, tirando de él poco a poco hasta sacarlo de la tabla. Ya estaba: lo había hecho. Había quitado el tercer clavo. Tanteó la madera, para ver si había más clavos, pero no, al menos no pudo encontrar ninguno. Se levantó y sacó el brazo del agujero.
Raisa metió ambas manos por el agujero y agarró la tabla. Leo sumó las suyas. Tenían que probar. Ambos tiraron. La parte superior de la tabla se levantó, pero la inferior seguía fija. Leo se acercó, cogió el otro extremo y lo levantó todo lo que pudo. Miró hacia abajo y pudo ver las vías del tren, bajo el vagón. El plan había funcionado; habían abierto un agujero de unos treinta centímetros de ancho, apenas lo bastante grande para que cupiera una persona, pero suficiente al fin y al cabo.
Con la ayuda de los demás prisioneros habrían podido romper la tabla. Pero les preocupaba que el ruido alertase a los guardias y decidieron no hacerlo. Leo miró a su público.
—Necesito que alguien sujete la tabla mientras bajamos por el agujero a las vías.
Varios voluntarios se levantaron al instante, se acercaron y agarraron la tabla. Leo calculó el espacio. Una vez se escurrieran por allí, caerían derechos hacia abajo, justo debajo del tren. La distancia que había entre los bajos y las vías era de poco más de un metro, quizá metro y medio. El tren iba despacio, aunque no tanto como para que la caída no fuera peligrosa. Pero no podían esperar. Tenían que salir ya, mientras el tren estuviera en movimiento, de noche. Cuando el tren se detuviese, de día, los guardias los verían.
Raisa cogió las manos de Leo.
—Yo bajaré primero.
Leo negó con la cabeza. Había visto los planos de aquel tipo de transporte de prisioneros. Todavía les quedaba otro obstáculo: una última trampa, dispuesta para evitar que los prisioneros hicieran justamente lo que ellos se disponían a hacer.
—En los bajos del tren, al final, en el último vagón, hay varias hileras de ganchos colgando. Si caemos en las vías y esperamos, al pasar el último vagón los garfios nos engancharán y nos arrastrarán.
—¿No podemos evitarlos? ¿Salir rodando a un lado?
—Hay cientos colgados de alambres. No podríamos colarnos entre ellos. Nos quedaríamos atrapados.
—¿Qué sugieres que hagamos? No podemos esperar a que pare el tren.
Leo miró los dos cadáveres. Raisa estaba a su lado. No estaba segura de lo que se le había ocurrido. Él se lo explicó:
—Cuando caigas a la vía, tiraré uno de los cuerpos detrás de ti. Con suerte caerá cerca de donde estés. Caiga donde caiga, te arrastrarás hacia él. Colócatelo encima. En cuanto pase el último vagón, los ganchos atraparán el cuerpo. Pero tú quedarás libre.
Arrastró los cuerpos hasta la tabla abierta y añadió:
—¿Quieres que vaya yo primero? Si no sale bien, puedes quedarte aquí. Cualquier otra muerte será mejor que perecer arrastrada por el tren.
Raisa negó con la cabeza.
—Es un buen plan. Saldrá bien. Yo iré primero.
Cuando se preparó para bajar, Leo repitió las instrucciones:
—El tren se mueve deprisa. La caída será dolorosa, pero no muy peligrosa; asegúrate de rodar al caer. Tiraré uno de los cuerpos. No tendrás mucho tiempo…
—Comprendo.
—Tienes que coger el cuerpo. Cuando lo hagas, ponte debajo. Asegúrate de que ninguna parte de tu cuerpo quede expuesta. Con que un solo gancho te atrape, podría arrastrarte.
—Leo, entiendo.
Raisa lo besó. Temblaba.
Se estrujó por el agujero del suelo. Los pies le colgaban justo por encima de la vía. Se soltó y cayó, desapareciendo. Leo cogió el primer cuerpo y lo bajó por el agujero, apretándolo. Cayó en la vía y desapareció.
Raisa había caído de forma extraña, golpeándose un costado y dando tumbos. Desorientada, mareada, se quedó quieta un instante. Demasiado; estaba perdiendo el tiempo. El vagón de Leo estaba ya bastante lejos. Pudo ver el cuerpo que Leo había tirado y empezó a arrastrarse hacia él, siguiendo la dirección del tren. Miró hacia atrás. Sólo tres vagones la separaban del final del tren. Pero no pudo ver ningún gancho. Quizá Leo se había equivocado. Sólo quedaban ya dos vagones. Todavía no había alcanzado el cuerpo. Tropezó. Sólo quedaba un vagón. Pocos metros antes de que llegase el último vio los ganchos. Había cientos de ellos, sujetos a alambres muy finos, a distintas alturas. Cubrían toda la amplitud del vagón; era imposible evitarlos.
Raisa se levantó y echó a andar a gatas, tan rápido como pudo, hasta llegar al cuerpo. Estaba boca abajo, con la cabeza hacia ella. No tenía tiempo de darle la vuelta, así que la dio ella misma. Levantó el cadáver y se metió debajo, colocando su cabeza bajo la del muerto. Estaba cara a cara con su atacante, mirando sus ojos cadavéricos. Se encogió todo lo que pudo.
De repente el cuerpo se levantó. Vio alambres a su alrededor, como hilos de pescar, cada uno de ellos con garfios dentados. El cuerpo salió hacia arriba, como si estuviera vivo, como una marioneta, enganchado. Ni siquiera tocaba las vías. Raisa se quedó plana sobre las vías, sin moverse ni un ápice. No la había cogido ningún gancho. Vio cómo el tren se alejaba. Lo había conseguido. Pero Leo no estaba por ninguna parte.
Como Leo era más grande que ella, pensó que necesitaría el cadáver más corpulento; necesitaría mayor masa corporal para protegerse de los ganchos. Pero aquel hombre era tan grande que no cabía por el agujero del suelo. Lo desnudaron, en un intento de reducir su tamaño, pero era demasiado ancho. No había forma de que pasara por el agujero. Raisa llevaba ya varios minutos en la vía.
Desesperado, Leo metió la cabeza por el agujero. Pudo ver un cuerpo atrapado en el último vagón. ¿Era Raisa o el muerto? Desde allí era imposible saberlo. Recapacitó su plan y pensó que si se colocaba correctamente, podría escapar por debajo de aquel cuerpo. Éste habría enganchado todos los garfios de aquella parte. Podría pasar por debajo. Se despidió de los otros prisioneros, les dio las gracias y saltó a las vías.
Rodó cerca de las enormes ruedas de acero y se apartó, mirando al final del tren. El cuerpo se acercaba a gran velocidad, enganchado en la parte izquierda. Se colocó a ese lado. No podía hacer otra cosa que esperar, encogiéndose todo lo que le fuera posible. El final del tren estaba casi encima. Levantó la cabeza lo justo para ver que no era Raisa. Había sobrevivido. Él tenía que hacer lo mismo. Se quedó tumbado y cerró los ojos.
El cuerpo le pasó por encima.
Entonces sintió dolor. Un único gancho se le había clavado en el brazo izquierdo. Abrió los ojos. El garfio había atravesado la camisa, hasta la carne. Sólo tenía una fracción de segundo antes de que el alambre se tensara. Cogió el gancho y lo sacó, llevándose con él un trozo de piel y carne. Se agarró el brazo; se sintió mareado por la sangre que manaba de la herida. Al levantarse, tambaleando, vio a Raisa correr hacia él. Olvidó el dolor y la abrazó.
Eran libres.