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11 de julio

Empujaron a Raisa hasta una fila de diez mesas, en cada una de las cuales había dos agentes. Uno de ellos revisaba una pila de documentos mientras el otro registraba al prisionero. No se hacía distinción alguna entre hombres y mujeres: a todos se les examinaba juntos, de la misma manera. No había forma de saber en qué mesa se encontraba la documentación de uno. A Raisa la empujaron hacia una mesa, y de ahí la pasaron a otra. La habían procesado con tal rapidez que el papeleo no había llegado. El guardia que la acompañaba la apartó. Era la única prisionera con escolta. Se saltaron aquella parte del proceso. Los papeles que faltaban contenían la declaración de su crimen y la sentencia. Los demás prisioneros escuchaban con gesto incrédulo cómo se les acusaba de AKA, KRRD, PSh, SVPsh, KRM, SOE o SVE, códigos indescifrables que los marcarían para el resto de sus vidas. Las sentencias eran pronunciadas con indiferencia profesional.

¡Cinco años! ¡Diez años! ¡Veinticinco años!

Pero debía perdonar la insensibilidad de aquellos guardias. Trabajaban demasiado, tenían que despachar a mucha gente, procesar a demasiados prisioneros. A medida que se pronunciaban las sentencias ella se fijó en que casi todos los prisioneros tenían la misma expresión: incredulidad. ¿Era cierto? Parecía un sueño, como si los hubieran sacado del mundo real y los hubieran arrojado a otro nuevo, en el que nadie podía estar seguro de cuáles eran las normas. ¿Qué leyes regían aquel lugar? ¿Qué comía la gente? ¿Les permitían lavarse? ¿Qué ropa llevaban? ¿Tenían algún derecho? Eran como recién nacidos, sin nadie que los protegiera, nadie que pudiera enseñarles las normas.

Un guardia la sacó agarrándola del brazo de la sala de procesos para llevarla hasta el andén de la estación. Raisa no subió al tren. Esperó mientras subían a los demás prisioneros a los distintos vagones, carros para transportar ganado convertidos en el medio de transporte a los gulags. El andén, aunque formaba parte de la estación de Kazan, había sido construido de tal forma que los pasajeros normales no pudieran ver nada. Cuando trasladaron a Raisa de los sótanos de la Lubianka a la estación lo hicieron en un camión negro en el que habían pintado las palabras FRUTA Y VERDURA. Sabía que no era un chiste cruel del Estado, sino un intento de ocultar los numerosos arrestos. ¿Había alguien vivo que no conociera a algún detenido? Y, sin embargo, se preservaba la ilusión de confidencialidad, una elaborada farsa que no engañaba a nadie.

Calculó que habría varios miles de pasajeros en aquel andén. Los obligaban a subir a los vagones de tal forma que parecía que los guardias estuvieran intentando batir un récord. Hacinaban a golpes a cientos de personas en pequeños espacios en los que, a primera vista, no cabían más de treinta o cuarenta. Pero ya lo había olvidado: las normas del viejo mundo ya no tenían vigor. Éste era el nuevo mundo, con nuevas reglas, y un espacio para treinta era un espacio para trescientos. La gente no necesitaba aire que la separase. El espacio era un preciado lujo en el nuevo mundo, no se podía malgastar. La logística de aquel transporte humano no era muy distinta de la del transporte de grano: había que empacarla y contar con que se perdería el cinco por ciento.

Entre aquellas personas —gente de todas las edades, algunas de ellas con ropa elegante, la mayoría vestida con harapos— no parecía estar su marido. Era parte de la rutina separar a las familias en los gulags, enviar a sus miembros a extremos opuestos del país. El sistema se enorgullecía de romper lazos y vínculos. La única relación que importaba era la que una persona tenía con el Estado. Raisa se lo había enseñado a sus estudiantes. Supuso que enviarían a Leo a otro campo, por lo que se sorprendió cuando el guardia que la acompañaba la detuvo en el andén y le dijo que esperara. No era la primera vez que la obligaban a esperar en un andén. La primera había sido cuando los llevaron a Voualsk. Era la marca de Vasili, que parecía disfrutar viéndoles humillados todo lo posible. No bastaba con que sufrieran. Quería un asiento de primera fila.

Vio a Vasili venir hacia ella, acompañando a un hombre mayor con la espalda encorvada. A menos de cinco metros se dio cuenta de que aquel hombre era su marido. Se quedó mirando a Leo, anonadada por la transformación. Estaba frágil, parecía diez años más viejo. ¿Qué le habían hecho? Cuando Vasili lo soltó, parecía a punto de caerse. Raisa lo levantó y lo miró a los ojos. Él la reconoció. Ella le puso la mano en la cara, le tocó la frente.

—¿Leo?

Él tuvo que esforzarse para responder. Le temblaba la boca al intentar pronunciar la palabra.

—Raisa.

Ella miró a Vasili, que estaba observándolo todo. Sintió ira al notar cómo le brotaban lágrimas de los ojos. Eso era lo que él quería ver. Se las limpió. Pero no paraban de salir.

Vasili no pudo evitar sentirse decepcionado. No es que no tuviera lo que siempre había querido. Así era, y más. Pero por alguna razón había esperado que su triunfo —el momento álgido— fuera más dulce. Le dijo a Raisa:

—Lo normal es que los matrimonios sean separados. Pero he pensado que os gustaría hacer este viaje juntos. Es una pequeña muestra de mi generosidad.

Por supuesto, el significado de sus palabras era irónico, despiadado. Pero se le atragantaron y no le produjeron ninguna satisfacción. Curiosamente se daba cuenta de que su conducta era patética. Era por la falta de oposición real. Aquel hombre, que había sido su objetivo durante tanto tiempo, era ahora débil, estaba abatido, destrozado. En lugar de sentirse más fuerte, triunfal, sintió como si una parte de sí mismo estuviera dañada. Dejó a un lado el discurso que tenía preparado y miró a Leo. ¿Qué sentía por aquel hombre? ¿Algo parecido al afecto? Era ridículo: lo odiaba.

Raisa había visto antes a Vasili mirar de aquella forma. Su odio no era profesional; era una obsesión, una fijación, como si el amor incondicional se hubiera convertido en algo terrible, como si hubiera degenerado en algo desagradable. Aunque no sentía lástima por él, pensó que seguramente alguna vez hubiera albergado algo de humanidad. Vasili hizo una señal al guardia, que los empujó al tren.

Raisa ayudó a Leo a subir al vagón. Eran los últimos prisioneros en montar. La puerta se cerró tras ellos. En la oscuridad ella pudo notar cómo cientos de ojos los observaban.

Vasili se quedó en el andén, con las manos en la espalda.

—¿Está todo dispuesto?

El guardia asintió.

—Ninguno de los dos llegará vivo a su destino.