41

Moscú

10 de julio

Leo tenía la cara hinchada, reblandecida. Tenía el ojo derecho cerrado, cubierto por varias capas de piel inflada. Le dolía mucho el costado, como si se hubiera roto varias costillas. Había recibido atención médica básica en el lugar del accidente, pero cuando estuvieron seguros de que su vida no corría peligro lo subieron a un camión custodiado por guardias armados. En el viaje de vuelta a Moscú cada bache de la carretera le había dolido como un puñetazo en el estómago. Al no haberle suministrado antibióticos se había desmayado varias veces durante el trayecto. Los guardias le habían despertado con el cañón de sus fusiles. Tenían miedo de que muriese mientras estaba a su cargo. Leo se había pasado todo el tiempo oscilando entre unos calores febriles y un frío insoportable. Comprendió que aquellas heridas no eran más que el principio.

Era consciente de lo irónico que resultaba acabar allí, atado a una silla en una celda de interrogatorios del sótano de la Lubianka. Un guardián del Estado convertido en prisionero. No es que fuera un revés de fortuna demasiado raro. Así se sentían los enemigos de su país.

Se abrió la puerta. Leo alzó la cabeza. ¿Quién era aquel hombre cetrino, de dientes amarillentos? Era un antiguo compañero, eso era todo lo que recordaba. Pero no sabía cuál era su nombre.

—¿No me recuerda?

—No.

—Soy el doctor Zarubin. Nos hemos visto un par de veces. Fui a visitarlo cuando estuvo enfermo, hace algunos meses. Lamento encontrarlo en esta situación. No lo digo como una crítica de la acción emprendida contra usted. Es justa y correcta. Lo único que quería decir es que ojalá no hubiera hecho usted lo que ha hecho.

—¿Qué he hecho?

—Ha traicionado a su país.

El médico palpó las costillas de Leo. Cada vez que lo tocaba tenía que apretar los dientes.

—No tiene las costillas rotas, como me dijeron. Sólo tiene algunas heridas. No dudo que le resulte doloroso. Pero ninguna de estas heridas necesita cirugía. Me han ordenado que limpie los cortes y que cambie los vendajes.

—Cuidados antes de la tortura, típico de este lugar. En cierta ocasión salvé la vida de un hombre antes de traerlo aquí. Debí haber dejado que Brodski se ahogara en aquel río.

—No sé quién es ese hombre del que me habla.

Leo se calló. Todo el mundo podía lamentar lo que había hecho cuando cambiaban las tornas. Comprendió, más claramente que nunca, que había dejado escapar su única posibilidad de redención. El asesino seguiría matando, protegido no por una mente superior, sino porque su país se negaba a admitir que una persona así pudiera existir. Aquello le confería una inmunidad perfecta.

El médico terminó de curar las heridas de Leo. Aquella asistencia sólo tenía por objeto garantizar una sensibilidad plena a las torturas subsiguientes. Había que curarlos para que pudieran sufrir todo lo posible. El doctor se agachó y susurró al oído de Leo:

—Ahora voy a atender a su esposa. A su bella esposa. Está atada en la habitación de al lado. No puede hacer nada, y es culpa suya. Todo lo que voy a hacerle es culpa suya. Voy a hacer que lamente el día en que lo amó a usted. Voy a hacer que lo diga a gritos.

Leo tardó un rato en comprender lo que acababa de oír, como si se lo hubieran dicho en una lengua extranjera. Él no tenía nada contra aquel hombre. Apenas lo reconocía. Entonces, ¿por qué amenazaba a Raisa? Leo intentó levantarse, agarrar a aquel médico. Pero la silla estaba fija al suelo y él estaba atado a la silla.

El doctor Zarubin se echó hacia atrás, como un hombre que hubiera acercado demasiado la cabeza a la jaula de un león. Miró cómo Leo forcejeaba para intentar librarse de las ataduras, cómo se le hinchaban las venas del cuello y la cara se le ponía roja. Tenía el ojo amoratado. Era curioso; era como ver a una mosca atrapada bajo un cristal. Aquel hombre no comprendía la naturaleza de su situación:

Impotencia.

El médico recogió su maletín y esperó a que el guardia abriera la puerta. Esperaba que Leo lo llamase, que lo amenazase tal vez. Pero al menos en ese sentido, sufrió una decepción.

Caminó por el pasillo unos cuantos metros, hasta la celda contigua. La puerta estaba abierta. Entró. Raisa estaba sentada y atada de la misma manera que su marido. Al médico le resultaba emocionante que ella lo reconociera, que pensase que debía haber aceptado su oferta. De haberlo hecho estaría a salvo. Estaba claro que no era la superviviente que creía ser. Era de una belleza extraordinaria, cosa que no había sabido aprovechar. Había preferido la fidelidad. Quizá creyese en una vida después de la muerte, en un cielo en el que su lealtad sería recompensada. Allí eso no valía para nada.

Estaba convencido de que le estimularía oír sus lamentos. Esperaba que le suplicara.

Ayúdeme.

En aquella situación Raisa aceptaría cualquier condición. Podía pedirle cualquier cosa; podía tratarla como si fuera basura y ella lo aceptaría de buen grado, le pediría más. Se sometería completamente a él. El médico abrió la rejilla que había en la pared. Aunque parecía parte de un sistema de ventilación, en realidad estaba diseñada para que pudiera escucharse en una celda lo que sucedía en la otra. Quería que Leo lo oyese todo.

Raisa miró a Zarubin, observó cómo éste le mostraba una irónica expresión de tristeza. Sin duda intentaba expresarle lo mucho que lo lamentaba, como si quisiera decir:

Si hubiera aceptado mi oferta…

Dejó el maletín en el suelo y empezó a examinarla, aunque ella no estaba herida.

—Tengo que examinar cada parte de su cuerpo. Para el informe, claro.

A Raisa la habían detenido sin ningún escándalo. Habían rodeado el restaurante, los agentes entraron y la cogieron. Mientras la sacaban, Basarov había gritado, con una inquina que era de esperar, que se merecía cualquier castigo que le infligieran. La ataron y la metieron en la parte de atrás de un camión, sin decirle nada. No tenía ni idea de qué había pasado con Leo hasta que oyó decir a un agente que lo habían atrapado. Por la satisfacción con la que hablaba, supuso que Leo al menos había intentado escapar.

Intentó mirar al frente mientras el doctor la manoseaba, como si no estuviera allí. Pero no podía evitar mirarlo de reojo. Tenía los nudillos peludos, las uñas perfectamente limpias y cuidadosamente cortadas. El guardia que estaba tras ella empezó a reírse con una risa infantil. Se concentró en pensar que él no podía apoderarse de su cuerpo, que por mucho que lo intentase no podía ponerle ni un dedo encima. Era imposible pensar en eso. Sus dedos trepaban por la cara interna de su pierna con una lentitud terrible y deliberada. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Las evitó parpadeando. Zarubin se acercó, acercó su rostro al de ella. La besó en la mejilla, chupó su piel, como si fuera a morderla.

Se abrió la puerta. Entró Vasili. El médico se echó atrás y se quedó de pie. Vasili estaba molesto.

—No está herida. No hace falta que esté usted aquí.

—Sólo quería asegurarme.

—Puede retirarse.

Zarubin cerró el maletín y se marchó. Vasili cerró la rejilla. Se agachó junto a Raisa y observó sus lágrimas.

—Es usted fuerte. Quizá crea que puede aguantar. Entiendo que quiera seguir siendo leal a su marido.

—¿De veras?

—Tiene razón. No lo entiendo. Lo que quiero decir es que será mejor para usted que me lo diga todo inmediatamente. Cree que soy un monstruo. Pero ¿sabe de quién aprendí esa frase? De su marido. Eso mismo le decía a la gente a la que iban a torturar. Algunas veces en esta misma habitación. Lo decía en serio, por si le interesa saberlo.

Raisa se quedó mirando los atractivos rasgos de aquel hombre y se preguntó, igual que se lo había preguntado tantos meses atrás en aquella estación de tren, por qué le parecía tan feo. Tenía unos ojos inertes; no es que no tuvieran vida o parecieran estúpidos. Eran fríos.

—Se lo diré todo.

—Pero ¿será suficiente?

Leo hubiera debido reservar sus fuerzas hasta tener alguna oportunidad de actuar. Y sabía que aquél no era el momento. Había visto a muchos prisioneros malgastar energías dando puñetazos en las puertas, gritando, recorriendo aquellas pequeñas celdas de un extremo a otro. En aquellos momentos se había preguntado cómo no eran conscientes de lo inútil de sus actos. Ahora que se encontraba en la misma situación se dio cuenta por fin de cómo se sentían. Era como si su cuerpo fuera alérgico a estar encerrado. No tenía nada que ver con la lógica o la razón. Sencillamente no podía quedarse sentado, esperar y no hacer nada. En lugar de eso luchó con las ataduras hasta que le sangraron las muñecas. Una parte de él creía en serio que podría romperlas, aunque había visto a cientos de hombres y mujeres sujetos a ellas y no se habían roto ni una sola vez. Se imaginó una gran fuga, ignorando el hecho de que aquella esperanza era tan peligrosa como cualquier tortura.

Entró Vasili y le hizo una señal al guardia para que colocara una silla frente a Leo. Éste obedeció y la colocó a pocos centímetros del prisionero. Vasili se aproximó, cogió la silla y la acercó todavía más. Casi tocaba las rodillas de Leo con las suyas. Lo miró fijamente y observó cómo todo su cuerpo forcejeaba con las ataduras.

—Tranquilo, tu mujer está bien. Está en la habitación de al lado.

Vasili hizo un gesto al guardia, señalando la rejilla. Éste la abrió. Vasili gritó:

—Raisa, dile algo a tu marido. Está preocupado por ti.

La voz de Raisa se escuchaba como un eco lejano.

—¿Leo?

Leo se echó hacia atrás, relajándose. Antes de que pudiera responder, el guardia cerró la rejilla. Leo miró a Vasili.

—No hace falta que nos torturéis a ninguno de los dos. Ya sabes que he visto muchas sesiones. Sé que no tiene sentido resistir. Pregunta lo que quieras, yo responderé.

—Pero es que yo ya lo sé todo. He leído los archivos que recopilaste. He hablado con el general Nésterov. Dejó muy claro que no quería que sus hijos crecieran en un orfanato. Raisa ha confirmado todo lo que él dijo. Sólo tengo una pregunta para ti. ¿Por qué?

Leo no comprendía. Pero ya no tenía ganas de luchar. Sólo quería decirle a aquel hombre lo que quisiera escuchar. Habló como un alumno se dirigiría a una profesora.

—Lo siento, no quiero faltarte al respeto. No entiendo. ¿Preguntas por qué…?

—¿Por qué arriesgar lo poco que tenías, lo poco que te permitíamos tener, por esa fantasía?

—¿Estás hablando de los asesinatos?

—Los asesinatos han sido todos resueltos.

Leo no contestó.

—No te lo crees, ¿verdad? ¿Crees que alguien, o un grupo de gente, va por ahí asesinando de manera aleatoria a niños y niñas rusos por todo el país, sin ningún motivo?

—Me equivoqué. Tenía una teoría. Me equivoqué. Me retracto por completo. Firmaré una retractación, una confesión, una admisión de culpa.

—Supongo que eres consciente de que se te acusa de los crímenes más graves de agitación antisoviética. Leo, todo esto parece propaganda occidental. Eso podría entenderlo. Si trabajas para Occidente, entonces eres un traidor. Quizá te hayan prometido dinero, poder, todo lo que habías perdido. Al menos eso lo podría entender. ¿Es eso?

—No.

—Eso es lo que me preocupa. Eso significa que realmente crees que esos asesinatos están conectados, que no son simples actos cometidos por vagabundos, borrachos e indeseables. Para serte franco, es una locura. He trabajado contigo. He visto lo metódico que eres. Y a decir verdad, ¡hasta te admiraba! Antes, claro, de que perdieras la cabeza por tu mujer. Así que, cuando me enteré de tus nuevas aventuras, no le encontré ningún sentido.

—Tenía una teoría. Me equivoqué. No sé qué más puedo decir.

—¿Por qué iba a querer nadie matar a esos niños?

Leo se quedó mirando al hombre que tenía delante, un hombre que había querido ejecutar a dos niñas porque sus padres conocían a un veterinario. Les habría disparado en la nuca sin pensárselo dos veces. Aun así, Vasili había hecho aquella pregunta en serio.

¿Por qué iba a querer nadie matar a esos niños?

Había cometido los mismos asesinatos que el hombre al que perseguía Leo, quizá más. Y, sin embargo, no comprendía la lógica de aquellos crímenes. ¿Acaso no entendía que alguien que quisiera matar no se uniera al MGB o se hiciera guardia en un gulag? Si era por eso, entonces Leo lo comprendía. Había muchas salidas legítimas para la brutalidad y el asesinato. ¿Por qué escoger una no oficial? Pero eso no era lo que le importaba a Leo.

Esos niños.

Vasili Nikitin estaba confuso porque aquellos crímenes parecían no tener motivo. No era que el asesinato de un niño le pareciera una aberración. Pero ¿qué se ganaba con eso? ¿Cuál era el planteamiento? No había un motivo oficial para matar a aquellos pequeños; no cabía la justificación de estar sirviendo a un bien supremo; no había beneficio material. Ésa era su objeción.

Leo repitió.

—Tenía una teoría. Me equivoqué.

—Supongo que tu expulsión de Moscú, de una fuerza a la que habías servido con lealtad durante tantos años, ha debido de conmocionarte más de lo que esperaba. Después de todo eres un hombre orgulloso. Está claro que tu salud mental se ha visto afectada. Por eso voy a ayudarte, Leo.

Vasili se levantó, sopesando la situación. Después de la muerte de Stalin la Seguridad del Estado había recibido órdenes de suprimir toda violencia contra los arrestados. Vasili, un superviviente nato, se había adaptado inmediatamente. Y, sin embargo, allí estaba Leo, en sus manos. ¿Podía acaso marcharse y dejar que se enfrentara únicamente a la sentencia? ¿Le bastaba con eso? ¿Lo satisfaría? Al dirigirse a la puerta se dio cuenta de que lo que sentía no era tan peligroso para él mismo como para Leo. Sintió que su precaución natural era sustituida por algo personal, algo ligeramente parecido a la lujuria. No podía resistirse. Hizo un gesto al guardia para que se acercara.

—Que venga el doctor Jvostov.

Aunque era tarde, a Jvostov no le molestó aquella repentina llamada del trabajo. Tenía curiosidad por saber qué podía ser tan importante. Estrechó la mano de Vasili y escuchó el resumen de la situación, fijándose en que Vasili se refería a Leo como paciente, no como prisionero. Comprendió que era una precaución necesaria para protegerse ante posibles acusaciones de daño físico. Después de escuchar los complejos delirios del paciente sobre un asesino de niños, ordenó al guardia que acompañase a Leo a la sala de tratamiento. Le parecía emocionante investigar lo que subyacía bajo aquella idea tan descabellada.

La sala era exactamente como Leo la recordaba: pequeña y limpia, con una silla de cuero fijada al suelo de azulejos blancos, con vitrinas llenas de botellas, polvos y pastillas etiquetados con pulcras pegatinas blancas en las que había cosas escritas con tinta negra, de manera cuidadosa y ordenada, y unos cuantos utensilios quirúrgicos. Olía a desinfectante. Lo ataron a la misma silla a la que habían atado a Anatoli Brodski y le pusieron las mismas correas en las muñecas, los tobillos y el cuello. El doctor Jvostov llenó una jeringuilla con aceite de alcanfor. Le cortaron la camisa, le encontraron una vena. No hacía falta explicar nada. Leo ya lo había visto antes. Abrió la boca, esperando la mordaza de goma.

Mientras observaba los preparativos, Vasili temblaba de emoción. Jvostov le inyectó el aceite. Pasaron unos segundos. De pronto Leo se quedó con los ojos en blanco. Su cuerpo empezó a vibrar. Aquél era el momento con el que había soñado Vasili; el momento que había planeado mil veces. Leo tenía un aspecto ridículo, débil y patético.

Esperaron a que remitieran las reacciones físicas más extremas. Jvostov asintió con gesto de aprobación.

—Veamos qué dice.

Vasili se acercó y le quitó la mordaza de goma. Leo vomitó tropezones de saliva sobre el regazo. La cabeza se le cayó hacia atrás, sin fuerza.

—Como otras veces, hay que empezar con preguntas sencillas.

—¿Cómo te llamas?

Leo movió la cabeza de un lado a otro. Soltó más saliva por la boca.

—¿Cómo te llamas?

Leo movió los labios. Dijo algo, pero Vasili no pudo oírlo. Se acercó un poco más.

—¿Cómo te llamas?

Sus ojos parecían centrarse. Miró al frente y dijo:

—Pável.