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Rostov del Don

El mismo día

Aron pensaba que un puesto en la milicia sería emocionante, o al menos más emocionante que trabajar en un koljós. Ya sabía que la paga no era muy buena, pero la ventaja era que no había mucha competencia. Siempre que buscaba trabajo se daba cuenta de que no era un candidato demasiado preparado. No le pasaba nada. De hecho en la escuela le había ido bien. Sin embargo había nacido con el labio superior deformado. Eso era lo que le había dicho el médico: estaba deformado, y no podía hacer nada. Daba la impresión de que le hubieran cortado un trozo del labio y le hubieran cosido lo que quedaba, de tal forma que lo tenía un poco hacia arriba y se le veía una parte del diente. El resultado era que daba la impresión de tener una perenne sonrisa burlona. Aunque ello no influía en su capacidad para trabajar, sí afectaba a su capacidad para conseguir trabajo. La milicia le pareció la solución perfecta, pues estaban desesperados por reclutar gente. Se meterían con él, se burlarían de él a sus espaldas, pero estaba acostumbrado. Aguantaría todo siempre que pudiera usar la cabeza. Allí estaba, en mitad de la noche, entre los arbustos, acosado por las chinches, vigilando una marquesina de autobús, vigilando cualquier actividad inusual.

A Aron no le habían explicado por qué estaba allí ni a qué se referían con actividad inusual. Con sólo veinte años, era uno de los miembros más jóvenes del departamento. Se preguntaba si aquello sería una especie de rito iniciático; una prueba de lealtad, para ver si era capaz de cumplir órdenes. La obediencia era más importante que cualquier otra cosa.

Hasta el momento no había visto más que a una chica en la parada de autobús. Era muy joven, tendría unos catorce o quince años, pero intentaba aparentar más edad. Parecía borracha. Tenía la camisa desabrochada. La observó mientras se estiraba la falda y jugueteaba con su pelo. ¿Qué hacía en aquella parada de autobús? No pasaba ninguno hasta la mañana siguiente.

Se acercó un hombre. Era alto, llevaba sombrero, un abrigo largo, gafas de montura gruesa y un elegante maletín. Se plantó frente a los horarios, repasándolos con el dedo. La niña se levantó de repente, como una araña agazapada en su red, y se aproximó con rapidez. Él siguió leyendo los horarios mientras la niña daba vueltas a su alrededor, tocando su maletín, su mano, su chaqueta. El hombre parecía ignorar aquellas aproximaciones hasta que finalmente apartó la vista de los horarios y examinó a la chica. Hablaron. Aron no podía escuchar lo que decían. La chica parecía no estar de acuerdo en algo, negó con la cabeza. Entonces se encogió de hombros. Habían llegado a un acuerdo. El hombre se dio la vuelta. Parecía que estuviera mirando a Aron, que estuviera observando la maleza que había detrás de la marquesina. ¿Lo había visto? No parecía probable. Ellos estaban en la luz; él, en la oscuridad. Ambos echaron a andar hacia él, directos al lugar en el que estaba escondido.

Aron estaba confuso y comprobó su posición: estaba totalmente oculto. No podían haberlo visto. Y aunque así fuera, ¿por qué iban a caminar hacia él? Estaban a escasos metros. Pudo escucharles hablar. Esperó, agazapado entre la maleza. Pasaron de largo, en dirección a los árboles.

Aron se levantó.

—¡Alto!

El hombre se quedó paralizado, con los hombros tensos. Se dio la vuelta. Aron se esforzó en dar una imagen de autoridad.

—¿Qué estáis haciendo?

La niña, que no parecía estar asustada o preocupada en lo más mínimo, respondió:

—íbamos a dar un paseo. ¿Qué te ha pasado en el labio? Es muy desagradable.

Aron se ruborizó de la vergüenza. La niña lo miraba con una evidente expresión de asco. Se quedó callado un momento, mientras recobraba la compostura.

—Ibais a hacer el amor. En un lugar público. Eres una prostituta.

—No, íbamos a dar un paseo.

Con voz lastimera, apenas audible, el hombre añadió:

—No hemos hecho nada malo. Sólo estábamos hablando.

—Dejadme ver vuestros papeles.

El hombre se acercó mientras buscaba los papeles en la chaqueta, nervioso. La niña se quedó donde estaba, desafiante: no había duda de que no era la primera vez que la paraban. No parecía preocupada. Aron comprobó los papeles del hombre. Se llamaba Andréi y trabajaba en la fábrica Rostelmash. Los papeles estaban en orden.

—Abra su maletín.

Andréi dudó. Sudaba mucho. Lo habían atrapado. Nunca imaginó que pudiera suceder; nunca pensó que su plan pudiera fallar. Levantó el maletín y quitó el cierre. El joven agente echó un vistazo y metió la mano. Andréi se quedó mirándose los zapatos, esperando. Cuando levantó la vista, el agente tenía su cuchillo en la mano, un cuchillo de grandes dimensiones y con filo de sierra. Andréi estaba a punto de echarse a llorar.

—¿Por qué lleva esto?

—Viajo mucho. A menudo como en el tren. Lo uso para cortar el salchichón. Es un salchichón barato, duro. Pero mi mujer no quiere comprar otro.

Efectivamente, Andréi usaba ese cuchillo para comer. El agente encontró media barra de salchichón. Era barato y duro. El extremo era tosco, había sido cortado con ese mismo cuchillo.

Aron sacó un bote de cristal con la tapa sellada. Estaba limpio y vacío.

—¿Para qué es esto?

—Algunos de los componentes que recojo, las muestras, son frágiles; algunas están sucias. Este bote me viene muy bien para trabajar. Escuche, agente. Sé que no debería haberme ido con esa chica. No sé qué me ha pasado. Estaba ahí, mirando los horarios de los autobuses de mañana, y ella se me ha acercado. Ya sabe cómo es esto… Sentí una necesidad. Pero si mira en el bolsillo del maletín, encontrará mi carné del Partido.

Aron encontró el carné. También una fotografía de la esposa y las dos hijas de aquel hombre.

—Son mis hijas. No hay por qué llevar esto más lejos, ¿verdad, agente? La chica es quien tiene la culpa; de no ser por ella, ahora estaría de camino a casa.

Era un ciudadano decente, corrompido momentáneamente por una borracha, una depravada. Era educado; no se había quedado mirando su labio ni había hecho ningún comentario desagradable. Lo había tratado como a un igual aunque era mayor que él, tenía un trabajo mejor y era miembro del Partido. Él era la víctima. Ella era la criminal.

Andréi, que se había sentido casi atrapado, se dio cuenta de que estaba a punto de quedar libre. La fotografía de su familia le había resultado de lo más valiosa en numerosas ocasiones. A veces la utilizaba para engatusar a niños indecisos, haciéndoles creer que podían confiar en él. Era un padre. Notó el trozo de cuerda que llevaba en el bolsillo. Aquella noche no; en el futuro tendría que ser paciente. Ya no podía seguir matando en su ciudad.

Aron estaba a punto de soltar a aquel hombre. Le había devuelto el carné y la fotografía cuando se fijó en otra cosa que había en el maletín: un recorte de periódico doblado por la mitad. Lo sacó y lo abrió.

Andréi estaba temblando; no podía soportar ver a aquel imbécil con ese labio asqueroso tocando aquel papel con sus dedos mugrientos. Apenas pudo contenerse para no quitárselo de las manos.

—¿Me lo devuelve, por favor?

Por primera vez aquel hombre pareció nervioso. ¿Por qué le importaba tanto ese papel? Aron examinó la página. Era un recorte de hacía varios años; la tinta estaba algo borrada. No había texto ni pie de foto; todo estaba recortado para que no pudiera saberse a qué periódico pertenecía. Lo único que quedaba era una fotografía de la Gran Guerra Patriótica. Podía verse un tanque alemán destrozado, en llamas. Soldados rusos apuntando triunfales al aire con sus fusiles. A sus pies, soldados alemanes muertos. Era una foto de la victoria, de propaganda. Con su labio superior deformado, Aron entendía perfectamente por qué aquella foto había aparecido en un periódico. El soldado ruso que ocupaba el centro era un hombre atractivo, con sonrisa de ganador.