El mismo día
Leo no dejó de tomar precauciones ni siquiera cuando llegó al cuartel general de la milicia. Había escondido los papeles en documentos oficiales. Las persianas del despacho de Nésterov estaban echadas y no podía ver el interior. Comprobó su reloj: llegaba tarde, dos minutos tarde. No podía entender qué podía ser tan importante. Llamó a la puerta. En ese mismo instante se abrió, como si Nésterov hubiera estado escuchando tras ella. Hizo pasar a Leo con una urgencia repentina e inexplicable y cerró la puerta.
Nésterov se movía con una impaciencia poco común. Tenía la mesa cubierta de documentos sobre el caso. Cogió a Leo por los hombros y habló de forma apresurada, en voz baja.
—Escucha con atención y no interrumpas. Me arrestaron en Rostov. Me obligaron a confesar. No tuve alternativa. Tenía mi familia. Les conté todo. Pensé que quizá podría convencerlos para que nos ayudasen; convencerlos de que debían elevar el asunto a una instancia oficial. Informaron a Moscú. Nos acusan de agitación antisoviética. Creen que es una venganza personal tuya contra el Estado, un acto de rencor. Han rechazado la información que hemos reunido, dicen que no es más que un elaborado montaje de propaganda occidental. Están seguros de que tu mujer y tú trabajáis como espías. Están dispuestos a dejar en paz a mi familia si te entrego y les doy toda la información recopilada.
A Leo se le cayó el mundo encima. Aunque sabía que el peligro estaba cerca, no esperaba que se cruzase en su camino todavía.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo. El edificio está rodeado. Los agentes entrarán en esta habitación en quince minutos. Te arrestarán y se llevarán todas las pruebas que hemos reunido. Se supone que debo dedicar estos minutos a averiguar todo lo que has estado haciendo en Moscú.
Leo se echó hacia atrás y miró el reloj. Eran las nueve y cinco.
—Leo, tienes que escucharme. Hay una forma de que escapes. Pero para que funcione no debes interrumpir, no debes hacerme preguntas. Tengo un plan. Tienes que golpearme con mi pistola, dejarme inconsciente. Entonces saldrás de este despacho, bajarás un piso por las escaleras y te esconderás en las oficinas que hay a la derecha. Leo, ¿me estás escuchando? Tienes que concentrarte. Las puertas no están cerradas con llave. Entra allí, no enciendas las luces y cierra las puertas al entrar.
Pero Leo no escuchaba; el corazón le latía a toda velocidad. Lo único que podía pensar era:
—¿Raisa?
—La están deteniendo mientras hablamos. Lo siento, pero no puedes hacer nada por ella. Tienes que concentrarte, Leo, o esto se habrá acabado.
—Se ha acabado. Se acabó en cuanto les contó usted todo.
—Lo tenían todo, Leo. Tenían mi trabajo. Tenían mi archivo. Estás enfadado conmigo, pero ¿qué podía hacer yo? ¿Dejarles que mataran a mi familia? Aun así te habrían detenido. Leo, puedes enfadarte conmigo o puedes escapar.
Leo se quitó de encima a Nésterov y caminó por el despacho, intentando hacerse a la idea. Habían detenido a Raisa. Ambos sabían que ese momento llegaría, pero pensaban que no era más que un concepto, una idea. No habían entendido lo que significaba. La idea de no volver a verla le impedía respirar. Su relación, aquella relación que había renacido, consumada en el bosque apenas dos horas antes, había terminado.
—¡Leo!
—Está bien. ¿Cuál es su plan?
Nésterov continuó, repitiendo la primera parte.
—Vas a golpearme con mi pistola, me vas a dejar inconsciente. Entonces saldrás de este despacho, bajarás un piso por las escaleras y te esconderás en las oficinas que hay a la derecha. Escóndete allí y espera a que los agentes entren en el edificio. Subirán hasta aquí, pasarán de largo por donde tú estarás. Una vez hayan pasado, tienes que bajar a la planta baja y salir por una de las ventanas traseras. Allí hay un coche aparcado. Aquí tienes las llaves; diré que me las robaste. Tienes que salir de la ciudad; no busques a nadie y no te pares por nada. Conduce. Tendrás algo de ventaja. Creerán que vas a pie, que estás en alguna parte de la ciudad. Cuando se den cuenta de que te has llevado el coche serás libre.
—¿Libre para qué?
—Para resolver estos crímenes.
—El viaje a Moscú no sirvió para nada. La testigo se negó a hablar. Sigo sin tener ni idea de quién es ese hombre.
Aquello sorprendió a Nésterov.
—Leo, puedes hacerlo, lo sé. Creo en ti. Tienes que ir a Rostov del Don. Es el epicentro de los crímenes. Estoy seguro de que es allí donde tienes que concentrarte. Existen teorías sobre las muertes. Una de ellas habla de unos nazis que…
Leo le interrumpió.
—No, esto ha sido obra de un individuo que actúa por su cuenta. Tiene un trabajo. Parece normal. Si usted está seguro de que los asesinatos se concentran en Rostov, entonces es probable que viva y trabaje allí. Su trabajo es lo que lo conecta con todos los demás lugares. Es alguien que tiene que viajar por trabajo: mata cuando viaja. Si podemos averiguar en qué trabaja, lo tendremos.
Leo miró el reloj. Sólo tenía unos minutos antes de marcharse. Nésterov señaló las dos ciudades.
—¿Cuál es la conexión entre Rostov y Voualsk? No ha habido más asesinatos al este de esta ciudad. Al menos que sepamos. Eso quiere decir que éste es el final del trayecto, es su destino.
Leo estaba de acuerdo.
—En Voualsk está la fábrica Volga. No hay otras industrias de importancia, aparte de los aserraderos. Pero en Rostov hay muchas fábricas.
Nésterov conocía ambas ciudades mejor que Leo.
—Volga y Rostelmash están muy relacionadas.
—¿Qué es Rostelmash?
—Una fábrica de tractores, enorme, la más grande de la URSS, de un tamaño parecido a la que tenemos aquí.
—¿Comparten componentes?
—Es posible.
¿Podía haber alguna conexión? Los asesinatos seguían las líneas ferroviarias que subían desde el sur y las que iban hacia el oeste, punto por punto. Aferrándose a esta teoría, Leo comentó:
—Si Volga realiza envíos a la fábrica de Rostelmash, entonces tienen que tener un tolchak. Alguien viaja hasta aquí para asegurarse de que la fábrica de Volga completa la cuota establecida.
—Aquí sólo han muerto dos niños, y ha sido hace poco. Las fábricas han estado colaborando desde hace algún tiempo.
—Los asesinatos al norte del país son los más recientes. Eso quiere decir que acaba de conseguir el trabajo. O que le acaban de asignar esta ruta. Necesitamos una lista con los empleados de Rostelmash. Si no nos equivocamos al comparar esa lista con las localizaciones de los asesinatos, tendremos a nuestro hombre.
Se acercaban. Si no los estuvieran persiguiendo, si pudieran actuar con libertad, habrían descubierto el nombre del asesino en una semana. Pero no tenían una semana, ni el apoyo del Estado. Tenían cuatro minutos. Eran las nueve y once minutos. Leo tenía que marcharse. Cogió uno de los documentos: la lista de los asesinatos con las fechas y las localizaciones. Era todo lo que necesitaba. Después de doblarlo y metérselo en el bolsillo, se dirigió a la puerta. Nésterov lo detuvo. Tenía la pistola en la mano. Leo la cogió, retrasando el momento. Nésterov se percató de sus dudas y dijo:
—Si no, mi familia morirá.
Leo le golpeó en la sien, abriéndole una brecha. Nésterov cayó de rodillas. Todavía consciente, lo miró.
—Buena suerte. Ahora golpéame como es debido.
Leo levantó el arma. Nésterov cerró los ojos.
Leo corrió hasta el pasillo, bajó las escaleras y entonces se dio cuenta de que había olvidado las llaves del coche. Estaban sobre la mesa. Se giró, volvió a correr por el pasillo hasta el despacho, pasó por encima de Nésterov y cogió las llaves. Era tarde, las nueve y cuarto; los agentes estarían entrando en el edificio. Leo seguía en el despacho, exactamente donde esperaban encontrarlo. Salió corriendo por el pasillo y bajó las escaleras. Pudo escuchar pisadas que se aproximaban. Al llegar al tercer piso salió disparado hacia la derecha y abrió la puerta del despacho más cercano. Estaba abierto, como Nésterov había prometido. Entró y cerró la puerta en el preciso momento en que los agentes subían corriendo por las escaleras.
Esperó en la penumbra. Todas las persianas estaban cerradas, para que no pudiera verse el interior. Escuchó el ruido de las pisadas. En aquella escalera había al menos cuatro agentes. Sintió la tentación de quedarse en aquella habitación, tras la puerta cerrada, temporalmente a salvo. Las ventanas daban a la plaza principal. Echó un vistazo. Había un círculo de hombres en la entrada. Se apartó de la ventana. Tenía que llegar a la planta baja y a la parte de atrás. Quitó el pestillo y echó un vistazo afuera. El pasillo estaba vacío. Cerró la puerta tras de sí y salió a la escalera. Escuchó la voz de un agente más abajo. Bajó al siguiente piso. No podía ver ni oír a nadie. En cuanto empezó a correr oyó gritos en el último piso: habían encontrado a Nésterov.
Una segunda oleada de agentes entró en el edificio alertados por los gritos de sus compañeros. Era demasiado arriesgado bajar otro piso por las escaleras, así que tuvo que abandonar el plan de Nésterov y quedarse en el primer piso. Sólo podía aprovecharse de unos instantes de confusión antes de que aquellos hombres organizaran equipos de búsqueda. No podía llegar a la planta baja, así que corrió por el pasillo hasta el retrete, que daba a la parte trasera del edificio. Abrió la ventana. Era alta y estrecha, apenas lo suficientemente grande como para poder salir por ella. La única manera de hacerlo era meter la cabeza primero. Miró afuera: ningún agente a la vista. Estaba a unos cinco metros por encima del suelo. Metió el cuerpo por la ventana y se quedó con los pies colgando. No había nada a lo que agarrarse. Tendría que dejarse caer y protegerse la cabeza con las manos.
Chocó contra el suelo con las palmas. Se rompió las muñecas. Escuchó un grito y miró hacia arriba. Había un agente en la ventana del último piso. Lo habían visto. Intentó no pensar en el dolor que sentía en las muñecas, se levantó y corrió hasta el callejón donde debía estar aparcado el coche. Oyó disparos. Vio polvo de ladrillos volando junto a su cabeza. Se agachó todo lo que pudo, sin dejar de correr. Oyó más disparos, que rebotaron en el asfalto. Dobló la esquina, escapando de la línea de fuego.
Allí estaba el coche, aparcado, listo. Entró de un salto y metió la llave en el contacto. El motor chirrió y se apagó. Volvió a intentarlo. No conseguía arrancar. Lo intentó de nuevo —por favor— y arrancó. Metió marcha atrás, salió y aceleró, con cuidado de que los neumáticos no derrapasen. Era vital que los agentes que lo seguían no vieran el coche. Sería uno de los pocos que habría en la carretera. Al ser un vehículo de la milicia, esperaba que cualquier agente que lo viera pensase que se trataba de uno de los suyos, y que seguirían buscándolo a pie.
No había tráfico. Leo conducía demasiado deprisa, a trompicones, en dirección a la salida de la ciudad. Nésterov se había equivocado: no podía conducir hasta Rostov. Para empezar, estaba a varios cientos de kilómetros y no disponía ni de lejos de la gasolina suficiente ni tenía modo alguno de conseguirla. Y, lo que era más importante, en cuanto se enterasen de que había robado un coche bloquearían todas las carreteras. Tenía que llegar tan lejos como pudiera, esconder el coche y adentrarse en el campo antes de subir a un tren. Siempre que no encontrasen el coche abandonado, tenía muchas más posibilidades sin él.
Pisó el acelerador y se incorporó a la única carretera principal de salida y entrada a la ciudad, en dirección al oeste. Miró por el retrovisor. Si iban a registrar de forma exhaustiva los edificios cercanos pensando que iba a pie, entonces tendría más o menos una hora de ventaja. Aumentó la velocidad, hasta el máximo de ochenta kilómetros por hora del vehículo.
Más adelante había un grupo de hombres en la carretera apiñados en torno a un coche aparcado: un coche de la milicia. Era un control. No habían dejado nada al azar. Si la carretera del oeste estaba cortada, también lo estaría la del este. Habían bloqueado la ciudad entera. Su única esperanza consistía en abrirse camino a través del control. Aceleraría y chocaría contra el coche cruzado en mitad de la carretera. Éste se echaría a un lado. Tendría que controlar el impacto. Si dañaba el otro coche, no podrían perseguirlo inmediatamente. Era un acto desesperado que reducía su ventaja a unos pocos minutos.
Los agentes comenzaron a disparar. Las balas impactaron en la parte frontal del vehículo, centelleando contra el metal. Una de ellas agujereó el parabrisas. Leo se agazapó tras el volante, de manera que no podía ver la carretera. El coche estaba en posición: lo único que tenía que hacer era mantener el rumbo. Las balas siguieron atravesando el cristal. Los fragmentos de vidrio le caían encima. Seguía en camino. Se preparó para la colisión.
El coche se movió bruscamente hacia abajo y a un lado. Leo se irguió e intentó mantener el control, pero el vehículo no respondía y viró a la izquierda. Habían disparado a las ruedas. No podía hacer nada. El coche volcó hacia un lado y la ventana estalló. Cayó contra la puerta, a pocos milímetros del asfalto. El metal chirriaba, volaban chispas. Chocó frontalmente contra el otro vehículo y dio una vuelta de campana. El coche de Leo se quedó boca abajo, desplazándose hacia el arcén. Leo salió disparado de la puerta al techo, donde se quedó hecho un ovillo hasta que por fin el coche se detuvo.
Leo abrió los ojos. No estaba seguro de poder moverse, y no conseguía reunir las fuerzas necesarias para comprobarlo. Se quedó mirando al cielo nocturno. Le costaba pensar. Ya no estaba en el coche. Alguien debía de haberlo sacado de allí. Ante él apareció un rostro, tapando las estrellas, mirándolo. Leo se concentró en aquella cara.
Era Vasili.