El mismo día
En la calle Vorovski, Leo y Raisa se pusieron a la cola en la tienda de ultramarinos. Se tardaba varias horas en llegar al interior, donde cada uno hacía su pedido, después de lo cual debía esperar en una segunda cola, para pagar. Pasadas las dos colas, había una tercera para recoger la compra. Podían estarse fácilmente cuatro horas haciendo cola, esperando, sin levantar sospechas, a que Iván llegase a casa.
Como no habían conseguido que Galina Shapórina hablara, corrían el riesgo de volver de Moscú con las manos vacías. A Raisa la habían echado del apartamento, le habían dado con la puerta en las narices. Se había quedado en el pasillo, rodeada de vecinos que la miraban, muchos de los cuales podrían ser informadores. Era imposible volver a intentarlo. Quizá Galina y su marido ya hubieran dado parte a las Fuerzas de Seguridad del Estado. A Leo no le parecía probable. Galina creía firmemente que lo más seguro era no hacer nada. Si intentaba informar de algo, cabía la posibilidad de que acabara incriminándose a sí misma, llamando la atención de alguna manera. Aquello no era muy tranquilizador. Lo único que habían conseguido hasta el momento había sido incorporar a Fiódor y a su familia a la investigación. Leo le había dado instrucciones para que enviase a Nésterov cualquier información que pudiera encontrar, pues las cartas dirigidas a Leo eran interceptadas. De todas formas no estaban más cerca de identificar al hombre que andaban buscando.
En tales circunstancias, Raisa había insistido en hablar con Iván. ¿Qué otra opción tenían, aparte de marcharse de la ciudad con las manos vacías? Leo había aceptado a regañadientes. Raisa no había podido hacerle llegar un mensaje a Iván. No había manera de enviar una carta o hacer una llamada telefónica. Había asumido un pequeño riesgo al esperar que estuviera allí. Pero sabía que rara vez salía de Moscú, y desde luego nunca por mucho tiempo. No se iba de vacaciones; el campo no le interesaba. La única razón que se le ocurría por la que no fuera a estar en casa era que lo hubieran arrestado. En ese sentido sólo le quedaba esperar que estuviera a salvo. Aunque tenía ganas de verlo de nuevo, no se engañaba: iba a ser un encuentro extraño. Estaba con Leo, un hombre al que Iván odiaba, como a todos los agentes del MGB; una regla sin excepciones. No había agentes buenos. De todos modos no era la antipatía que éste sentía por Leo lo que más la inquietaba. Era más bien el afecto que sentía ella por Iván. Aunque nunca había engañado sexualmente a Leo, sí que lo había hecho con Iván de cualquier otra forma posible: intelectualmente, emocionalmente, criticándolo a sus espaldas… Había entablado amistad con un hombre que representaba todo aquello contra lo que Leo luchaba. Juntar a aquellos dos hombres tenía algo de terrible. Quería decirle a Iván lo antes posible que Leo ya no era el mismo, que había cambiado, que su fe ciega en el Estado se había venido abajo, que se había roto en mil pedazos. Quería explicarle que se había equivocado con su marido. Quería que ambos vieran que las diferencias que los separaban eran más pequeñas de lo que creían. Pero era poco probable.
Leo no tenía ganas de conocer a Iván, el alma gemela de Raisa. Se vería obligado a ver cómo surgía la chispa entre ambos, a ver de cerca al hombre con el que Raisa se habría casado de haber tenido libertad de elección. Aquello le seguía doliendo, más que la pérdida de su posición, más que la pérdida de su fe en el Estado. Había creído ciegamente en el amor. Quizá se había aferrado a aquella idea para contrarrestar la naturaleza de su trabajo. Tal vez, de manera inconsciente, necesitara creer en el amor para humanizarse a sí mismo. Eso explicaría las absurdas justificaciones que se había montado para racionalizar la frialdad que Raisa le mostraba. Se negaba a contemplar la posibilidad de que ella lo odiara. En lugar de eso había cerrado los ojos y se había felicitado por tenerlo todo. Les había dicho a sus padres que ella era la esposa con la que siempre había soñado. Y tenía razón; eso era todo: un sueño, una fantasía, y ella había sido lo suficientemente astuta como para seguirle el juego, asustada todo el tiempo por su propia seguridad, confiándole a Iván sus verdaderos sentimientos.
Aquella fantasía se había derrumbado unos meses antes. Pero ¿por qué no se cerraba la herida? ¿Por qué no podía superarlo, como había superado su devoción por el MGB? Había sido capaz de sustituir aquella devoción hacia el MGB por otra causa, la devoción hacia su investigación. Pero no tenía a nadie más a quien amar; nunca había habido nadie más. Lo cierto era que no podía dejar de aferrarse a la más mínima esperanza, a la fantástica idea de que quizá, y sólo quizá, ella pudiera enamorarse realmente de él. Aunque no confiaba demasiado en sus emociones, pues antes se había equivocado de manera tan categórica, tenía la sensación de que él y Raisa estaban más unidos que nunca. ¿Era el resultado de trabajar juntos? Era cierto que ya no se besaban ni se acostaban juntos. Había conseguido aceptar que sus relaciones sexuales anteriores no habían significado nada para ella, o, peor aún, que le habían resultado desagradables. Sin embargo, en lugar de aceptar que las circunstancias eran lo único que los había mantenido juntos —Tú me tienes a mí. Yo te tengo a ti—, Leo prefería pensar que éstas eran lo que los había alejado. Leo había sido un símbolo del Estado que Raisa odiaba. Pero ya no representaba más que a sí mismo, no tenía autoridad y se había despojado de aquel sistema que ella tanto despreciaba.
Casi habían llegado a la puerta de la tienda cuando vieron a Iván acercarse por el otro lado de la calle. No gritaron su nombre ni llamaron la atención. Observaron cómo entraba en su edificio, unos establos reconvertidos. Raisa estaba a punto de abandonar la cola cuando Leo la cogió del brazo y la detuvo. Era un disidente: posiblemente estuviera bajo vigilancia. Leo pensó que quizá aquella moneda hueca era de Iván; quizá él era el espía. ¿Por qué estaba entre la ropa de Raisa? ¿Se había desnudado en el apartamento de Iván y había cogido la moneda por error? Leo intentó no pensar en ello, consciente de que los celos le estaban jugando una mala pasada.
Comprobó la calle. No vio a ningún agente tomando posiciones cerca del apartamento. Había varios lugares obvios: el vestíbulo del cine, la misma cola de la tienda, portales cubiertos. Por muy entrenados que estuvieran los agentes, vigilar un edificio era difícil porque era antinatural quedarse quieto, solo, sin hacer nada. Después de varios minutos estuvo seguro de que nadie seguía a Iván. Sin molestarse en dar explicaciones o hacer el numerito de haberse olvidado la cartera, abandonaron la cola en el preciso momento en que iban a entrar por fin en la tienda. Resultaba sospechoso, pero Leo contaba con que la mayoría de la gente fuera lo suficientemente inteligente como para ocuparse de sus asuntos.
Entraron en el edificio de apartamentos y subieron por las escaleras. Raisa llamó a la puerta. Se escucharon pasos en el interior. Una voz, nerviosa, preguntó sin abrir.
—¿Sí?
—Iván, soy Raisa.
Corrió un pestillo. Iván abrió la puerta con cautela. Al ver a Raisa abandonó toda sospecha y sonrió. Ella le devolvió la sonrisa.
Un par de pasos por detrás Leo contempló el encuentro desde la penumbra del pasillo. A ella le agradaba verlo; se sentían cómodos el uno con el otro. Iván abrió la puerta y la abrazó, aliviado al saber que seguía con vida.
Iván vio a Leo. Su sonrisa se desplomó, como se cae un cuadro de una pared. Soltó a Raisa y se sintió incómodo, buscando la expresión de ella, asegurándose de que no se trataba de una traición. Ella percibió su temor y dijo:
—Tenemos que explicarte muchas cosas.
—¿Por qué estáis aquí?
—Será mejor hablar dentro.
Iván no parecía convencido. Raisa le puso la mano en el brazo.
—Por favor, confía en mí.
El apartamento era pequeño, estaba bien amueblado y tenía el suelo de madera encerada. Había libros; a primera vista todos parecían autorizados: Gorki, panfletos políticos, Marx. La puerta del dormitorio estaba cerrada y en el salón no había ninguna cama. Leo preguntó:
—¿Estamos solos?
—Mis hijos están con mis padres. Mi mujer está en el hospital. Tiene tuberculosis.
Raisa volvió a tocarle el brazo.
—Iván, lo siento mucho.
—Creíamos que te habían arrestado. Me temí lo peor.
—Tuvimos suerte. Nos trasladaron a una ciudad al oeste de los Urales. Leo no quiso denunciarme.
Iván no podía borrar la expresión de sorpresa de su rostro, como si aquello fuera algo increíble. Leo, molesto, se mantuvo en silencio mientras Iván lo observaba, sopesando la situación.
—¿Por qué no quisiste hacerlo?
—Porque no es una espía.
—¿Y desde cuándo importa la verdad?
Raisa interrumpió:
—Dejemos eso ahora.
—Pero es importante. ¿Sigues en el MGB?
—No, me degradaron a la milicia.
—¿Degradado? Tuviste suerte.
Era una pregunta acusadora.
—Es sólo un indulto temporal, degradación, exilio…, un lento castigo encubierto.
Raisa, intentando tranquilizarlo, dijo:
—No nos han seguido, estamos seguros.
—¿Habéis venido hasta Moscú? ¿Por qué?
—Necesitamos ayuda.
Aquello lo cogió por sorpresa.
—¿Y cómo podría ayudaros yo?
Leo se quitó el abrigo, el jersey y la camisa y sacó los documentos que llevaba pegados al cuerpo. Resumió el caso y le ofreció los papeles a Iván. Éste los aceptó, pero no los miró siquiera. Se sentó en una silla y colocó las pruebas en la mesa. Después de un rato volvió a levantarse, cogió su pipa y la rellenó con cuidado.
—Imagino que la milicia no está investigando estos asesinatos, ¿me equivoco?
—Todos ellos se han resuelto erróneamente, los han encubierto o han culpado a enfermos mentales, enemigos políticos, alcohólicos, vagabundos… No se ha establecido ninguna conexión.
—Y supongo que ahora los dos estáis trabajando juntos en esto, ¿verdad?
Raisa se ruborizó.
—Sí, trabajamos juntos.
—¿Confías en él?
—Sí, confío en él.
Leo no tuvo más remedio que quedarse callado mientras Iván interrogaba a su esposa, escrutando frente a él la integridad de su relación.
—¿Y pensáis resolver juntos este caso?
Contestó Leo:
—Si no lo hace el Estado, tendrá que hacerlo la gente.
—Hablas como un auténtico revolucionario. Pero Leo, tú te has pasado la vida asesinando en nombre del Estado, ya fuera en tiempo de guerra o de paz, ya fueran alemanes o rusos, o quienquiera que el Estado te dijera que odiaba. ¿Y ahora me tengo que creer que has abandonado la línea oficial y piensas por ti mismo? No me lo creo. Creo que es una trampa. Lo siento, Raisa, creo que está intentando volver al MGB. Te ha engañado, y ahora quiere entregarme a mí.
Raisa habló:
—No es cierto, Iván. Mira las pruebas. Es real, no es ningún truco.
—Hace tiempo que no confío en las pruebas sobre el papel, y tú tampoco deberías hacerlo.
—He visto uno de los cuerpos, un niño, con el estómago abierto y la boca llena de corteza. Lo he visto, Iván. Estuve allí. Alguien le hizo eso a un niño, alguien disfrutó haciéndolo y no va a parar. Y no será la milicia quien lo atrape. Sé que tienes todo el derecho a sospechar de nosotros. Pero no puedo demostrarte nada. Si no puedes confiar en mí, entonces siento haber venido.
Leo se acercó, dispuesto a recoger los documentos. Iván puso la mano encima.
—Les echaré un vistazo. Corred las cortinas. Y sentaos, me ponéis nervioso.
Aislados del mundo exterior, Leo y Raisa se sentaron junto a Iván y le explicaron las particularidades del caso, relatando toda la información que consideraron de utilidad. Leo le contó sus propias conclusiones.
—Convence a los niños para que vayan con él. Las huellas de la nieve eran paralelas; aquel muchacho había aceptado ir al bosque. Aunque estos crímenes parezcan una locura, un loco se comportaría de forma errática, hablaría sin sentido, asustaría a los niños.
Iván asintió.
—Sí, estoy de acuerdo.
—En este país es muy complicado viajar sin una razón oficial; debe de tener un empleo que le permita moverse. Debe de tener papeles, documentos. Debe de estar integrado en la sociedad; debe de ser un hombre aceptado, respetable. La pregunta que no conseguimos responder es…
—¿Por qué lo hace?
—¿Cómo puedo atraparlo si no entiendo por qué lo hace? Soy incapaz de imaginármelo. ¿Qué clase de hombre es? ¿Es joven o viejo? ¿Rico o pobre? La verdad es que no tenemos ni idea de qué clase de hombre estamos buscando, aparte de lo más básico. Sabemos que tiene un trabajo y que, al menos en apariencia, no está loco. Pero eso define a casi todo el mundo.
Iván fumaba de su pipa, asimilando todo lo que Leo acababa de decir.
—Me temo que no puedo ayudaros.
Raisa se echó hacia delante.
—Pero tienes artículos occidentales sobre esta clase de crímenes, de asesinatos sin un motivo convencional, ¿no es así?
—¿Y de qué servirían? Podría conseguir un par de artículos. Pero no bastarían para obtener un retrato de este hombre. No podéis haceros una idea de cómo es con dos o tres textos sensacionalistas occidentales.
Leo se echó hacia atrás: el viaje no había servido para nada. Y lo que era más preocupante: ¿acaso se habían impuesto una tarea imposible? Estaban escasamente preparados, tanto material como intelectualmente, para acabar con aquellos crímenes.
Iván chupó su pipa mientras observaba sus reacciones.
—Sin embargo, conozco a un hombre que podría ayudaros. Es el profesor Zauzáyez, un psiquiatra retirado, antiguo interrogador del MGB. Perdió la vista. Quedarse ciego le cambió, fue una epifanía. Como la tuya, Leo. Ahora se mueve bastante en círculos no oficiales. Podéis contarle lo que me habéis contado a mí. Quizá os pueda ayudar.
—¿Podemos confiar en él?
—Tanto como en cualquier otra persona.
—¿Qué puede hacer exactamente?
—Si le leéis estos documentos y describís las fotos, tal vez pueda aclararos qué clase de persona haría algo así: su edad, su procedencia…, esas cosas.
—¿Dónde vive?
—No dejará que vayáis a su apartamento. Es muy cauto. Vendrá aquí, si es que hace algo. Intentaré convencerlo por todos los medios, pero no puedo garantizar nada.
Raisa sonrió.
—Gracias.
Leo estaba satisfecho: un experto era mucho mejor que unos cuantos recortes de prensa. Iván se levantó, apagó la pipa y se acercó a un armario, al teléfono.
El teléfono.
Aquel hombre tenía un teléfono en su apartamento, en su reluciente y bien amueblado apartamento. Leo se fijó en los detalles de la habitación. Algo no encajaba. No era un apartamento familiar. ¿Por qué vivía con aquel lujo relativo? ¿Y cómo es que había logrado que no lo arrestaran? Después de haberlos exiliado a ellos, lo normal hubiera sido que lo detuvieran. Después de todo el MGB lo tenía fichado: Vasili le había mostrado las fotos a Leo. ¿Cómo había evitado a las autoridades?
Iván había hecho la llamada. Estaba ahora al teléfono.
—Profesor Zauzáyez, al habla Iván Zhúkov. Tengo un asunto importante para el que necesito su ayuda. No puedo hablar de ello por teléfono. ¿Está libre ahora? ¿Podría venir a mi apartamento? Sí, inmediatamente, si es posible.
Leo se puso tenso. ¿Por qué lo llamaba profesor si se conocían tan bien? ¿Por qué lo llamaba así si no era para que ellos lo escucharan? Aquello no encajaba. Nada encajaba.
Leo se levantó de un salto, tirando la silla. Estaba al otro lado de la habitación antes de que Iván pudiera reaccionar. Agarró el teléfono y rodeó con el cable el cuello de Iván. Ahora estaba detrás de él, con la espalda contra la pared, estrangulándolo, apretando el cable cada vez más. Los pies de Iván resbalaban sobre el suelo pulido. Jadeó, incapaz de hablar. Raisa, asombrada, se levantó de la silla.
—¡Leo!
Éste se llevó el pulgar a los labios, para que no hablara. Con el cable todavía alrededor del cuello de Iván, se llevó el auricular al oído.
—¿Profesor Zauzáyez?
Ya no había línea. Habían colgado. Estaban de camino.
—¡Leo, suéltalo!
Pero Leo apretó el cable. Iván se estaba poniendo rojo.
—Es un agente encubierto. Mira cómo vive. Mira su casa. No hay ningún profesor Zauzáyez. Era su contacto en la Seguridad del Estado; viene a arrestarnos.
—Leo, te equivocas. Conozco a este hombre.
—Es un falso disidente, un agente encubierto, se dedica a acabar con otras personas contrarias a la autoridad, a reunir pruebas contra ellos.
—Leo, te equivocas.
—No hay ningún profesor. Están de camino. Raisa, ¡no tenemos mucho tiempo!
Iván intentaba agarrar el cable frenéticamente. Raisa negó con la cabeza y metió los dedos por debajo del cable, aliviando la presión sobre el cuello de su amigo.
—Leo, déjalo, deja que se explique.
—¿Acaso no han arrestado a todos tus amigos, a todos menos a él? Esa mujer, Zoya, ¿de dónde te crees que sacó su nombre el MGB? No la arrestaron por sus rezos. Ésa no fue más que una excusa.
Iván, que no podía liberarse, empezó a resbalar por el suelo, obligando a Leo a cargar con todo su peso. Leo no podía sostenerlo mucho más tiempo.
—Raisa, nunca me hablaste de tus amigos. Nunca te fiaste de mí. ¿En quién confiabas? ¡Piensa!
Raisa miró a Leo y después a Iván. Era cierto: todos sus amigos estaban muertos o habían sido arrestados, todos excepto él. Negó con la cabeza; rechazaba creerlo: era la paranoia, la paranoia creada por el Estado, según la cual cualquier acusación, por improbable que pareciera, era suficiente para matar a un hombre. Se fijó en la mano de Iván, que intentaba alcanzar un cajón del armario. Soltó el cable.
—¡Leo, espera!
—¡No tenemos tiempo!
—¡Espera! Raisa abrió el cajón y rebuscó dentro hasta dar con un abrecartas afilado: era lo que estaba buscando Iván para defenderse. No podía culparle por ello. Detrás había un libro, su ejemplar de Por quién doblan las campanas. ¿Por qué no estaba oculto? Lo cogió. Dentro había una hoja de papel. En ella había una lista de nombres: la gente a la que Iván había prestado el libro. Algunos de los nombres estaban tachados. El suyo lo estaba. Por la otra cara había una lista de personas a las que pensaba prestar el libro.
Miró a Iván y le puso la hoja en la cara. Le temblaba la mano. ¿Había una explicación inocente para aquello? No; ya sabía que no. Ningún disidente sería tan tonto como para escribir una lista de nombres. Había prestado el libro para incriminar a esas personas.
Leo se esforzaba por retener a Iván.
—Raisa, no mires.
Ella obedeció y se fue al otro extremo de la habitación, con el libro todavía en la mano. Escuchó cómo Iván pateaba los muebles.